Encuentro en Berlín con una de las grandes figuras de la música de nuestro tiempo
BERLÍN.- A Martha
-Martita, como cariñosamente la llaman sus amigos o, por contraste, la
tigresa del piano, como alguna vez la bautizaron, por esa libertad
felina y ondulante de la que es dueña-, no le agrada la formalidad de
una entrevista ni la tienta la vanidad de hablar sobre sí misma.
Prefiere, en cambio, la naturalidad y la sorpresa, el margen de la
incertidumbre que le deja la espontaneidad, tal como en la
interpretación de la música, en sus momentos más libres e inspirados.
Enigmática y cautivante, apasionada y a la vez etérea,
tan escurridiza como un copo de espuma al viento, accede, a pesar de esa
reticencia que siempre la ha caracterizado, a una inusual entrevista
con la Revista, una suerte de plano secuencia real, en el cual deja
entreabierta una ventana al mundo que la rodea, al interior de lo que
vive y siente la pianista -la más fascinante de nuestro tiempo-,
envuelta en la exaltación de sus actuaciones y el fervor que le devuelve
la gente. Un reportaje hecho a su modo y medida, como un continuum con
la forma de una espiral que va del contorno al corazón de las cosas, del
afuera al adentro y del bullicio a la quietud.
Las localidades se han agotado varios meses antes. Por
los alrededores de la Filarmónica de Berlín deambulan impacientes los
esperanzados en conseguir un ticket para poder escuchar a Martha
Argerich en el primer concierto de la temporada. En el foyer crece el
murmullo de la muchedumbre y la expectativa a medida que el público
avanza como elegante torbellino en un laberinto de escaleras. Mientras
tanto, en las entrañas del emblemático teatro amarillo (el coloso alemán
que Karajan hizo erigir en los 60 como un estandarte de Occidente de
cara al muro que dividía la ciudad), todo se alista para dar inicio a
una velada inolvidable.
Martha ha llegado hace un par de días a la ciudad para
protagonizar dos esperados conciertos que son, además, el reencuentro
con su viejo amigo Daniel Barenboim, a 17 años de la última presentación
a dúo, eligiendo nuevamente la Filarmónica de Berlín como escenario
para ese nuevo hito en la historia de una amistad que los une desde la
infancia. Ha ensayado con el maestro en su propia casa y ha repasado el
concierto de Beethoven, el número 1, junto a la orquesta -la
Staatskapelle- en un ensayo general de la mañana anterior.
"Nadie sabía si yo iba a venir o no, porque no me sentí
muy bien. Estuve bastante mal este año. Pensaba dejar de tocar el
piano. completamente. No sé cómo pasó esto, quién dijo de poner una
fecha y esas cosas. Nadie. Simplemente se decidió. Las cosas pasan de
una manera en la que uno nunca sabe bien cómo ni por qué. Pensaba dejar
de tocar definitivamente. Pero me recuperé, volví y aquí estoy." Todos
listos y ella, deseosa y concentrada para dar lo mejor de sí.
Como director anfitrión, Barenboim la conduce de la
mano desde el camarín hasta el centro de la escena. En cuanto su perfil
asoma, reconociéndose el inconfundible contorno de su vaporosa melena y
una silueta sigilosa, radiante, vestida completamente de negro, el
público estalla en un clamor sin par. Saluda sobria, retribuye la
reverencia de su amigo y en un gesto de humildad agradece la bienvenida
con la expresión de su rostro. Luego de la ovación, el silencio. Y a
continuación de esa espera, finalmente la música. El concierto
transcurre cristalino, perfecto, y en el envión brillante del final de
Beethoven, otra vez el aplauso, el estallido del público resonando con
sus bravos, ahora más feliz y eufórico que antes.
"Argerich es única. Es completamente diferente", se oye
repetir en la platea, cambiando la inflexión o el matiz de las
palabras, pero subrayando siempre esa condición mágica por la cual sus
admiradores le declaran una pasión mística. No sólo por la originalidad
de su talento prodigioso, sino también por su naturaleza, rebelde e
indescifrable, Martha Argerich es una leyenda, aunque reniegue de ese
título que le suena presuntuoso y ajeno.
Detrás de escena
De regreso a su camarín, otro espectáculo diferente:
una pequeña multitud se concentra a la espera de un saludo, de un
autógrafo en el programa, la tapa de un disco o una partitura. Ella,
entretanto, se reserva un instante de soledad para disfrutar de un
cigarrillo. La gente aguarda, intercambia impresiones y se pregunta si
podrá hablarle o tomarse una foto de recuerdo. Cuando finalmente
aparece, fluctuante como una ola que sube y baja, entra y sale de su
camarín, una y otra vez asediada en los pasillos, inicia una
conversación en francés o alemán por aquí, retoma un contacto en
castellano por allá... Y en el medio de ese remolino que la sigue como
un enjambre, la perplejidad de los que admiran con respetuosa distancia.
