El Colegio St. George de Quilmes guarda en su campus
una hermosa capilla centenaria, un pabellón escolar digno de cualquier
condado y una idea de conjunto que es una alegría encontrar preservada.
Si un
país como el nuestro es un palimpsesto, una hoja escrita y vuelta
escribir hasta que el texto final es una superposición de palabras,
gestos e ideas, el lector atento lo podrá entender si mira los detalles.
Como un país es más que una hoja o un texto, también son los edificios y
los lugares construidos los que funcionan como palabras. La suerte
argentina es tener tantas de estas buenas palabras en lenguas de
polacos, de gallegos e italianos, de alemanes y judíos, de franceses. Y
también de los que participaron de lo que Andrew Graham-Yooll llamó “la
colonia olvidada”.
En este siglo XXI, parece un sueño que en Argentina hubiera una
colonia británica que fue enorme, influyente y cotidiana. Además del
ferrocarril, los servicios públicos, la carne y los seguros, y la tan
condenada influencia política, estos ingleses, escoceses, galeses e
irlandeses vivieron entre nosotros. Por eso nuestro mapa está marcado de
nombres –Claypole como Wilde, Hudson y Trevellyn, por no hablar del
célebre por mal pronunciado James Craig– y por eso jugamos a tantos
deportes que son, ellos también, ingleses.
Y por eso es costumbre aquí que una estación de trenes tenga el
techo a dos aguas agudas, el muro de ladrillo, la galería de maderas
tramadas y un aire eduardiano o victoriano. Y también que una terminal
comparta, como las de Retiro, la variante clasicista a la inglesa,
claramente reconocible para un argentino en cualquier parte del viejo
imperio, de Johannesburgo a Sydney, de Alberta a Bombay.
Menos conocidos son ciertos artefactos arquitectónicos que se
construyeron en los suburbios o en el campo, y que servían a comunidades
discretas. Estos edificios no eran en rigor públicos sino pensados para
sostener una identidad o formarla, y por eso eligieron un lenguaje
profundamente vernacular, de lo más inglés posible. En Quilmes, en un
sector que fue campo abierto y hasta hace poco era suburbio hacia la
costa, se alza perfectamente conservado uno de esos conjuntos, el que
forma el Colegio Saint George. Son unas cuantas hectáreas ahora rodeadas
de casas, más verde, canchas y árboles que otra cosa, con una notable
colección de edificios que van cubriendo el siglo XX y sus estilos. Y
con un conjunto de edificios realmente únicos en Argentina.
El St. George arranca en 1898 por una necesidad muy simple de tanto
estanciero, chacarero, ferroviario y comerciante inglés desparramado por
el enorme país de los argentinos, el que hablaba castellano y era
católico. La idea era tener una escuela que formara ingleses en su
cultura y en su religión, un internado que evitara la angustia de mandar
a los chicos a Gran Bretaña para verlos años después, como ocurría en
la India imperial. El canon Stevenson, que ya dirigía la iglesia
anglicana de Quilmes, arrancó con la idea en una quinta de ingleses.
Con lo que en 1898 empieza lo que llaman allá una escuela “pública”
que, perversamente, es en realidad privada. La explicación es simple,
porque esas escuelas en el Renacimiento eran públicas en el sentido de
no ser canónicas, no estar afiliadas a una parroquia y enseñar algo más
que teología. En el St. George de hoy se preservan algunos de los muy
modestos y encantadores edificios de este comienzo, unas casitas que
servían de servicios a la quinta original –perdida en un incendio– o se
construyeron para alojar a los primeros alumnos.
Estas casitas son un ejemplo de integración de vernaculares muy
típica. Así como existe un estilo español colonial y un francés de las
Antillas, existe un estilo inglés “tropical”, el que toma materiales
locales, piensa en el clima reinante y da lugar a inventos como la casa
de campo australiana, con sus galerías panzonas, y a un neotudor de
ventanas grandes, que te salven de la asfixia. Las casas más viejas que
adornan el St. George son claramente inglesas y criollas, y uno se queda
pensando si la mixtura salió así por la mezcla de diseñadores y
constructores, o fue pensada de antemano. Como sea, son un encanto.
