La conflictiva relación de la industria con el arte aflora en dos muestras de Diseño Industrial Argentino en El MAMBA y en la UADE. Se exhiben unas 200 piezas de diseño de distintas épocas del país, muchas de ellas convertidas en objetos populares que dejaron huella en el imaginario colectivo.
No es frecuente que se exhiban objetos de diseño industrial en
un museo de arte. Menos aun si se trata exclusivamente de piezas de
diseño argentino, cuya historia se vincula estrechamente con nuestra
vida cotidiana y con la realidad del país. Por eso es tan significativo
que en este momento no una, sino simultáneamente dos muestras de diseño
industrial en espacios de exhibición de arte de Buenos Aires. Con
curaduría del arquitecto Ricardo Blanco y de Laura Buccelatto, en el
MAMBA se exhibe Diseño Industrial Argentino , una muestra de unas 80
piezas, de las cuales la mitad pertenecen a la colección permanente del
museo. A pocas cuadras, en UADE Art, Diseño Argentino Contemporáneo
reúne 150 objetos, también con curaduría de Blanco. La de UADE Art es en
rigor la muestra itinerante que se exhibió por primera vez en 2010,
acompañando la presencia argentina en la Feria del Libro de Frankfurt,
en el Museo de Artes Aplicadas de esa ciudad alemana. Además,
simultáneamente con la muestra del MAMBA, se presentó el lujoso libro
Diseño Industrial Argentino , en el que Blanco compendia un centenar de
objetos icónicos.
Ricardo Blanco, protagonista fundamental de
casi cinco décadas de diseño industrial en el país, que enhebra las dos
muestras y la publicación del libro, también fue quien introdujo la
disciplina en el MAMBA, a fines de los 90.
“Yo tenía algunas
piezas, aunque nunca fui un coleccionista, y como entendía que ese
patrimonio les podía interesar, lo propuse y me lo aceptaron” cuenta, y
agrega que exhibir este tipo de objetos en un museo de arte es algo
relativamente nuevo, con unos pocos antecedentes como el MoMa de Nueva
York. Como ocurre con cualquier manifestación de la cultura, la
“historia” del diseño industrial que se puede apreciar en esta colección
es también, inevitablemente, una historia del país en que esta
producción –tanto intelectual como material– tuvo lugar.
Defensor a
ultranza del “diseño de autor”, Blanco asegura que el diseño es para
él, en primer lugar, “lo que hacen los diseñadores”, y aclara que eso
que puede sonar a perogrullada o incluso a una visión elitista, en
realidad no lo es: a eso se debe que el libro esté ordenado por autores y
no por períodos históricos.
Luego, completa la definición del diseño
industrial como “el arte de lograr que un objeto útil sea también algo
bello”, a diferencia de lo que podría considerarse un diseño anónimo y
meramente utilitario. De allí que, tanto en la muestra del MAMBA como en
el libro, es posible leer una historia del talento individual que, en
diálogo permanente tanto con la industria como con otras disciplinas y
expresiones artísticas, engendró piezas de diseño a lo largo de los
años.
Mate Mateo, de Estudio Cherny-Demarco. |
De hecho, el producto más antiguo –y al mismo tiempo el más
célebre– de la muestra es el sillón BKF, un producto típico de la
actividad de las elites intelectuales y artísticas vernáculas en
contacto con sus pares de Europa.
Con su esqueleto de metal y funda de
cuero, esta pieza casi escultórica –que también forma parte de la
colección del MoMA de Nueva York– fue diseñada en 1938 por los
arquitectos Antonio Bonet (catalán), Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy
para equipar su no menos vanguardista edificio de atelieres en la
esquina de Paraguay y Suipacha, sin ninguna intención de hacer de él un
mueble de producción masiva, como ocurrió más tarde.
“Creo que el
éxito del BKF se debe a que significó un cambio de uso: el sentarse de
cualquier manera en una nueva arquitectura, y coincidió con la aparición
de un nuevo usuario compuesto por los jóvenes”, comenta Blanco, quien,
además, se cuestiona sin complejos si el BKF resulta cómodo para
sentarse. El mismo responde: “Frente a un objeto bello, el usuario se
esfuerza para aprovecharlo bien y lo ayuda a que funcione mejor”. Con lo
cual deja planteado, de paso, el interrogante sobre si el verdadero
diseño debe dar respuesta a las costumbres ya establecidas o, al revés,
proponer nuevos usos y estilos de vida para un mundo nuevo.
Algo
parecido ocurre con la silla W, creada en 1946 por César Janello. Blanco
explica que fue inspirada por el BKF, pero que se diferencia de éste
por el hecho de que su esqueleto está resuelto con “una sola pieza
continua de metal (en el BKF son dos) que va y viene, sin ninguna
soldadura”. Y explica que esto constituye “un acto de racionalidad mucho
mayor”.
