Cuando Lucian Freud yacía en su lecho de muerte, su hija Jane McAdam Freud hizo esculturas y bocetos de su padre. En momentos en que estas obras se exponen en el Museo Freud en Londres, la artista habla de la asombrosa relación que los unió. El hombre que marcó su vida.
Jane McAdam Freud observa una escultura de su padre, Lucian. Vista de un lado, está muerto; los ojos y la boca cerrados, serenos. Del otro lado, está despierto: los ojos penetrantes, la boca concentrada, el rostro animado. Desde el frente, tiene un aspecto feroz. Jane califica la escultura –para la que Lucian posó (o yació) mientras agonizaba– de tríptico. Es un trabajo bello, fresco, conmovedor, extraño.
Lucian posó por primera vez para su hija en 1991. En aquel entonces, Jane lo esculpió a él y él la esculpió a ella, y todo el tiempo se movieron con nerviosismo en torno a su modelo. Acababan de reencontrarse. Esta vez era diferente. Ella tenía el control de sí. Jane comenzó esos trabajos como una forma de hacer una crónica de la vida de su padre. Luego se convirtieron en un acto de recuerdo, pero nunca había considerado una exposición hasta que el conductor televisivo Jon Snow los vio y le dijo que sería egoísta mantenerlos alejados del público. De todos modos, su padre había dicho que terminarían por exponerse. “Me dijo: ‘Jane, conozco tu trabajo y es bueno, y todos los buenos trabajos se hacen públicos.’ Siempre hacía esos elogios ambiguos.” La exposición del Museo Freud (en homenaje a su bisabuelo, Sigmund) de Londres, consiste en retratos de una variedad de materiales: desde dibujos intimistas hasta monedas de cobre grabadas, desde impresiones en plastilina hasta ese tríptico gigante de terracota reflejado en un espejo.
Jane vive en una casa de aspecto modesto con su esposo y dos hijos adultos en la zona noroeste de Londres. Se entra a un ambiente que sorprende por lo espacioso y que da a un enorme estudio. Jane tiene algo que la hace querible de inmediato: es cálida y conversadora, graciosa y vulnerable, vertiginosa y simple: sería un gran personaje de Mike Leigh. Al igual que su padre, tiene cierto aire de ave de presa: rostro aguileño, penetrante mirada de halcón. En su escritorio hay una cita del reformador de la educación estadounidense Horace Mann: “Hay que avergonzarse de morir hasta que se haya ganado alguna victoria para la humanidad.” Sonríe. “No tiene que ser una gran victoria”, dice. “Basta con algo chico.” Desde la muerte de Lucian, Jane dedicó su trabajo a él, en buena medida como forma de explorar su relación, que sin duda fue asombrosa. Hasta que Jane cumplió ocho años, Lucian, de quien se sabe que engendró por lo menos catorce hijos, fue una parte muy importante de su vida. Fue una de los cuatro hijos de Lucian y Katherine McAdam, que se conocieron en el Central Saint Martins College of Art. El comienzo de su relación fue un clásico de Freud: Katherine había ganado el certamen de la alumna más bella de la institución de Londres, y Lucian pensó que tenía derecho a bailar con ella. Nunca se casaron, pero fue lo más cerca que llegó el pintor de tener una relación estable.
Katherine y sus cuatro hijos tenían una casa en Paddington, en el oeste de Londres, y Lucian vivía cerca. Siempre estaba presente. Cuando no lo estaba, los chicos pensaban que estaba en su estudio. A la pequeña Jane le parecía que todo estaba bien. Sus padres nunca discutieron, dice, pero hacia el final de su relación se hizo evidente que algo andaba mal.
Katherine, que era una artista talentosa, hizo carrera como diseñadora. Un día preparó las valijas sin previo aviso, se llevó a los chicos a Roehampton, en el sudoeste de Londres, y Jane no volvió a ver a su padre hasta que tuvo treinta y un años. “¡Veintitrés años!” exclama. Está perpleja. Vuelve a contar de ocho a treinta y uno. “Sí, veintitrés años.” Su madre eliminó el Freud del nombre familiar y les dijo a sus hijos que tenían que rehacer su vida. “Cuando nos mudamos, lloré y pataleé. No quería irme.” Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo cómo había sido su padre y por qué su madre había tomado una decisión tan drástica.
“Recuerdo que hablaba con mi madre de eso, de esas cosas complicadas, y ella era muy clara. Decía: “‘Sin duda era muy intenso, Jane. No podía vivir con él porque no me habría quedado nada de energía. Demasiado intenso.’” Por otra parte, también estaban las aventuras. Para su madre, la relación era monógama. Para Lucian, en absoluto. “Mi madre no pudo seguir soportándolo: los engaños, otras mujeres, otros hijos.” Durante muchos años se la conoció como Jane McAdam. Es simple, dice: negaba la parte Freud. Como Jane McAdam descubrió el arte, fue a St Martins, luego al Royal College of Art, hizo una maestría y tuvo becas en todo el mundo. En la actualidad tiene cincuenta y tres años, y sabía que quería ser artista desde los tres, cuando jugó por primera vez con agua en un arenero y descubrió la escultura (aunque no supiera que se llamaba así).
A su madre el nombre Freud le resultaba agobiante, no tanto por la relación con Lucian, que aún era un pintor poco conocido cuando se separaron, sino por Sigmund. Katherine quería que sus hijos vivieran la vida en sus propios términos. A medida que Jane tenía éxito, se fue convenciendo de que no necesitaba nada más. “Estaba ocupada con mi trabajo y mi éxito por derecho propio. No necesitaba nada más. Vivía por y para el arte.” ¿Entonces no pensó en su padre durante esos años? Me lanza una de sus intensas miradas freudianas. “Bueno, leía cada vez más sobre él en la prensa. Me sentía en medio de un torbellino.” ¿Por qué? “Porque era mi padre y nadie lo sabía. Vivir así era una tortura.” ¿Por qué quería que la gente lo supiera? “No quería eso, sino ser yo misma. Quería sentir quién era. Quería restablecer mi relación con él.” ¿Qué sentía? “Nostalgia, añoranza”, dice. Fantaseaba sobre su reencuentro. Se sentía incompleta, deshonesta, desconcertada.
Lucian no hizo ningún intento de contactarse con sus cuatro hijos a través de Katherine. Ellos tampoco trataron de comunicarse con él. Jane dice que la posibilidad de un rechazo la aterraba.
En 1991 se concedió a Jane el Freedom of the City of London por su trabajo. Para recibir el premio tuvo que presentar su partida de nacimiento, que no sólo documentaba su nombre completo, sino también el nombre y la ocupación de su padre. La consiguiente atención de la prensa fue una suerte de bendición ambigua. Lo raro fue que empezó a resultarle más difícil conseguir encargos y muestras. La gente que antes admiraba su trabajo empezó a dudar de ella, a pensar que en cierto modo estaba influenciada por su padre o que estaba aferrada a él. Por otro lado, la situación la llevó a abrazar su nueva identidad y a redescubrir a su padre.
Se reunieron a cenar. Jane estaba aterrada y no pudo comer nada. El se limitó a observarla. Ella lo adoraba, lo admiraba, pero pronto entendió a qué se refería su madre cuando hablaba de su intensidad. “La intensidad es algo fantástico, emocionante, pero se termina agotada.” ¿Su padre hablaba mucho? ¿Era demandante? No, dice: eran sus ojos, su mirada. “Eso consumía cada pulgada del otro. Una quedaba atrapada en esa mirada que cambiaba constantemente. Como hacía largas pausas en lo que decía, una se sentía a la espera.” ¿Cuándo tomó conciencia de esa mirada? “¡Siempre! Bueno, mis novios han sido reencarnaciones. Es la divina atracción del daño.” Después de esa primera reunión, le pidió que posara para ella, lo que llevó a un año de esculpirse mutuamente. ¿Se sentía enojada ante su abandono? “No. Soy una soñadora, y también una optimista. Philip Pullman dijo que tenemos la responsabilidad moral de ser más de un 50 por ciento positivos, y pienso que es verdad.” ¿Le preguntó cómo se sintió él ante la ausencia? “Se limitó a decir que no tenía una vida familiar.” Sonríe. Ambos pensamos en los catorce hijos. “Es un enigma, ¿verdad?” Lo gracioso, dice, es que ella piensa que le habría gustado establecerse con una sola mujer. “Creo que era muy vulnerable.” ¿En qué sentido? “No le gustaba despedirse. Es difícil estar con alguien que no quiere que nos vayamos. Eso fue algo que sentí mucho, sobre todo al acercarse el final. Por eso uno se sentía tan importante cuando estaba con él. Creo que la gente lo adoraba porque él necesitaba en verdad a los demás.” Se controla. “Pero uno cambia, ¿verdad? En un momento se necesita a los demás y al minuto siguiente ya no se los necesita.” Miramos el tríptico mientras hablamos. “Tiene algo de reptil”, dice. “Es como una cobra. Algo que muda de piel. No se lo puede encasillar. Se decide algo y luego se cambia de opinión.” Lo que le gusta de la escultura, señala, es que tiene un ojo abierto y otro cerrado, como él cuando pintaba.