Ahí nomás está el lugar más querido del colegio, la capilla
inaugurada en abril de 1914, originalmente anglicana y hoy simplemente
cristiana. Los primeros alumnos del colegio iban a misa en Quilmes,
donde el director Stevenson era también pastor. Para 1906, los servicios
se improvisaban en el colegio mismo, pero la idea de tener capilla
propia iba creciendo y en 1913 Stevenson logró poner la piedra
fundamental de la capilla. Todavía se comenta lo que costó juntar los
fondos en un país donde no existía –¿no existe?– la tradición de donar
para este tipo de cosas. La cosa es que en abril de 1914 se consagraba
el lugar.
Lo que construyó Stevenson es una pequeña iglesia con espacio para
180 personas, en planta de cruz latina y en un estilo gótico muy inglés,
muy tradicional y muy tranquilo. El edificio tiene un garbo muy
superior a su tamaño real gracias al maduro truco de perspectivas que
crean los techos atiplados. La fachada se proyecta en un ángulo
pronunciado y logra una altura suficiente para sostener tres ventanales
altos y góticos. La nave central se alza también altísima por seguir el
ángulo cerrado de la cumbrera, con lo que uno se encuentra con metros y
metros de buena madera allá arriba y, en el exterior, un rotundo techo
de tejas viejas, maceradas por el tiempo.
El frente tiene una entrada proyectada, un pórtico para salirse de
la lluvia muy apto para el clima británico y sostenido ya por la
necesidad de la tradición arquitectónica. Pero lo que le da real gracia a
la capilla, lo que la salva de parecer una casa bien hecha adaptada a
un nuevo uso, es la torre del reloj donada posteriormente por los
hermanos Agar. La torre tiene una rara ochava rotada, que le da
movimiento al conjunto y crea una rotunda asimetría en el frente.
Además, no hay manera de no encantarse con el remate con almenas, allá
arriba del reloj. Que, dicho sea de paso, funciona perfectamente.
Las naves laterales que forman la cruz salen con solvencia del
cuerpo principal por otro recurso afiladísimo del vernacular inglés. De
muros de idéntica altura al cuerpo principal, los laterales tienen la
cumbrera un buen par de metros por debajo, con lo que ni compiten ni
crean problemas estructurales de fondo. Es un caso más de la capacidad
infinita de aceptar con elegancia agregados y más agregado que tiene
este estilo que “ensombrera” cualquier edificio con tejados tan jugados.
El interior de la capilla fue reuniendo tesoros muy queridos por
alumnos y ex alumnos, por sus significados. Hay seis vitrales
recorriendo la vida de Cristo, hay cuatro ángeles de piedras de buena
factura, hay seis santos y profetas de la misma mano, y hay un órgano de
Plymouth que es una belleza. En dos muros hay otro artefacto imperial,
éste de memoria terrible: las placas que recuerdan a los casi 500
alumnos y ex alumnos que cayeron en las dos guerras mundiales luchando
por el viejo país.
Materialmente, la capilla es llamativa porque, al contrario que
tantos edificios británicos, sus materiales son locales. Ciertas
infraestructuras ferroviarias, como los puentes de Palermo o de
Barracas, nos acostumbraron a ver la arquitectura inglesa delineada en
ladrillos de un tono y una nitidez de líneas nunca repetida. Esos
ladrillos eran importados, traídos absurdamente desde Gran Bretaña en
verdaderas flotas. No es el caso de la capilla de San Jorge, construida
con ladrillos locales –probablemente, por cercanía, los que producía
Ctibor para La Plata– y con las líneas más irregulares y el color más
claro de nuestra arcilla. La madera, de muebles y de estructura, es
local o paraguaya.
Si se vuelve a la entrada principal del colegio desde la capilla, se
pasa por una serie de viviendas y antiguos dormitorios de impecables
líneas eduardianas. Sencillos, de ventanas de guillotina, dos pisos,
pechos a 60 grados, chimeneas marcando el ritmo y falsos half timbers,
estos edificios tienen cada uno un encantador porche de entrada,
sostenidos por columnas medievalizadas y con buenas maderas. Son más
vivienda que otra cosa, pero es un raro eco de Lutyens entre nosotros.
