Carl Andre es chatarrero. Los viernes a la noche, antes de que
el barrio de Manhattan donde vive cambiara de fisonomía, recorría las
calles recogiendo trozos de metal desechados frente a los talleres
mecánicos. Más de una vez, lo paró la policía. “Es chatarra –decía
cuando lo interpelaban–, No tiene valor”. A lo que un agente una vez le
respondió: “Si no tiene valor, ¿para qué lo quiere?” “Un policía muy
inteligente”, ríe Andre. Lo quería para hacer una escultura y lo
arrastró hasta su departamento, en un piso 34, al que se entra por un
pasillo en penumbras, momento en el cual a uno se le ocurren dos cosas:
que la vista del centro de Nueva York es impresionante y que es chocante
que Andre todavía viva aquí. El artista, hoy de 77 años, vivía en este
departamento en 1985, cuando su mujer, Ana Mendieta, también artista,
cayó por una ventana. Andre fue acusado de asesinato y, tras un juicio
muy publicitado, fue absuelto en 1988.
Nos hemos reunido para hablar de su muestra Carl Andre: Mass & Matter,
abierta hasta el 6 de mayo en la Turner Contemporary, en la ciudad de
la costa inglesa de Margate: esculturas hechas entre 1967 y 1983 y
algunos poemas del mismo período (sus palabras forman diseños sobre la
página, casi como pequeñas piezas escultóricas). Aquí arriba, en el piso
34, surge una fascinante conversación sobre la evolución de Andre como
artista pero en todo momento, como flotando en el aire, está presente lo
que ocurrió en esta habitación hace tres décadas y uno se pregunta si
hay alguna forma de hablar de ello.
Andre es afable y locuaz, dado
a hacer comentarios directos sobre sus defectos. Dice ser egocéntrico,
gordo (por eso siempre usa mamelucos) y muy malo para el dibujo. “Soy
una persona muy vanidosa”, señala, lo que quizá podría explicar por qué
se niega a ser fotografiado para este artículo. Entre risas, explica
que, cuando empezó su carrera en Nueva York en la década del 50, tuvo la
audacia de desafiar a los grandes críticos de arte, que rechazaban su
obra por considerar que no tenía sentido. Ese era en cierto modo el
objetivo de Andre. Lo han calificado de minimalista, algo que puede
tolerar, y de conceptual, lo que le parece inaceptable. Sus
composiciones de madera, acero y ladrillos –las más famosas– se proponen
desafiar el sentido. En 1976, el diario The Daily Mirror de Londres dio
la bienvenida a los ladrillos del artista estadounidense con un titular
en primera plana: “Qué montón de basura”. Parte de esa indignación
puede verse en la muestra de Margate.
“Yo siempre luchaba contra
el auge del arte conceptual –dice–. Había una frase de Joseph Kosuth:
‘El arte como idea como idea’. Y yo decía que una idea en la cabeza no
era una obra de arte. Una obra de arte está afuera, en el mundo, es una
realidad tangible.” Luego agrega: “Mi obra no nace de las ideas, nace
de los deseos”. Esos deseos se hicieron sentir desde muy temprano,
cuando crecía en Quincy, Massachusetts, cerca de canteras de granito
abandonadas y el astillero donde su padre trabajaba de dibujante. Andre
recuerda con admiración “esos grandes bloques de granito descartados,
tirados por todas partes” en el astillero, “todas esas planchas de acero
a la intemperie, herrumbrándose”, cuenta. Más tarde esos recuerdos se
manifestarían en el impulso de hacer arte. La escuela secundaria a la
que asistió tenía un buen departamento de arte, aunque los primeros
intentos de Andre no eran prometedores. “Soy muy mal pintor –dice–,
realmente espantoso. También soy un desastre como dibujante. Como dijo
alguien una vez de mí, no puedo sacar melaza de un barril”.
Con el
tiempo, halló su camino en la escultura y se mudó a Nueva York para
hacerse artista. Estaba quebrado y encontró trabajo en la playa de
maniobras del ferrocarril, donde conducía las locomotoras y hurtaba
trozos de metal para hacer cosas. Cuando tuvo su primera oportunidad, un
ofrecimiento de la galería Tibor de Nagy para mostrar algunas obras, le
pidió al galerista que le diera 600 dólares para materiales. El
resultado fue una pieza hecha de vigas de espuma de poliestireno.
Después pasó al acero e investigó su carácter “sensual”, negando que
hubiera algo más que decir de él. “Dije: ‘¡No hay ideas ocultas detrás
de esas chapas! ¡Son chapas de acero y nada más!’” Cuando le dijeron que
una pila de piedras no era una obra de arte, señaló Stonehenge.
