Cornelius Gurlitt tenía en su casa 1.406 pinturas supuestamente robadas por los nazis. Vivió siempre con las obras, que su padre compró en el nazismo. “Cuando muera, hagan lo que quieran”, dice.
“Mis cuadros”, dice el viejo. De la misma forma en la que Gollum, en El señor de los anillos, llamaba “mi tesoro”, al anillo único que contenía el poder de Sauron. Pero el viejo no es un personaje salido de la imaginación de J.R.R. Tolkien. Cornelius Gurlitt vivía tranquilo –como Gollum antes de toparse con Bilbo– en su casa de Múnich hasta que en febrero de 2012 irrumpieron “los extraños”, como él llama a los agentes de aduanas y a los funcionarios de la fiscalía que en cuatros días, embalaron y se llevaron “sus cuadros” y su vida. Se llevaron el cuadro de Liebermann Jinetes en la playa, que estaba colgado en una de las paredes desde hacía décadas, el Chagall, y los otros 1404 cuadros que había heredado de su padre y guardaba en su casa, entre los que había varios de Tolouse–Lautrec, Pablo Picasso y Henri Matisse. Una psicóloga social siguió visitando al viejo. Para Cornelius era una enviada de los “extraños”, “cruel” y “terrible”.
Pero hace poco más de dos semanas perdió lo único que le quedaba a sus 80 años: la tranquilidad del anonimato. La revista Focus destapó el caso y los periodistas de todas partes del mundo se agolparon en su casa. “No soy Boris Becker. ¿Qué quiere esa gente de mí?
Sólo he querido vivir con mis cuadros. ¿Por qué me fotografían para esos periódicos en los que sólo sacan a gente mundana?”, rompió el silencio el viejo Gurlitt en declaraciones al semanario Der Spiegel reproducidas por El País, de España.
Las autoridades alemanas creen que buena parte de ese botín fue robado por los nazis –a familias judías, en su mayoría– durante la Segunda Guerra Mundial. El padre de Cornelius, Hildebrand Gurlitt era un historiador del arte, director de museo, marchante, y supo hacer negocios con el régimen de Hitler: compró “arte degenerado” (censurado por los nazis) y obras en el extranjero. Cornelius lo ignora, para él son sus cuadros, con los que hablaba y a los que había adoptado como compañía.
Para él, lo que pasó en febrero de 2012 y explotó hace dos semanas es “un horrible accidente”, del que se siente responsable, porque tendría que haber protegido los cuadros, como su padre, que los mantuvo a salvo de los nazis y la guerra. Múnich –la ciudad que su madre eligió para vivir tras el fallecimiento de Hilderbrand– también tiene la culpa: en esta ciudad nació el Tercer Reich. “Si hubiera vivido en otra parte, todo esto no habría ocurrido”, dijo.
Antes, en plena Guerra, Cornelius y su padre dejaron Dresde con los cuadros a cuestas, cuando los rusos acechaban la ciudad. Los llevaron primero a la casa de un campesino en los alrededores, y después, a un castillo en el sur de Alemania. “Desgraciadamente, en estos papeles con colores la gente solo ve billetes”, solía aleccionar el padre al hijo. “Yo no soy tan valiente como mi padre. Él vivía para el arte y luchó por él. La fiscalía debe limpiar su reputación”, insiste.
Con los cuadros podría haber esperado a la muerte. “No hay nada en mi vida a lo que haya querido más que a mis cuadros”, dice. Y cuando le preguntan si alguna vez se enamoró de alguien, se ríe: “No, qué va”. Tiene esperanzas de recuperar sus cuadros. “Cuando yo muera, pueden hacer con ellos lo que quieran”
Fuente: Revista Ñ Clarín
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