Blanco, que fue alumno de Janello en la facultad, establece
también una relación de contemporaneidad entre este producto y la
corriente escultórica que por entonces empezaba a “trabajar con alambres
doblados”, de la que el santafecino Enio Iommi se convirtió poco
después en su máximo exponente. Es interesante recordar que Janello fue
uno de los arquitectos del puente de Figueroa Alcorta y Pueyrredón junto
a Silvio Grichener, quien diseñó en 1971 la calculadora de escritorio
Cifra, otro de los objetos exhibidos en el MAMBA.
Siempre atento a
los cruces entre disciplinas, Blanco toma distancia respecto de cierta
concepción ortodoxa del diseño industrial según la cual éste debería
ocuparse sólo de concebir productos para ser fabricados en serie y en
forma masiva. Recuerda sus viejas polémicas con otro de los pioneros: el
ingeniero, escritor y crítico de arte Basilio Uribe, que a principios
de los 60 trabajaba en la empresa de plásticos Plastiversal, donde
despachaba cantidades literalmente industriales de tapas de inodoro
inyectadas, y fue el gerente de Promoción del Instituto Nacional de
Tecnología Industrial (INTI).
Riguroso al extremo, a pesar de su
formación humanística, Uribe se animó a bajarle el pulgar nada menos que
a la célebre Lounge Chair 670, del británico Charles Eames, con el
argumento de que no era un diseño industrial cien por ciento porque
tenía… ¡dos soldaduras hechas a mano! Fue precisamente Uribe quien
organizó en 1963 la primera exposición internacional de diseño
industrial en la Argentina, y en la que, aunque el fuerte eran los
productos de los “países desarrollados”, como se los llamaba entonces,
también tuvo cabida por primera vez el diseño argentino. “Era un momento
en que se creía en la industria nacional y en la industrialización del
país. Esa visión marcó una manera de pensar el diseño en función de la
producción masiva que después, lamentablemente, no se hizo realidad”,
opina Blanco con la perspectiva histórica que brinda el medio siglo
transcurrido.
BKF 2000, 2001, de Juan Doberti y Carlos Rimoldi. |
Militantes modernos
Si
se parte de una concepción bien ortodoxa del diseño industrial como la
creación de productos que puedan ser fabricados en serie y en forma
masiva, el imaginario que rodea al acto de diseño remite a las
esperanzas puestas en el advenimiento de una nación moderna e
industrializada. Un ideal de progreso económico que, en el caso
argentino, casi siempre se pareció a ese espejismo del asfalto mojado en
la ruta: cercano y al mismo tiempo inalcanzable; o directamente lejano y
utópico, en las épocas más funestas: ¿cómo olvidar esa propaganda
oficial de los tiempos de Martínez de Hoz en la que un usuario sólo
podía sentarse cómodamente en una silla con el letrero “made in”?
Genocidio de la industria y también del diseño.
Cabe aclarar que
en la época de oro de la sustitución de importaciones, a mediados del
siglo XX, la industria nacional se había nutrido en general de diseños
extranjeros reproducidos con licencia, como las multiprocesadoras
Kenwood o las máquinas de escribir Olivetti, por citar dos casos
típicos. Fue recién durante los años 60 y 70 que existió en la Argentina
un gran desarrollo del diseño industrial que acompañó a la creciente
expansión del consumo. Aunque Blanco asegura que alcanzan los dedos de
una mano para contar las empresas que apostaron al diseño local (Siam,
Aurora, Noblex), es indudable que, durante una década y media, un puñado
de diseñadores pioneros tuvo la oportunidad de crear, con excelentes
resultados, productos de consumo masivo como electrodomésticos y
artefactos electrónicos de audio y televisión que quedaron grabados en
la memoria popular y hoy se pueden reencontrar en el MAMBA.
Así
fue como, en 1968, el talentoso y autodidacta Hugo Kogan diseñó para
Aurora el primer encendedor autónomo de cocinas, “sin pilas ni cable ni
piedra”, primero del mundo en su tipo, bautizado Magiclick y con
garantía por 104 años.
Su mecanismo se basaba en el impacto de dos
piezas cerámicas que ya era utilizado en Japón pero estaba incorporado
en las hornallas, según cuenta Kogan, y agrega que el éxito comercial
del producto fue tan grande que la empresa, para poder abastecer la
demanda, tuvo que abrir nuevas fábricas, incluso en el extranjero. Con
el tiempo, el producto sufrió modificaciones en su aspecto exterior a
cargo de otros diseñadores, como Carlos Garat y Héctor Compaired
(conocido como Kalondi en su faceta de humorista gráfico), y durante
varios años el Magiclick salió a la venta con forma de revólver,
reducido a su tamaño mínimo o con el caño de metal a la vista, aunque
sin alterar su principio de funcionamiento.