El reencuentro con su padre le cambió la vida. Entre otras cosas, descubrió que tenía diez medios hermanos. La reunión también tuvo un efecto drástico en los hermanos de Jane, tres de los cuales decidieron cambiar de carrera y proclamaron que pasaban a ser artistas. Jane está orgullosa de lo que han hecho, pero considera que ella es la mejor. “Hacen falta miles de horas para entender quién se es, que se está haciendo y cuál es el eje del propio trabajo.” Es extraño, dice, descubrir cuántas cosas tenían en común ella y su padre: la mirada, la forma en que cerraban los puños, sobre todo cuando caminaban. ¿Y como artistas? Reflexiona y recuerda que cuando se le preguntaba a Lucian qué relación tenían sus retratos con las personas retratadas, éste contestaba: “Son ellas”. Jane comparte ese deseo de abrazar la realidad.
En 2001 se le encargó a Jane la creación de un retrato en forma de medalla. “Le pregunté si podía hacer uno suyo. Me contestó: ‘Van a pensar que soy un vanidoso. Sería mejor hacerlo más adelante, cuando tenga sentido como memento mori.’ Yo no pensaba que fuera sobre él, sino nosotros dos y el vínculo.” En 2011, cuando agonizaba, por fin aceptó. Mientras trabajaba, hablaron de sus vidas, la pasada y la presente, la que hicieron juntos y la que llevaron separados.
Saca su caja de los tesoros y me muestra su contenido: un recorte de diario de su madre cuando era una estudiante, sus abuelos (el hijo de Sigmund y su esposa), cartas de su padre con su característica escritura infantil. Vuelve a guardar todo con amor y timidez. Luego dice que le gustaría mostrarme algo muy especial: fotos de Lucian tomadas unos días antes de su muerte: demacrado, barbudo, parecido a Cristo, no muy diferente de la máscara mortuoria de Turner.
Fue apenas unos meses antes de su muerte, en julio, que Jane se puso a trabajar y reprodujo imágenes de su padre en una serie de formas. Le complace que todo ese trabajo se haya convertido en una muestra, pero insiste en que nunca lo planeó. “No pensaba en exponer. Era un trabajo privado, parte del proceso del duelo.” Sí, se siente orgullosa, pero sabe que fue un mecanismo de defensa. Por otra parte, al conocer a su padre se conoció mejor a sí misma. Cuando murió, sintió que se había caído un gran árbol. A través de ese proyecto ha logrado darle sentido. “Trabajé para ayudarme”, dice.
© The Guardian, 2012.
Traducción de Joaquín Ibarburu
Fuente: Revista Ñ Clarín
Lucian posó por primera vez para su hija en 1991. En aquel entonces, Jane lo esculpió a él y él la esculpió a ella, y todo el tiempo se movieron con nerviosismo en torno a su modelo. Acababan de reencontrarse. Esta vez era diferente. Ella tenía el control de sí. Jane comenzó esos trabajos como una forma de hacer una crónica de la vida de su padre. Luego se convirtieron en un acto de recuerdo, pero nunca había considerado una exposición hasta que el conductor televisivo Jon Snow los vio y le dijo que sería egoísta mantenerlos alejados del público. De todos modos, su padre había dicho que terminarían por exponerse. “Me dijo: ‘Jane, conozco tu trabajo y es bueno, y todos los buenos trabajos se hacen públicos.’ Siempre hacía esos elogios ambiguos.” La exposición del Museo Freud (en homenaje a su bisabuelo, Sigmund) de Londres, consiste en retratos de una variedad de materiales: desde dibujos intimistas hasta monedas de cobre grabadas, desde impresiones en plastilina hasta ese tríptico gigante de terracota reflejado en un espejo.
Jane vive en una casa de aspecto modesto con su esposo y dos hijos adultos en la zona noroeste de Londres. Se entra a un ambiente que sorprende por lo espacioso y que da a un enorme estudio. Jane tiene algo que la hace querible de inmediato: es cálida y conversadora, graciosa y vulnerable, vertiginosa y simple: sería un gran personaje de Mike Leigh. Al igual que su padre, tiene cierto aire de ave de presa: rostro aguileño, penetrante mirada de halcón. En su escritorio hay una cita del reformador de la educación estadounidense Horace Mann: “Hay que avergonzarse de morir hasta que se haya ganado alguna victoria para la humanidad.” Sonríe. “No tiene que ser una gran victoria”, dice. “Basta con algo chico.” Desde la muerte de Lucian, Jane dedicó su trabajo a él, en buena medida como forma de explorar su relación, que sin duda fue asombrosa. Hasta que Jane cumplió ocho años, Lucian, de quien se sabe que engendró por lo menos catorce hijos, fue una parte muy importante de su vida. Fue una de los cuatro hijos de Lucian y Katherine McAdam, que se conocieron en el Central Saint Martins College of Art. El comienzo de su relación fue un clásico de Freud: Katherine había ganado el certamen de la alumna más bella de la institución de Londres, y Lucian pensó que tenía derecho a bailar con ella. Nunca se casaron, pero fue lo más cerca que llegó el pintor de tener una relación estable.
