LA PUERTA DE ENTRADA A LA ARMONÍA: GÜEMES 2902, Y AGÜERO.
Aparte de la lógica tristeza que me dan determinadas despedidas, cuando alguien que ha hecho casas tan estéticas, tan seductoras, tan refinadas, con tanto atractivo, gracia y personalidad, se muere, yo lamento que se rompan los climas que esa persona había logrado.
Es en esos climas, en esas combinaciones únicas, donde creo que realmente está el alma de su creador. Los considero la “caligrafía” de su alma, la evidencia concreta de su sentir y de su modo de concebir el Mundo y la vida.
Así como el espíritu de un escritor y su sentir van en sus libros, los de una persona que hace decoración o ambientación, para mí, van en los climas logrados.
Dicho ésto, podrá comprenderse que viva yo la dispersión de los objetos con los que esa persona había conseguido esos climas, como cualquier ser civilizado podría vivir la quema de libros. Más todavía cuando los climas eran tan especiales, tan sugerentes, tan evocativos de vivencias, de memorias, de viajes, de hallazgos singulares en lugares recónditos.
El caso de Tita del Carril, a quien la gente conoce más por su nombre artístico de Tita Tamames, es un caso especial, muy especial.
Tita tuvo un buen training desde muy chica.
Tuvo la suerte, el privilegio de ver cosas lindas desde que abrió los ojos por primera vez.
Y desde muy chica capitalizó muy bien todo lo bueno que la rodeó en Europa.
Podrá parecer una obviedad, pero creo que nunca está demás recordar la importancia capital que ha tenido Europa en la evolución del arte universal de todos los tiempos, de la Historia del Arte, de las ideas estéticas y en general de todo lo relacionado con lo visual. Desde Altamira y Lascaux a nuestros días…
Y Tita, en Europa, y de la forma más natural posible, tenía todo eso al alcance de su mano. Y todo eso le dio una perspectiva especial. Más tarde, sus años de embajadora, de mujer de un embajador de la República, y las ineludibles mudanzas desde una punta a la otra del planeta, le sirvieron a Tita de inmejorable aprendizaje y ejercitación y le sumaron una rica experiencia.
La madre de Tita, Marta Aldao de del Carril, tenía y hacía muy buenas casas, pero quizás con una cierta dosis de solemnidad o distancia entendibles desde lo generacional.
Y, aún a riesgo de caer en comparaciones que suelen no ser simpáticas, diré que las casas de Tita tenían el plus de su sentimiento, de la pasión con la que encaraba todo lo estético, del disfrute con el que lo hacía y hasta de algún toque de humor o de picardía compartido con sus íntimos, amén de un mayor dinamismo y más vida.
Es que Tita tenía magia. Como Midas, el mítico rey, que a todo lo que tocaba lo convertía en oro, a todo lo que ella colocaba, ubicaba o combinaba, inmediatamente lo convertía en algo de buen gusto, en algo equilibrado, en algo armónico.
Y a lo largo de toda su vida conservó ese raro poder transformador y eligió rodearse ella misma de armonía.
Era un verdadero placer ir con ella a una casa de remates de obras de arte, muebles y antigüedades.Tenía el olfato detector de un sabueso y una imaginación tal que le permitía inmediatamente ver con claridad absoluta el futuro del hallazgo que acababa de hacer. Tenía un ojo tan fogueado y tal independencia de criterios, que podía discernir entre ciertos principios propios y otros universales, armar con ellos una interesante mezcla y las cosas le salían como le salían.
Era alguien a quien se podía consultar y cuyas opiniones siempre pesaban. Tenía no sólo conocimientos, sino un especial talento para todo lo visual. Y lo hacía como un juego. A la legua se le notaba el disfrute.
En las casas de Tita, todo era natural o al menos parecía serlo. Nada era forzado, artificioso o disonante, algo que, en la decoración, siempre desemboca inevitablemente y sin escalas en el mal gusto.
Ni hablar de la ostentación: jamás sus casas la tuvieron. No estaba con ella. Todo tenía el respaldo de su ojo criterioso y entrenado y el toque de su corazón.