Su
obra era austera, emocionante, extrañamente conmovedora, y Andre creció
hasta convertirse en un coloso del arte moderno estadounidense y en uno
de los fundadores del minimalismo. Aunque utiliza conceptos de la falta
de sentido como forma de hacer comentarios sobre la horrenda obsesión
de la cultura por la literalidad, es un poco melodramático de su parte
decir que su obra carece por completo de sentido. Sin embargo,
entusiasmándose con el tema, agrega que la aproximación prosaica al arte
es preguntar: ¿qué significa? “Vivimos en una cultura lingüística y
todo debe convertirse en lenguaje. La gente no entiende nada hasta que
uno se lo explica.” Es una forma de idiotez, opina, que proviene de
habernos criado mirando tevé “que anula por completo la imaginación y
los sentidos. Uno sólo está sentado ahí con la boca abierta.” Melissa,
la mujer de Andre, está sentada con nosotros a la mesa y dice: “Desde
que conozco a Carl, nunca le importó lo que puedan pensar los demás”. Ni
sus pares ni los críticos. “Algo que desconcierta a otros artistas es
que a Carl no le interesa hacer vida social.” “Bueno, yo no diría eso
–acota él–, solía ir al Art Bar a levantar chicas. Pero no me gustaba ir
a las inauguraciones, a menos que hubiera mucho alcohol”.
Le
pregunto si su círculo social se redujo con la muerte de su esposa. “No,
no, fue así desde el principio. La oposición, la negatividad,
empeoraron cuanto mayor era mi éxito .” Pero dentro de un pequeño
círculo, le sugiero, tuvo mala fama. “Un pequeño círculo, no”, contesta.
“¡El título del Daily Mirror!” No, quise decir notoriedad desfavorable
después que fue sometido a juicio, le digo. “Ah –dice Andre–, eso
también fueron titulares de primera plana .” Me mira plácidamente. ¿La
gente se alejó hasta que fue absuelto? “Eso no se detuvo entonces. En la
prensa no me absolvieron. Sólo dijeron: se escapó de esta. Todavía hay
una división”.
Melissa se aclara la garganta. “Aún perdura… De
hecho, durante años recibí cartas que me decían: ‘¿Cómo puedes estar con
Carl?’” Andre había dicho que Ana se fue a dormir sola y que, cuando él
entró en la habitación, la ventana estaba abierta y ella ya no estaba.
Pero la fiscalía lo presentó como un misógino y alegó que su mujer había
caído por la ventana después de una discusión que se produjo porque
ella había amenazado con divorciarse tras las infidelidades de él. Eso
fue muy injusto, explica, porque “siempre me he considerado feminista.
Como la mayoría de los hombres, me siento atraído por las mujeres pero
me gustan las mujeres, algo que no le pasa a la mayoría de los hombres.
Prefieren ir a un bar y estar con los amigos.” Los que lo conocían
permanecieron fieles, pero Andre también perdió algunos amigos. “No
íntimos, pero los conocidos no querían hablar conmigo, me evitaban.”
Después las Guerrilla Girls, un grupo de activistas feministas del arte,
pegaron por toda la ciudad carteles de O. J. Simpson y André con la
leyenda “Buscado”. ¿Qué hace uno con algo así?
“Yo soy una persona
más bien flemática. Algo estoica. Lo aprendí de chico, cuando a veces
me hostigaban. Era un chico gordo. No deportista. El preferido de la
maestra y ese tipo de cosas, y a veces ligaba una. Y aprendí a no
devolver los golpes. Eso desconcertaba a la gente. Porque yo sólo decía:
‘No, no, no, yo no provoco’.” Me pregunto por qué no se mudó de
departamento, le digo. “Todos se lo preguntan –dice Andre–. Bueno, mire
lo que es la vista.” “A Carl no le gustan los cambios –dice Melissa– y
sinceramente creo que, si se hubiese mudado, habría sido visto como un
reconocimiento de su culpa.” “Yo no lo vi así –dice Andre–, sólo me
gusta vivir aquí.” Las notas de prensa sugerían que la familia de su
esposa estaba totalmente en contra de él en aquel momento. “En realidad,
no –dice–. Había una excepción: una gran disputa por quién se quedaría
con los restos de Ana. Y se decidió en los tribunales que la familia
tuviera sus restos y estuviera a cargo de los arreglos para el entierro.
Yo firmé un documento donde renunciaba al patrimonio de Ana para que no
pensaran que me beneficiaba en algo con su muerte.” Con voz queda
añade: “Ana no tenía pelos en la lengua. Le decía a la gente lo que
pensaba, en el momento que lo pensaba, hasta el exceso”. Una buena
pareja para él, por lo tanto, dado que parece tan tranquilo.
“Bueno”.
Pausa. “Lamentablemente puedo ser vehemente e insoportable cuando estoy
muy borracho. Ana era peleadora por naturaleza. Y… oh”. Exhala un leve
suspiro. “Me dio una tunda más de una vez. Era todo un personaje.” ¿Se
preparó para la posibilidad de que lo hallaran culpable?, pregunto. “Yo…
¿Qué decir? Los presos están resignados a su destino. Siempre me atrajo
el taoísmo. La filosofía de los taoístas es que hay un camino verdadero
y nadie puede decirnos cuál es.” Conocer a Melissa en 1995 le cambió la
vida, dice. “No podía emborracharme todas las noches si estaba Melissa,
la persona que amo. Me di cuenta de que me avergonzaba a mí mismo y a
ella”.
Se miran uno al otro. “Cuando conocí a Melissa, no tardé
mucho en darme cuenta de que había encontrado mi lugar”, asegura.
Melissa sonríe. “Es un hombre inteligente”, acota.
(c) The Guardian y Clarín Traducción: Elisa Carnelli