Katherine y sus cuatro hijos tenían una casa en Paddington, en el oeste de Londres, y Lucian vivía cerca. Siempre estaba presente. Cuando no lo estaba, los chicos pensaban que estaba en su estudio. A la pequeña Jane le parecía que todo estaba bien. Sus padres nunca discutieron, dice, pero hacia el final de su relación se hizo evidente que algo andaba mal.
Katherine, que era una artista talentosa, hizo carrera como diseñadora. Un día preparó las valijas sin previo aviso, se llevó a los chicos a Roehampton, en el sudoeste de Londres, y Jane no volvió a ver a su padre hasta que tuvo treinta y un años. “¡Veintitrés años!” exclama. Está perpleja. Vuelve a contar de ocho a treinta y uno. “Sí, veintitrés años.” Su madre eliminó el Freud del nombre familiar y les dijo a sus hijos que tenían que rehacer su vida. “Cuando nos mudamos, lloré y pataleé. No quería irme.” Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo cómo había sido su padre y por qué su madre había tomado una decisión tan drástica.
“Recuerdo que hablaba con mi madre de eso, de esas cosas complicadas, y ella era muy clara. Decía: “‘Sin duda era muy intenso, Jane. No podía vivir con él porque no me habría quedado nada de energía. Demasiado intenso.’” Por otra parte, también estaban las aventuras. Para su madre, la relación era monógama. Para Lucian, en absoluto. “Mi madre no pudo seguir soportándolo: los engaños, otras mujeres, otros hijos.” Durante muchos años se la conoció como Jane McAdam. Es simple, dice: negaba la parte Freud. Como Jane McAdam descubrió el arte, fue a St Martins, luego al Royal College of Art, hizo una maestría y tuvo becas en todo el mundo. En la actualidad tiene cincuenta y tres años, y sabía que quería ser artista desde los tres, cuando jugó por primera vez con agua en un arenero y descubrió la escultura (aunque no supiera que se llamaba así).
A su madre el nombre Freud le resultaba agobiante, no tanto por la relación con Lucian, que aún era un pintor poco conocido cuando se separaron, sino por Sigmund. Katherine quería que sus hijos vivieran la vida en sus propios términos. A medida que Jane tenía éxito, se fue convenciendo de que no necesitaba nada más. “Estaba ocupada con mi trabajo y mi éxito por derecho propio. No necesitaba nada más. Vivía por y para el arte.” ¿Entonces no pensó en su padre durante esos años? Me lanza una de sus intensas miradas freudianas. “Bueno, leía cada vez más sobre él en la prensa. Me sentía en medio de un torbellino.” ¿Por qué? “Porque era mi padre y nadie lo sabía. Vivir así era una tortura.” ¿Por qué quería que la gente lo supiera? “No quería eso, sino ser yo misma. Quería sentir quién era. Quería restablecer mi relación con él.” ¿Qué sentía? “Nostalgia, añoranza”, dice. Fantaseaba sobre su reencuentro. Se sentía incompleta, deshonesta, desconcertada.
Lucian no hizo ningún intento de contactarse con sus cuatro hijos a través de Katherine. Ellos tampoco trataron de comunicarse con él. Jane dice que la posibilidad de un rechazo la aterraba.
En 1991 se concedió a Jane el Freedom of the City of London por su trabajo. Para recibir el premio tuvo que presentar su partida de nacimiento, que no sólo documentaba su nombre completo, sino también el nombre y la ocupación de su padre. La consiguiente atención de la prensa fue una suerte de bendición ambigua. Lo raro fue que empezó a resultarle más difícil conseguir encargos y muestras. La gente que antes admiraba su trabajo empezó a dudar de ella, a pensar que en cierto modo estaba influenciada por su padre o que estaba aferrada a él. Por otro lado, la situación la llevó a abrazar su nueva identidad y a redescubrir a su padre.
