RECUERDOS DE UN DANDY
QUE SE CONVIRTIÓ EN EL "DUCHAMP ARGENTINO"


Federico Peralta Ramos ganó la beca Guggenheim, se la gastó en una fiesta con amigos y mandó la cuenta como manifiesto. El 30 de agosto se cumplieron veinticuatro años de su muerte.
     PERALTA RAMOS. En 1981, frente a la cámara de Eduardo Grossman.


Mauro Libertella


Evocarlo a partir de una sucesión alocada de anécdotas, mezcla de biografía fáctica y mitificación delirante, podría sonar injusto frente a cualquier artista plástico —podría, digamos, parecer un ninguneo a su obra—, pero no lo es si hablamos de Federico Peralta Ramos; su vida, como la de nadie, fue una obra con mayúsculas. Eso quiso él: lo expresó miles de veces (“Creo que la aventura del artista es el desarrollo de la personalidad”) y fue haciendo de la vida un arte todos los días, como un orfebre, con la audacia del vanguardista y la paciencia del que sabe que el futuro o la posteridad serán suyos. Ahora que se cumplen veinte años de su muerte, reponer su vida es recuperar su mayor creación.
Nacido en Mar del Plata en 1939, fue quizás el nervio central de la implosión neovanguardista del arte argentino de los sesenta. Sobre su cuerpo convergieron con naturalidad muchas de las líneas centrales que venían sedimentándose desde la Europa de principios de siglo. En una década iconoclasta y desprejuiciada, Peralta Ramos decía: “Pinté sin saber pintar, escribí sin saber escribir, canté sin saber cantar”. La máxima, usurpada al azar de su vasto repertorio, es una enseñanza punk antes del punk y se resume en el lema “cualquiera puede hacerlo”. Y como cualquiera puede hacer cualquier cosa, Peralta Ramos las hizo todas.
Repasemos postales clásicas. En 1967 compró un toro premiado en la Exposición Rural Argentina para exponerlo en el hall de entrada del Instituo di Tella. No tenía un centavo, y lo internaron en un neuropisquiátrico para eludir el juicio. ¿qué hizo ahí adentro? Fundó el Festival del Mate Cocido con los internos. Unos años antes, en el 64, cuando preparaba una exposición en la Galería Witcomb vio que las puertas eran demasiado estrechas y obturaban el paso a su obra. Cortar por lo sano: agarró un serrucho y partió las obras en dos. Un par de veces, en el 72 y en el 86, se puso a si mismo como único objeto artístico de una muestra. En el 65 ganó uno de sus primeros premios con un huevo de cuatro metros estructurado con madera y yeso, que se convirtió en un ícono del Di Tella aunque pocos lo vieron, porque se empezó a romper a minutos de ser presentado. Hablando de huevos, dicen que su pelea definitiva con Marta Minujin, que rompió la relación, fue por quién comía más huevos duros en los pasillos de la Galeria del Este. La manzana loca, por supuesto, fue su ecosistema, su enorme palacio en llamas: el Florida Garden, Plaza San Martín, Corrientes, Maipú. el centro del mundo.
Su intervención más memorable fue seguramente aquella vez en que le concedieron la prestigiosa Beca Guggenheim de los Estados Unidos y él la dinamitó en una cena gloriosa en el Hotel Alvear. Los afortunados comensales fueron 25 amigos del núcleo duro, y Peralta Ramos se encargó de que todos estuvieran perfectamente vestidos y borrachos. Cuando el rumor llegó a Estados Unidos le pidieron que devolviera el dinero, y el replicó con una carta que, a la distancia, se deja leer como un testamento artístico. Ahí dice, por ejemplo: “Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestaciones es la convicción de que la vida es una obra de arte, por lo que en vez de ‘pintar’ una comida, di una comida. Mi filosofía consiste en la frase ‘ser en el mundo’”.
El convite se tituló, de modo elocuente, La última cena y fue el final de algo y el principio de otra cosa, mucho más grande; a partir de entonces, Peralta Ramos se convertiría del todo en un artista conceptual, en un dadaista de la pampa salvaje.
Según la crítica de arte Maria Gainza, “una suerte de Marcel Duchamp porteño, Federico hizo del gesto artístico su marca registrada. Intuitivo hasta la médula, presintió las posibilidades de un arte conceptual bien antes de que este tomara forma, y no se cansó de señalar que el arte, tarde o temprano, se disolvería en la vida social. Ya en sus primeras pinturas, cuando aún se apegaba al objeto, el acto de protesta contra todo lo sagrado de la obra de arte estaba instaurado.
En el 2003 el MAMBA hizo una retrospectiva de su obra. Fue un gesto reivindicativo, pero faltaba el “gordo”. Dicen que era un conversador extraordinario, un tipo impredecible y entrañable, una de esas presencias que te cambian la vida. Queda en la memoria de una época que él mismo se encargo de forjar; una época que por él y algunos más se fue erigiendo a las alturas de lo dorado. “Hay que cambiar la vida” gritaba Rimbaud. Un siglo después, un tipo tomó esa posta en Buenos Aires y la hizo realidad.





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