Siempre es interesante –y, en ocasiones, hasta importante– tener
un profundo conocimiento de la vida de un compositor, pero no es
esencial para entender sus trabajos. En el caso de Beethoven, no hay que
olvidar que en 1802, el año en que contempló suicidarse –como escribió
en una carta que no envió a sus hermanos y que llegó a conocerse como el
“Testamento de Heiligenstadt”, también compuso la Segunda Sinfonía, uno
de sus trabajos de espíritu más positivo, lo que nos demuestra que es
vital separar su música de su biografía personal y no mezclar ambas
cosas.
Por lo tanto, no apuntaré aquí a proporcionar un elaborado
estudio psicológico de Beethoven el hombre a través de un análisis de
sus obras o viceversa. En realidad, si bien el centro de este ensayo
será la música de Beethoven, debe entenderse que no se puede explicar la
naturaleza del mensaje de la música por medio de palabras. La música
significa cosas diferentes para diferentes personas, y a veces hasta
cosas diferentes para la misma persona en diferentes momentos de su
vida. Podría ser poética, filosófica, sensorial o matemática, pero en
todos los casos debe, en mi opinión, relacionarse con el alma del ser
humano. De ahí que sea metafísica; pero el medio de expresión es pura y
exclusivamente físico: el sonido. Pienso que es precisamente en esa
coexistencia permanente del mensaje metafísico a través de medios
físicos donde reside la fuerza de la música. Es también la razón por la
cual, cuando tratamos de describir música con palabras, todo lo que
podemos hacer es articular nuestras reacciones, pero no plasmar la
música en sí.
La importancia musical de Beethoven es algo que ha
definido sobre todo el carácter revolucionario de sus composiciones.
Beethoven liberó la música de las convenciones de armonía y estructura
que habían prevalecido hasta ese momento. A veces siento en sus últimos
trabajos la voluntad de romper con todos los signos de continuidad. La
música es abrupta y aparentemente inconexa, como en el caso de la última
sonata para piano (Op. 111). En cuanto a expresión musical, no se
sintió limitado por el peso de la convención. Era un librepensador en
todo sentido, y un librepensador valiente, y el coraje me resulta una
cualidad esencial para la comprensión –y la interpretación– de sus
obras.
Esa actitud valiente, de hecho, se convierte en una
exigencia para los intérpretes de la música de Beethoven. Sus
composiciones exigen al intérprete dar muestras de valor, por ejemplo en
el uso de la dinámica. El hábito de Beethoven de subir el volumen con
un intenso crescendo y luego seguir de forma abrupta con un pasaje
suave (un “súbito piano”) era algo que rara vez habían usado los
compositores que lo precedieron. En otras palabras, Beethoven le pide al intérprete que muestre valor,
que no tema llegar al borde del precipicio, y lo obliga, por lo tanto, a
encontrar la “línea de mayor resistencia”, una frase que acuñó el gran
pianista Artur Schnabel.
Beethoven era un hombre profundamente
político en el más amplio sentido de la palabra. No le interesaba la
política cotidiana, sino las cuestiones de conducta moral y las
preguntas mayores sobre cómo el bien y el mal afectan a la sociedad en
su conjunto. Especial importancia revestía su opinión sobre la libertad,
la cual se relacionaba para él con los derechos y responsabilidades
del individuo: defendía las libertades de pensamiento y de expresión.
Beethoven
no habría comulgado con el punto de vista tan difundido en la
actualidad de la libertad como algo esencialmente económico, necesario
para el funcionamiento de la economía de mercado. Un ejemplo bastante
reciente de la definición económica de la libertad puede hallarse en “La
estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos de América”, un
documento que dio a conocer el presidente George W. Bush el 17 de
septiembre de 2002, que define la relación de los Estados Unidos con el
resto del mundo. Establece que el objetivo de los Estados Unidos, en su
condición de país más poderoso del planeta, es “extender los beneficios
de la libertad a todo el mundo. Si se puede hacer algo que otros
valoran, hay que poder vendérselo. Si otros hacen algo que nosotros
valoramos, debemos poder comprárselo. Esa es la verdadera libertad, la
libertad de una persona –o de un país– de ganarse la vida.” Con
demasiada frecuencia suele considerarse que la música de Beethoven es
exclusivamente dramática, que expresa una lucha titánica. En ese
sentido, las sinfonías Heroica y Quinta representan sólo un plano de su
trabajo. También hay que apreciar, por ejemplo, su Sinfonía Pastoral. Su
música es tanto introvertida como extrovertida, y una y otra vez
yuxtapone esas cualidades.
La única característica humana que no está presente en su música es la superficialidad.
Tampoco puede caracterizársela de tímida o bonita. Al contrario,
incluso cuando es íntima, como en el Concierto para Piano Nº 4 y la
Sinfonía Pastoral, tiene un elemento de grandeza; y cuando es grande es,
al mismo tiempo, intensamente personal. Un ejemplo evidente de ello es
la Novena Sinfonía.
En mi opinión, Beethoven pudo alcanzar en su
música un perfecto equilibrio entre presión vertical –la presión del
dominio de la forma musical del compositor– y el flujo horizontal:
siempre combina factores verticales, como armonía, tono, acentos o
tempo, todo lo cual se relaciona con un sentido del rigor, con un gran
sentido de libertad y fluidez. La cuestión de los extremos y del
equilibrio, supongo, debe haber sido en él una preocupación consciente.
Se
encuentra una expresión de eso en Fidelio, por ejemplo. La composición
contiene un movimiento constante entre polos opuestos: de la luz a la
oscuridad, de lo negativo a lo positivo, entre lo que se desarrolla
arriba, en la superficie, y lo que transcurre bajo tierra. Así como era
incapaz de escribir algo superficial –o sólo lindo– era también incapaz
de –o no estaba dispuesto a– escribir nada que representara lo que fuera
fundamental y exclusivamente malo. Hasta un personaje como Pizarro, el
gobernador de la cárcel en Fidelio, puede entenderse como una
personificación de la corrupción y la opresión, pero no de la maldad.
La
música de Beethoven tiende a pasar del caos al orden (como en la
introducción de la Cuarta Sinfonía), como si el orden fuera un
imperativo de la existencia humana. El orden no deriva para él del
olvido o la ignorancia de los problemas que acosan nuestra existencia.
El orden es un acontecimiento necesario, una mejora que podría llevar al
ideal griego de la catarsis. No es casual que la Marcha Fúnebre no sea
el último movimiento de la Sinfonía Heroica sino el segundo, de modo tal
que el sufrimiento no tenga la última palabra. Podría resumirse buena
parte de la obra de Beethoven diciendo que el sufrimiento es inevitable,
pero que el coraje de combatirlo hace que la vida valga la pena.
La música como promesa
Por Federico Monjeau
Barenboim es un hombre engañosamente simple, que suele emplear
imágenes sencillas para los temas más espinosos. Su señalamiento de que
las ocurrencias de suicidio coincidieron en Beethoven con la
composición de una obra relativamente placentera como la Segunda
sinfonía busca separar de un solo golpe las esferas del hombre y de la
obra; detrás de ese sencillo ejemplo está la idea de que la expresión de
la música no coincide con la expresión de una psicología individual, de
la psicología de tal o cual autor, y que en toda gran música hay una
expresión supraindividual. Barenboim califica esa expresión de
“metafísica” e intraducible. Nuestro músico está inmerso en una
tradición estética que remonta a Schopenhauer, quien postulaba que la
música (como la forma de objetivación más elevada de “la voluntad”) era
una especie de mundo duplicado. Duplicado y un poco mejorado, agregó un
siglo después el filósofo Th. W. Adorno, para quien la música era, en su
extraordinaria forma de un lenguaje sin palabras y a la vez tan pleno
de sentido, una promesa de felicidad. A esa idea de la música como
promesa vuelve en Barenboim sobre el final de este artículo con otro
ejemplo de sencillez acerca de la posición de la Marcha fúnebre en la
Sinfonía Heroica de Beethoven, de modo que el sufrimiento no tenga la
última palabra. La música no dice nada en particular sobre el mundo,
pero sin embargo dice mucho en general y puede adquirir la forma de una
máxima utopía. Algo de esto seguramente está en la base de esa otra gran
utopía artística de Barenboim: su propia orquesta árabe-israelí. Como
dijo en una ocasión: “Chinos, europeos, judíos, musulmanes, todos somos
iguales frente a la Quinta sinfonía de Beethoven”.
Fuente: clarin.com