Se reunieron a cenar. Jane estaba aterrada y no pudo comer nada. El se limitó a observarla. Ella lo adoraba, lo admiraba, pero pronto entendió a qué se refería su madre cuando hablaba de su intensidad. “La intensidad es algo fantástico, emocionante, pero se termina agotada.” ¿Su padre hablaba mucho? ¿Era demandante? No, dice: eran sus ojos, su mirada. “Eso consumía cada pulgada del otro. Una quedaba atrapada en esa mirada que cambiaba constantemente. Como hacía largas pausas en lo que decía, una se sentía a la espera.” ¿Cuándo tomó conciencia de esa mirada? “¡Siempre! Bueno, mis novios han sido reencarnaciones. Es la divina atracción del daño.” Después de esa primera reunión, le pidió que posara para ella, lo que llevó a un año de esculpirse mutuamente. ¿Se sentía enojada ante su abandono? “No. Soy una soñadora, y también una optimista. Philip Pullman dijo que tenemos la responsabilidad moral de ser más de un 50 por ciento positivos, y pienso que es verdad.” ¿Le preguntó cómo se sintió él ante la ausencia? “Se limitó a decir que no tenía una vida familiar.” Sonríe. Ambos pensamos en los catorce hijos. “Es un enigma, ¿verdad?” Lo gracioso, dice, es que ella piensa que le habría gustado establecerse con una sola mujer. “Creo que era muy vulnerable.” ¿En qué sentido? “No le gustaba despedirse. Es difícil estar con alguien que no quiere que nos vayamos. Eso fue algo que sentí mucho, sobre todo al acercarse el final. Por eso uno se sentía tan importante cuando estaba con él. Creo que la gente lo adoraba porque él necesitaba en verdad a los demás.” Se controla. “Pero uno cambia, ¿verdad? En un momento se necesita a los demás y al minuto siguiente ya no se los necesita.” Miramos el tríptico mientras hablamos. “Tiene algo de reptil”, dice. “Es como una cobra. Algo que muda de piel. No se lo puede encasillar. Se decide algo y luego se cambia de opinión.” Lo que le gusta de la escultura, señala, es que tiene un ojo abierto y otro cerrado, como él cuando pintaba.
El reencuentro con su padre le cambió la vida. Entre otras cosas, descubrió que tenía diez medios hermanos. La reunión también tuvo un efecto drástico en los hermanos de Jane, tres de los cuales decidieron cambiar de carrera y proclamaron que pasaban a ser artistas. Jane está orgullosa de lo que han hecho, pero considera que ella es la mejor. “Hacen falta miles de horas para entender quién se es, que se está haciendo y cuál es el eje del propio trabajo.” Es extraño, dice, descubrir cuántas cosas tenían en común ella y su padre: la mirada, la forma en que cerraban los puños, sobre todo cuando caminaban. ¿Y como artistas? Reflexiona y recuerda que cuando se le preguntaba a Lucian qué relación tenían sus retratos con las personas retratadas, éste contestaba: “Son ellas”. Jane comparte ese deseo de abrazar la realidad.
En 2001 se le encargó a Jane la creación de un retrato en forma de medalla. “Le pregunté si podía hacer uno suyo. Me contestó: ‘Van a pensar que soy un vanidoso. Sería mejor hacerlo más adelante, cuando tenga sentido como memento mori.’ Yo no pensaba que fuera sobre él, sino nosotros dos y el vínculo.” En 2011, cuando agonizaba, por fin aceptó. Mientras trabajaba, hablaron de sus vidas, la pasada y la presente, la que hicieron juntos y la que llevaron separados.
Saca su caja de los tesoros y me muestra su contenido: un recorte de diario de su madre cuando era una estudiante, sus abuelos (el hijo de Sigmund y su esposa), cartas de su padre con su característica escritura infantil. Vuelve a guardar todo con amor y timidez. Luego dice que le gustaría mostrarme algo muy especial: fotos de Lucian tomadas unos días antes de su muerte: demacrado, barbudo, parecido a Cristo, no muy diferente de la máscara mortuoria de Turner.
Fue apenas unos meses antes de su muerte, en julio, que Jane se puso a trabajar y reprodujo imágenes de su padre en una serie de formas. Le complace que todo ese trabajo se haya convertido en una muestra, pero insiste en que nunca lo planeó. “No pensaba en exponer. Era un trabajo privado, parte del proceso del duelo.” Sí, se siente orgullosa, pero sabe que fue un mecanismo de defensa. Por otra parte, al conocer a su padre se conoció mejor a sí misma. Cuando murió, sintió que se había caído un gran árbol. A través de ese proyecto ha logrado darle sentido. “Trabajé para ayudarme”, dice.
© The Guardian, 2012.
Traducción de Joaquín Ibarburu
Fuente: Revista Ñ Clarín