Por esos años, algunos
profesionales consiguieron imponer en las empresas el cargo inédito
hasta entonces de gerente o director de diseño, en igualdad de
condiciones con los responsables de las otras áreas. “En la concepción
de los productos era necesario interactuar con distintos sectores de la
empresa, como los de ingeniería, producción o comercialización, para
lograr proponer y desarrollar una idea estructural y estética que fuera
viable en todos los aspectos. Y esto hubiese sido muy difícil de
controlar en una vinculación free lance”, explica Roberto Nápoli, quien
tuvo esa función en Noblex. Para esa firma, creó en 1975 otro de los
grandes hitos del diseño nacional: el televisor portátil Micro 14, con
su innovadora carcasa de plástico envolvente, generada a partir de la
curvatura de la pantalla, que le daba un aspecto casi futurista para la
época.
Nápoli recuerda hasta qué punto debían remar contra la
corriente: “Eramos militantes de la modernidad y queríamos imponer un
diseño con una estética fuera de lo convencional. Por suerte, vivíamos
en un país con una población de buen nivel cultural, y muchos productos
de diseño avanzado llegaron a convertirse en objetos populares”, agrega.
Sillón Mooby, 2005, de Ernesto Quaglia y Claudia Koen. |
Con el Noblex Micro 14 sin duda se cumplió ese objetivo. Provisto con
una simple manija tipo maletín para poder transportarlo, miles de
argentinos lo encontraron ideal para llevarlo a la quinta los fines de
semana o en las vacaciones; preferentemente el de color rojo furioso, el
más vendido en un país que buscaba deshacerse de sus hábitos pacatos.
Blanco
observa que los diseñadores de esa época pueden ser clasificados por
especialidades: los de los “objetos”, como los recién mencionados, y los
de los “muebles”, entre quienes eran mayoría los arquitectos, cosa
bastante natural, ya que todos los grandes maestros de la arquitectura,
desde Le Corbusier hasta Clorindo Testa en la Argentina, incursionaron
en el diseño de mobiliario, y en especial en las sillas.
También
pertenecía a esa profesión Reinaldo Leiro, quien ideó en 1970 uno de los
muebles más emblemáticos de la modernidad argentina: el sillón Rolo,
con sus tres cilindros o rollos giratorios montados en un esqueleto
metálico (dos de asiento y uno de respaldo). Lúdico y minimalista, Rolo
se erigió en un producto absolutamente innovador; representante genuino
del espíritu de una época signada por el afán de vanguardismo y la
ruptura de las convenciones formales. “Rolo introdujo el caño cromado en
las casas de la gente joven, y desalojó con cierto desenfado el
ornamento clásico y las vetas de la madera en este tipo de objetos”,
asegura su autor.
Varios años antes, Leiro había fundado su
propia empresa fabricante de muebles, Buró, y así se convirtió en uno de
los primeros diseñadores industriales en apostar por la autoproducción
como la estrategia más eficaz para llegar con sus diseños al público.
Esto marcaba una diferencia respecto a quienes diseñaban para las
empresas, con o sin relación de dependencia, sin que les pasara por la
cabeza la posibilidad de convertirse en emprendedores de sus propios
productos. En definitiva, esa fue la opción que recién décadas más tarde
terminó por imponerse como casi la única posible en la Argentina, y que
de hecho asumieron también varios de los diseñadores más reconocidos
del mundo, como el inglés Tom Dixon o el francés Philippe Starck
(interiorista del hotel de Alan Faena en Puerto Madero).
“Nosotros
nos equivocamos, y toda América Latina se equivocó en creer que los
empresarios iban a usar a los diseñadores, como pasó en Italia. Después
tuvimos que ser los diseñadores los que tratamos de usar a la
industria”, reflexiona Blanco, que en 1973 diseñó para la firma Indumar
la muy sintética silla plegable Placa, resuelta íntegramente a partir de
la caladura o el troquel de una placa de madera. “Fue interesante como
desafío proyectual, porque en su posición de reposo o guardado volvía a
ser una placa”, explica. Pero la empresa que la producía también bajó la
persiana unos años más tarde, mientras que otras, en tiempos de
“apertura económica”, optaron por dejar de producir y reconvertirse en
importadoras. En definitiva, la historia del diseño industrial –o de los
diseñadores industriales– en la Argentina es también la de una tensión
entre el talento ávido de manifestarse y las circunstancias externas
que, a través del tiempo, les despejaron el camino o se lo sembraron de
piedras.