"Ya no quiero tocar conciertos porque me cansan los
viajes. Me cansa pensar en las valijas, los vestidos, la ropa que tengo
que planchar", comenta sobre esa vorágine que poco tiene que ver con la
música, mientras firma autógrafos y sonríe para una foto instantánea.
Está contenta, exultante, el concierto ha sido un éxito y ella ha estado
espléndida en el escenario."Pero la gente me hace las mismas preguntas y
eso me aburre. Me aburre hablar de mí. No lo encuentro interesante."
Vuelve a su sitio y cierra la puerta por un rato, se
refresca con una bebida y ordena papeles sobre el piano de estudio,
cubierto de flores y partituras de Schumann, Schubert y Ginastera.
Luego, descansa en un sofá y retoma el tema.
"Es que no me gusta hablar de mi vida. Prefiero
enterarme de otras cosas y aprender de los demás. Aparte, no soy
narcisista ni estoy tan encantada conmigo", admite."Depende de cómo
estoy y cómo me siento, en general recibo a mucha gente después de los
conciertos, sólo que me hacen preguntas y eso no me gusta."
Hace una pausa y piensa -tal vez- en algo que sí le
agrada: "Disfruté de este concierto. Fue muy placentero. Los días
anteriores estuve en casa de Daniel y lo pasamos fantástico tocando
juntos, comiendo, charlando. Me encantó tocar. No sé precisarlo, pero me
sentí feliz. Quedé impresionada con la orquesta. Cuando estaban
terminando el primer tutti, me dije: ¡¿qué voy a hacer yo frente a esta
orquesta fantástica?! Ya los había escuchado antes. Sin embargo, esta
noche me deslumbraron. Es verdad que lo que uno transmite emocionalmente
en el escenario depende del repertorio. Nunca se puede prever. Eso es
lo fascinante. A veces, lo que sienten las personas desde afuera no
coincide con el momento del que está tocando. Pero no quiero hablar de
esta obra porque tengo que volver a tocarla."
Golpean la puerta, alguien se asoma y avisa que
comienza la segunda parte. El público ha regresado a la sala y ya se
recobró el silencio. Martha se dispone a volver, ahora como público,
entrando de incógnito a una última línea de platea. Se ensimisma en la
butaca, se cobija en su larga cabellera y con sutiles movimientos de la
mano, va dibujando la impresión que le producen unas grandiosas obras
sacras de Verdi que suenan imponentes como una catedral. Algunos la
reconocen, pero la música impide cualquier gesto. Al final, suspira y se
dice en voz baja, como para sus adentros: "Daniel es un misterio de la
vida, desde chico siempre lo ha sido". Y antes de que nadie atine a
acercarse, se escabulle en las bambalinas atestadas de gente y corre a
felicitar a su amigo por la conmovedora actuación.
"Cada vez lo admiro más, no sólo como músico, sino
también como persona. ¡Me encanta el camino que tomó! Es rarísimo...
Nunca conocí a nadie con semejante capacidad." Y otra vez al refugio de
su camarín, donde recibirá un nuevo aluvión de saludos y demostraciones
de afecto, hasta bien avanzada la noche, hasta que no quede nadie o al
menos hasta que decida que es hora de ir a cenar y celebrar con amigos
un día que fue grandioso.
Al día siguiente tocará por primera vez en la
Konzerthaus de Berlín. El mismo ritual en la entrada y en el público que
aplaudirá a rabiar. Muchas horas antes ya está probando la sala. Llega
temprano para estudiar la acústica -"todas las salas son distintas,
siempre hay diferencias en el sonido y en lo demás", explica-. Repasa el
mismo concierto de Beethoven que sabe con los ojos cerrados, ensaya
cada pasaje, lo deletrea lento para cuidar que ninguna nota se le escape
y después, de repente, se dispara a una velocidad de la que sólo ella
es capaz. Los técnicos, mientras tanto, comienzan a armar el escenario
con atriles y partituras de orquesta, encienden monitores, prueban luces
y ordenan cada detalle para que todo salga como lo previsto. Ella logra
abstraerse a todo ese movimiento y seguir allí, solitaria dentro de la
música, como en una burbuja imaginaria que la protege angelicalmente.
Satisfecha con las horas que lleva ensayando, recoge
sus partituras y le propone a esta cronista salir a tomar aire fresco,
ver algo de la tarde desde el Gendarmenmarkt, la plaza más bella y
elegante de Berlín. Al cabo de un recorrido, abriendo y cerrando
puertas, comparte una charla de ocasión en la que comenta -como si nada-
que en 2014 volverá a tocar en Buenos Aires después de casi diez años
(ver aparte); que Daniel tuvo la idea de repetir el dúo en el Colón y
que ella aceptó, no por una necesidad propia, sino porque se lo pidió su
amigo. "Me gusta ir a Buenos Aires, pero no para tocar. Estuve en
noviembre y no toqué. Sí me encanta, en cambio, ir al interior." Una vez
en la calle, la humedad que ha dejado la lluvia de la mañana le hace
reconsiderar el plan y entonces, otra vez en el edificio, vuelve a
recorrer los pasillos en busca de una habitación en la que pueda fumar.
Encuentra una sala agradable en el semisubsuelo. Las ventanas están bien
altas. Desde allí abajo, la vista da al empedrado de la plaza, se ve el
paso de los transeúntes y algún que otro retazo de cielo a través de
los árboles. Nada llega aquí del barullo exterior, sólo una luz delicada
queriendo despuntar en el espesor de una tarde gris. Por un momento,
todo se vuelve calma sin ese frenesí que habitualmente la acompaña.
Camina, enciende un cigarrillo y recorre el cuarto en silencio hasta que
por fin se posa serena frente a la luz de la ventana.
"Dejar de tocar no es dejar la música. ¡La música,
nunca! Pero los conciertos, los viajes, las personas.", enumera con
tedio. "Cuando uno se dedica a esto, no hay nada más. Como si no
existiera nada más en la vida. Yo ya no tengo mucho tiempo por
delante... Soy vieja y me gustaría tener la posibilidad, todavía, de
respirar otras cosas. Lo que deseo no es algo de otro mundo, ¿no?",
interroga complaciente. "Sería duro, pienso, porque no soy buena para
los proyectos. Soy una persona cambiante, aunque mis amigos dicen que
no, que represento siempre la misma historia y que hace treinta años
digo las mismas cosas, aclarando cada vez que ésta es la que va en
serio. No me doy cuenta de eso", se justifica con sonrisa
condescendiente. "¡Ese es el problema de los conciertos! Para saber qué
otras cosas deseo de la vida, necesito tiempo para averiguarlo, para
pensar y desear. En definitiva -resume, encogiéndose de hombros con el
gesto de un niño-, sólo deseo lo mismo que ansían todas las personas
cuando se ponen grandes: un poco más de libertad."
De nostalgias y recuerdos
"Ayer nos acordábamos con Daniel de tantas historias de
cuando éramos chicos, anécdotas, cosas personales. Mi mamá lo adoraba.
Siempre me decía ¿por qué no sos como él, Martha? ¡Vos tendrías que
dirigir! Nos acordamos mucho de nuestras mamás.", y se suspende, en un
silencio contenido, con la mirada puesta en el infinito a través de la
ventana.
"Me fui de la Argentina en el 55. Volví a los 20 cuando
murió mi abuelo. Más tarde, después del premio de Varsovia. Otra vez
volví con (su ex marido, Charles) Dutoit; ya estaba embarazada. Después
ya no volví. Me fui y no volví durante 14 años, aunque todavía estaba mi
padre. Mi mamá estaba en Europa acompañándome. Siempre estuvo conmigo.
Se murió en París y la extraño tanto a mi mamá. Como todas las madres,
era quien más me criticaba, pero quien más me sostenía. Fue la persona
que más me sostuvo a lo largo de la vida." Un nuevo silencio y se retira
de la ventana para encender otro cigarrillo.
"Pero vine a Berlín a tocar. Lo que pasa es que me
encuentro con tantas nostalgias.Tengo nostalgia de un gran amigo que
murió, una persona especial a la que extraño. Sin él la ciudad no es lo
mismo para mí. Lo conocí cuando vine por primera vez. Tenía 17 años. ¡Y
ahora tengo 72!", suspira. "Menos mal que no salimos., está lloviendo",
observa asomándose al vidrio, contemplando la tarde más fría y oscura.
"También siento eso con Ginebra, porque viví allí desde
los 14 años -cuenta, manteniendo la vista quieta en el plomizo cielo-.
¡Y con Buenos Aires, claro! Donde tenía amigos, gente que iba conociendo
en el exterior y reencontraba al volver: Cucucha Castro era una de
ellas, Fincki -el Dr. Finckelstein-, a quien tanto quería, y también mi
hermano, que murió hace 10 años cuando iba a cumplir 57. La vida va
cambiando y a mi edad uno empieza a encontrarse con las ausencias, y me
pasa lo que a todo el mundo: como uno no logra superar esas tristezas,
simplemente las vive", reflexiona en voz muy baja.
