PINTÓ LA CIUDAD DESDE UN BALCÓN DE BARRACAS

Llegó al barrio luego de pasar por Martínez y Olivos. Desarrolló su arte frente al Parque Lezama, desde donde ve “el sol y la luna”.

Obra. Pasó por el Di Tella y el MACBA, y agradece que en su época hubiera cuatro galerías de arte. / NÉSTOR SIEIRA
 

Por Einat Rozenwasser
Hay que sincerarse, porque una buena charla de café no merece tal categoría si el resultado no es lo que está sucediendo ahora: la mitad de lo que se dice no se puede reproducir. Josefina Robirosa tiene fama de “bocona” y le hace honores. “Digo todo porque tengo otro registro de la realidad”, ensaya, pero tampoco es que quiera –ni deba– explicar demasiado. Se entiende: las ganas, la risa, lo que es. “Me di cuenta de que uno se divierte con uno, no con los demás. Lo importante de envejecer es que te ponés más sabio y te divertís más”, enseña a sus 81. Y sabe que va a tener que explayarse.
“Tomo el 10 en Uriburu y Las Heras. Un día estaba apurada y encontré un colectivo vacío en el semáforo de Junín. En vez de hacerle la misma seña que hacen todos de ‘por favor déjeme subir’, lo miré a los ojos y le pregunté con señas si podía subir (y gesticula un signo de pregunta y escaleras). El chofer me mira y dice que me apure antes de que cambie la luz. Mi vida es así. Desconcertar para divertirse. Y casi todos agarran”, se ríe.
Creció en Martínez, se casó a los 17 y a los 19 tenía dos hijos. “Los ponía a dormir y me iba caminando al Paseo del Aguila. Bajaba la barranca, cruzaba la vía y era una gloria. Veías el infinito, el río, tosca y arena”, recuerda. A Barracas llegó “por” su segundo marido, el escultor Jorge Michel. “Nos echaban de todos lados por el ruido. De Martínez a Olivos y fuimos pasando. Estoy acá porque veo el sol y la luna”, y señala el ventanal que casi balconea sobre Parque Lezama.
Dos veces por semana tomaba clases con Héctor Basaldúa. “El ponía un modelo y yo iba corriendo mi caballete despacito. Me acercaba al lado de la ventana y pintaba, por ejemplo, la demolición de un edificio que veía desde ahí”, cuenta. Se había hecho amiga de un vendedor de Ricordi que la esperaba con todas las novedades de jazz.
“Tuve la suerte que no tienen los que pintan ahora, porque cuando empecé había cuatro galerías de arte en Buenos Aires. Y Manucho Mujica, casado con una prima de mi madre, trajo a Bonino para que viera mi trabajo”, sigue. A los ocho meses hacía su primera exposición. “Bonino era un italiano que había puesto una casa de marcos en la calle Maipú, le fue muy bien y se transformó en la Galería Bonino. Iba mucho y me fascinaba porque cuando entraba la gente él decía: ‘Vas a ver, quieren tal cuadro pero les voy a vender éste’. Y vendía lo que quería”, explica.
A diferencia de los que arañan apellidos por una cuota de alcurnia en la aristocracia porteña, ella quiso alejarse. “Me saqué el Alvear porque me trataban de paqueta pavota que pinta”, defiende. Reniega de los formalismos, la Academia y los circuitos tradicionales.
-¿Cómo hacés para exponer?
-Me pasó una cosa rara el año pasado, cuando me llamaron los trompas del Recoleta para ofrecerme Cronopios sin ninguna condición ni nada. Me sentí tan libre que al día siguiente puse un rollo de papel de escenografía cruzando todo un salón de mi casa, agarré el palo de una escoba, le puse un pincel y empecé a dibujar pájaros. Hice 57, uno tras otro, sin pensar nada.
Del Di Tella al MACBA (“hay buenas obras y no tiene escaleras, ideal para fiacas como yo”), a los mandamientos gánicos de Federico Peralta Ramos que cuelgan en su baño y otras anécdotas que remata con un “pero no se puede contar”. De ahí a los amigos y a la necesidad de recurrir, cada tanto, al enfoque masculino. “Como enviudé dos veces, lo primero que digo es que no me los quiero levantar. Sería patético, como veo que pasa cuando voy a Josephina’s y están todos tratando de pescar. Algún día me van a tratar mal de tanto mirar”, larga.
La conversación llega al misterio de lo justo en el momento justo. El vecino artista plástico (sin el nombre, claro) que apareció cuando ella intentaba evitar una entradera o la vez que salía apurada deseando que hubiera un taxi en la puerta y vio cómo uno que venía por Bolívar dobló en Caseros, frenó, abrió la puerta (“hoy los taximetreros no te abren la puerta, cuando yo era chica todos lo hacían”) y le preguntó: “¿Cree en Dios?”. Josefina se ríe y se pregunta cómo va a llegar esta charla al papel. Así. ¿Está bien?

Fuente: clarin.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario