Explorador
Conocido tanto por la excelencia de su técnica como por su rechazo a la exhibición pública, Ricardo Garabito es un empecinado defensor de los tiempos lentos de la pintura y del dibujo.
Los
trazos del rostro emergen con suavidad, como si el pincel apenas
hubiera rozado la tela. La sombra exacta en los ojos, el matiz afilado
que otorga identidad a un paradójico desconocido (no sabemos quién es
pero ¿sus rasgos acaso no son los mismos que vimos ayer, hoy mismo, en
el subte, el colectivo, en cualquier calle porteña?).
El creador de estos particulares personajes vive en un
caserón del barrio de Montserrat, en el que nada, absolutamente nada,
sobra. El hogar de Ricardo Garabito (de 81 años), con sus paredes
descascaradas, jardín al fondo y muebles en justa y necesaria medida, es
de una austeridad que sólo se interrumpe en la mesa de trabajo, en los
óleos, en la concienzuda tenacidad de quien desarrolla una técnica y la
esculpe, la profundiza, no deja nunca de hacer de ella un hallazgo.
Allí, con dos tazas de café cargado y la bulliciosa
compañía de sus perros, el artista recibe a LNR y advierte: "No puedo
hablar de mi obra. Lo que no puedo decir con las manos, no lo puedo
decir con la lengua."
Por si quedaran dudas, insiste: "Las muestras me sacan de
mi eje. Siempre me peleé con los galeristas. Se creen que son ellos los
que hacen al artista, y no es así."
Por cierto, no son muchas las muestras que Garabito, tan
conocido por su renuencia a la exhibición pública como por la excelencia
de su técnica, aceptó protagonizar sólo once exposiciones individuales a
lo largo de su carrera, entre las que se cuenta una gran retrospectiva
en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2007. Actualmente está
presentando parte de su obra en el Malba: "Esta vez me fue muy bien
-reconoce-. No me exigieron nada. Me trataron como si fuera un artista".
Entonces el supuesto ermitaño, el aparente gruñón, se deshace en una
sonrisa luminosa. La aclaración no es necesaria, pero la hace: "Tengo
pinta de malo, pero soy bueno."
-En sus retratos, al menos, se percibe una mirada piadosa hacia los otros.
-No sé si piadosa. Comprensiva. Qué sé yo...
-¿Por qué dejó de dar clases?
-Mucho trabajo. Ya estoy grande. Pero a mis alumnos los
sigo viendo, me siguen visitando. Mi relación con ellos siempre fue con
humor. Claro que, cuando había alguien que no entonaba, un color que no
entraba en el grupo... ¡afuera! [risas]
Lo que Garabito no cuenta es que por sus talleres pasaron
los hijos de artistas de la talla de Rómulo Macció o Jorge Demirjián,
quienes no dudaron en impulsarlos a tomar clases con el evasivo pintor
de Montserrat.
-¿Realmente nunca nadie lo convence de que vaya a alguna inauguración?
-Me llegan invitaciones, pero no voy. Hay poca pintura
hoy, poco dibujo. Todo es instalación. Yo les decía a mis alumnos: "¿Qué
hacen acá, pintando?"
-¿Qué le respondían?
-Se reían... Yo les daba la posibilidad de que se fueran.
Porque hay un olvido de los siglos de pintura hecha a mano, de la
sensualidad de poner el color.
Cuando la inspiración no llega, Garabito riega el jardín,
trabaja la tierra, poda las plantas. Eso es lo suyo. Tanto como los
vecinos con los que habla medianera de por medio, o el canillita al que a
veces le cuida el puesto de diarios. "Este es un micromundo
silencioso", describe, mostrando el lugar justo, frente a los ventanales
con vista al jardín, en donde se planta cada día, a trabajar. "Para mí
todo es una gran mentira, salvo esto", asegura, cada vez más
transfigurado en un ser de otro tiempo. Y arremete con lo único que le
importa: "El problema no es tanto el color sino la combinación que uses.
Creo que era Rembrandt el que decía: «Si me dan barro, hago la piel de
una Venus, siempre y cuando me dejen elegir los colores que la rodean»."
Para ir a verlo
Ricardo Garabito. Selección de dibujos y pinturas.
Hasta el 29 de agosto, en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415
Fuente: Revista La Nación
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