"Viví poco en Buenos Aires, pero en una época
extraordinaria. Había gente muy interesante que creaba un clima especial
en la Argentina. No sé qué pasó después. Algo cambió. La música era de
un nivel fantástico, iban las grandes figuras del mundo: Rubinstein,
Backhaus, Gieseking, Arrau. ¡Los vi tocar a todos ellos!", añora,
mientras recorre el cuarto ayudándose a despejar la melancolía que por
un instante le embargó la voz. "Ahora no sé cómo es. Creo que no tiene
nada que ver... Una de las primeras veces que fue Rubinstein, dio un
concierto extraordinario. Estaba con su manager, el viejo Quesada. ¡Allí
mismo organizaron 25 conciertos para la temporada siguiente! Todo debe
haber tenido más sabor, hablo en general, no sólo de la Argentina. Las
cosas no eran tan burocráticas e impersonales, todo se decidía de
acuerdo con lo que pasaba en el encuentro con el público. Había más
emoción y encanto. Hoy, los organizadores quieren estar seguros con una
anticipación tan absurda que la vida parece no tener importancia".
"Con el maestro Scaramuzza teníamos la conciencia de
esa época. Yo me siento su hija musical. Allí estudiábamos y jugábamos
con Bruno (Gelber), el Muni, como le decía su mamá. ¡Éramos tan
chiquitos y compinches! -se ríe-. Bueno, sigo siendo infantil en mi
manera de ser, aunque los niños pueden ser muy serios. Bruno fue mi
verdadero compañero. Íbamos juntos al Colón porque su papá tocaba la
viola en la orquesta. Con él compartimos la infancia. Lo quiero y como
pianista me fascina.
"¡Son unos cretinos!, nos gritaba el maestro a los
alumnos. Me acuerdo de una señora que venía en tranvía. Tardaba horas en
llegar. Los miércoles, el que llegaba primero empezaba a tocar. Esta
señora que hacía un viaje interminable, una vez allí, cedía su turno a
otro. Cuando tocaba ése, se lo cedía al próximo y así con todos hasta
que terminaba la clase. Se volvía a su casa sin haber tocado una nota.
¡Tal era el terror que le tenían! Él se dirigía a nosotros como si
fuéramos adultos ¡y éramos unos niños! Una vez se enojó fuertemente
conmigo. No recuerdo por qué. Mis padres fueron a hablarle.
-Maestro, es una nena de 6 años.
-¡Será una nena de 6 años, pero su alma es de 40!
"Scaramuzza era de Géminis, como yo", agrega con
picardía, como si el signo del zodíaco de los gemelos, que representan
las dos caras de una misma moneda, le hubiese dado una ventaja más allá
del talento prodigioso que a todos deslumbraba. "Tengo muchísimos
recuerdos. Me acuerdo de una vez que fuimos a visitarlo después de haber
tocado un concierto de Mozart en Radio El Mundo. Bajó las escaleras de
su casa y ¡fue tal la impresión que me causó! Nos miró serio, y con esa
voz seca y adusta, respirando entrecortado con su aparatito para el
asma, dijo:
-Hoy tuve un día espantoso. Después encendí la radio y la escuché a usted. Eso me hizo casi feliz."
En la calle, el mismo remolino de ayer y de siempre
frente a las puertas del teatro. Y antes de despedirse, en la penumbra
de lo que queda de la tarde, comparte una última reflexión sobre la
música; antes de volver al brillo de la escena donde se convertirá en
esa tigresa del piano por la que sus admiradores deliran, y dar un nuevo
giro a esa espiral que la acerca y la aleja, que la lleva de la
superficie al corazón de las cosas.
"La música es un misterio. Es tan misteriosa como el
amor. Es un mundo aparte, tan intangible como espontáneo, creo, porque
les habla directo a nuestras emociones. No sé describir qué sentimos
cuando tocamos o escuchamos. Una vez vi un film de los kamikaze en la
Segunda Guerra Mundial. Me impresionó saber que muchos de esos chicos de
17 o 18 años pedían escuchar música -una Sinfonía de Tchaikovski o de
Beethoven- antes de cumplir con su misión. Es tremendo pensar que una
persona que sabe que va a morir, pida la música como su último deseo. La
música nos transporta, nos saca de nosotros mismos, nos pone en un
paréntesis que ya no es nuestra vida. Creo que tiene el don de hacernos
salir del tiempo, del tiempo y de nuestra propia vida. Y eso es un
misterio formidable."
en buenos aires
Martha Argerich volverá a tocar en Buenos Aires el año próximo. Y nada menos que el Teatro Colón será el escenario donde la pianista estará acompañada por la Orquesta West-Eastern Diván, dirigida por su amigo Daniel Barenboim.
El repertorio estará compuesto por el Concierto para piano y orquesta
N° 1 en Do mayor, Op 15, de Beethoven, y piezas de Ravel. La función
será el domingo 3 de agosto, a las 17, y anticipan que significará el
punto de partida para una serie de presentaciones, entre las que se
destacan un dúo de pianos Argerich-Barenboim programado para el martes 5 de agosto..
Fuente: Revista La Nación
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