Pero el premio está en el edificio junto a la entrada, el mayor y
más impactante, y el único con firma de arquitecto famoso. El hall de la
escuela primaria fue construido y diseñado en 1929 por Sydney G.
Follett, un inglés buen mozo y simpático que fue uno de los tres
arquitectos de la estación Mitre de Retiro, se fue quedando construyendo
bellezas por aquí y por allá, y se dio el gusto de crear este pabellón
como si todavía estuviera en las Midlands.
El hall fue originalmente un dormitorio, es hoy un conjunto de aulas
y, paradójicamente, está en obra para volver a ser dormitorio, ya que
cada vez más familias piden internados. Largo y sombrerudo, con
techumbres de gran superficie, el conjunto gana ritmo por los extremos
más anchos que el centro, formando plantas cuadradas, y por los detalles
de chimeneas dobles, un dormer protuberante y un jardín de invierno de
pequeño tamaño. La entrada es señalada por un quiebre en el agua
principal que forma un tímpano donde se protege una placa con el año de
inauguración, por un portal con columnas que sostienen un balcón oval y
por una coqueta torre de reloj que remata un poquito a la Hawksmore y
sostiene una veleta. Los muros son revocados a la gruesa, muy
rusticados, y el ladrillo asoma sólo encima de las ventanas y en una
línea continua marcando las plantas todo a lo largo del frente.
En los interiores se puede ver la idea de orden escolar de la época,
poco superada hasta ahora. Las aulas se abren a un amplio pasillo
central, lo que permite que todas tengan luz y miran a algún sector del
parque. En cada extremo hay una escalera y en el centro, frente a la
entrada, hay una mayor. El hall preserva una alegre cantidad de
elementos originales, de los pavimentos a las rejas de herrería, de las
maderas a los matafuegos de bronce, hoy puestos como adorno. En el St.
George prometen que la intervención será mínima y respetuosa de la
tradición y la fábrica del lugar.
El resto del campus depara sorpresas como una casa –este tipo de
colegios abunda en residencias para sus profesores– neogeorgiana de
líneas depuradas, muy modernas, y edificios de enladrillado a la
americana pensados en ese modernismo clasicista de los años cincuenta.
Es un estilo raro por aquí, con un ejemplo notable en el Instituto
Evangélico Americano de Simbrón al 3000, en Villa del Parque. El
contraste entre los edificios originales y los realizados en el
modernismo actual es vívido, por decirlo cortésmente.
Pero nada puede llegarle al poder de encontrarse con los conjuntos
del St. George, bien conservados y en su entorno original, con los
prados y las arboledas que los contienen, los esconden y los demarcan.
Es un raro placer que hasta trasciende ver la gema de capilla que le
dedicaron al santo patrón de Inglaterra.
Fuente: pagina112.com.ar
Edgardo C. Krebs,
Ex-alumno del St. George's College
Fuente: pagina112.com.ar
My
old Prep School. It looks exactly as I remember it. The window of my
bedroom is just out of sight, top floor, on the left. We had some
extraordinary teachers in that mini, almost self sufficient world. Mr.
Cordon, O.B.E. the headmaster, was a bachelor. Impeccable always. John
Gielgud could have played him. Very keen on algebra, history, poetry. He
wrote verses on the blackboard and showed us how to scan them and
notice the rhythm. He played the violin. His beautiful calligraphy was
something to behold. When he erased his scribblings on the blackboard we
children sometimes said "nooo...Sir!!!" they looked so good. No smiles
but a great sense of humor. Once, after a pillow and sock ball fight in
my bedroom, one of the sock balls flew out of the louvered windows into
the hallway. As the culprit rushed to the door to retrieve it, the door
opened and in walked Mr. Cordon, with one sock over his left shoulder,
the other over the right shoulder, as serious as a statue.
Edgardo C. Krebs,
Ex-alumno del St. George's College
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