Televisión Barret, 1968, de Roberto Napoli.
Recuerdos del presente
Esto
se manifiesta también en la producción más reciente, la que encontró su
lugar bajo el sol después del apocalipsis de 2001, realizada por
profesionales jóvenes que, a diferencia de los pioneros, cuentan con un
título de diseñadores industriales y accedieron desde su formación a las
técnicas de diseño asistido por computadora (CAD) o modelización 3D.
Una nueva camada que tiene para aportar una mirada fresca e informal,
plasmada en productos que ya están dejando una huella en el imaginario
colectivo.
Un buen ejemplo de innovación material y tecnológica
sobre un tema tradicional es Mateo, el primer mate de silicona flexible.
Fue concebido por el estudio Cherny-Demarco en el contexto histórico de
una Argentina invadida por turistas extranjeros ávidos de productos
típicos, pero rápidamente conquistó también al usuario local joven, y
hoy se producen 7.000 unidades mensuales. Mateo es un mate liviano,
informal, económico, fácil de vaciar (se da vuelta como una media) y de
transportar; sus autores, Laura Cherny y Nicolás Demarco, explican que
la silicona “no fija hongos, es irrompible e indeformable, y mantiene la
temperatura de la bebida sin transmitir calor a la mano”.
Otro
producto del talento joven es el Washing Kart diseñado por Miki
Friedenbach, en este caso bajo la forma de servicio profesional a una
empresa. Se trata de un carrito aerodinámico de polietileno que contiene
todo lo necesario para el lavado de autos en los estacionamientos de
centros comerciales.
Su autor lo concibió en 2002 para la empresa de
lavado de autos ProntoWash, fundada un año antes en Buenos Aires, y
Blanco lo elogia como un “buen ejemplo de cómo inventar de la nada algo
que no existe, y que ahora se está exportando a todo el mundo”. Ambos
productos integran la colección permanente del MAMBA.
Otra
vertiente del diseño industrial cada vez más visible es la del
mobiliario urbano. Por caso, cientos de porteños posan cada día sus
asentaderas sobre los “BKF” de cemento en las plazoletas de la 9 de
Julio, las veredas de la avenida Bullrich y muchos otros sitios, sin
necesidad de conocer la reflexión sobre la propia historia del diseño
industrial que contiene este producto diseñado hace una década por Juan
Blas Doberti. Tantos otros interactúan en su vida cotidiana con las
creaciones del Estudio Cabeza, que ganó por concurso la realización del
equipamiento urbano para la Ciudad de Buenos Aires; desde las estaciones
del Metrobus –en una frontera lábil entre el diseño de objetos y la
arquitectura– hasta los diversos bancos instalados en Puerto Madero o en
la ciudad de Córdoba, innovadores por su imagen alejada de todo
estereotipo formal y sus múltiples posibilidades de uso. “Lo que
buscamos con estos elementos de descanso es que sean soportes neutros e
indeterminados para que el usuario elija su forma de uso y se los
apropie”, explica Diana Cabeza, titular del estudio.
En tanto, los
jóvenes e iconoclastas socios del estudio Bondi, Iván López Prystajko y
Eugenio Gómez Llambí, proponen una interesante combinación de usos,
significados y referencias cruzadas con su producto Hielos Argentinos,
que consiste en una cubetera que hace hielos con forma de Islas
Malvinas. Con su primera producción lista para lanzar al mercado, los
Bondi admiten que aún no ha decidido si prefieren que se venda en
supermercados o en tiendas de los museos de arte. Si es que consideramos
que ambos lugares son tan distintos, claro.
FICHA
Diseño Industrial Argentino
Lugar: MAMBA (Museo de Arte Moderno de Buenos Aires)
Av. San Juan 350
Fecha: hasta fin de mayo
Horario: martes a viernes, 11 a 19; sab, dom y feriados, 11 a 20
Entrada: $ 2
Diseño Argentino Contemporáneo
Lugar: UADE Art
Independencia 1183
Fecha: hasta el 20 de abril
Horario: lunes a viernes , 12 a 20
Entrada: gratis
Diseño Industrial Argentino
Lugar: MAMBA (Museo de Arte Moderno de Buenos Aires)
Av. San Juan 350
Fecha: hasta fin de mayo
Horario: martes a viernes, 11 a 19; sab, dom y feriados, 11 a 20
Entrada: $ 2
Diseño Argentino Contemporáneo
Lugar: UADE Art
Independencia 1183
Fecha: hasta el 20 de abril
Horario: lunes a viernes , 12 a 20
Entrada: gratis
Fuente: Revista Ñ Clarín