Sus casas tenían el sello de su personalidad, tenían calidez, sentimiento y gracia, mucha gracia. Tita sabía muy bien que, como ocurre con la música, el silencio valoriza a la nota. Sus silencios eran interesantes y sus notas mucho más que logradas.
Recuerdo detalles puntuales de algunas conversaciones memorables que tuve con ella sobre temas específicos de la decoración y la ambientación. Un día, explicándome la puesta de su departamento de la barranca de la calle Libertad, donde levantó el parquet perimetral, sustituyéndolo por mármol blanco que después subía por los contramarcos y llegaba a cubrir unas vigas que visualmente le incomodaban, me dijo “Si tenés algo feo, muy feo, no tenés que tratar de disimularlo sino de remarcarlo. Va a ser mejor.” Y en ese departamento, en el que vivió al volver a vivir al país, combinó con éxito y con su habitual gracia, muy buenos cuadros al óleo con cabezas de animales cazados en el África y magistralmente embalsamados en Inglaterra.
“No hay que tenerles miedo a los muebles grandes: agrandan. Es muy común en la Argentina que, al lado de un sillón enorme, la gente ponga una mesita microscópica donde no se puede apoyar ni un vaso de whisky.” Tenía razón. Siempre les aconsejo a clientes y amigos no mostrar departamentos que quieren vender estando vacíos. Parecen más chicos. Si se manejan y ponen en práctica ciertos principios, visualmente se los hace crecer.
Cuando comentaba sus ambientaciones para el cine, Tita contaba qué útil le había resultado a ella para su crecimiento como ambientadora que los directores de cine y de fotografía le hubiesen dejado mirar a través del ojo de las cámaras cada escena para poder saber cómo se la vería en la pantalla una vez terminada la película y para poder evaluar los ajustes que debía hacer.
Varias veces me invitó a presenciar filmaciones de Raúl de la Torre, de Lautaro Murúa y otros y a ver muchas obras de teatro. Por la fuerte tensión que en ella se generaba, recuerdo la escena de Heroína, la película de de la Torre, en la que el personaje de la intérprete simultánea, personificada por Graciela Borges, escapa de la cabina desde la que estaba traduciendo e interrumpía las deliberaciones de un congreso de psiquiatría que transcurría en el Centro Cultural San Martín. Y empezaba a gritar “Mamá” repetida y desaforadamente. Una escena que visualmente me impactó al verla en el cine, fue la del personaje con la guirnalda de luces multicolores de árbol de Navidad dando la vuelta al pescuezo de la protagonista y cayendo a ambos lados de su cabeza mientras titilaban en forma insistente dentro de un ambiente penumbroso.
Tita, también como ambientadora, estaba siempre hasta en los más mínimos detalles. Recuerdo cuando durante la filmación de Crónica de una Señora, escrita por su gran amiga María Luisa Bemberg, hizo variar las alturas del agua y del vino de las copas en una escena de una comida en casa del matrimonio que encarnaban Lautaro Murúa y Graciela Borges. Le parecía que de ningún modo podían quedar las copas llenas o a las mismas alturas durante todo el transcurso de la escena. Si no, la escena no transmitiría la sensación de dinamismo y de paso del tiempo que debía dar. La nominación de La Tregua, que había producido con su íntima amiga y socia Rosita Bengolea de Zemborain, para el Oscar de la Academia de Hollywood a la Mejor Película Extranjera, fue una de sus más grandes satisfacciones empresariales.
La última gran obra de Tita fue su casa de Güemes y Agüero. Esa casa, que se me ocurre algo viscontiana, tenía climas y microclimas encantadores en cada uno de sus rincones. En cada uno de ellos se podía aprender sobre equilibrio y armonía. Era un verdadero placer recorrerla haciendo las lecturas, directas y de entrelíneas, que corresponde hacer cuando uno está ante la obra de alguien con autoridad, de un peso pesado en lo suyo.
El jardín de esa casa singular merece un capítulo aparte: la acompañaba en todo, era su necesario marco. Me llamó mucho la atención la viejísima glicina que, arrancando de la terraza-pérgola sobre el jardín, volcaba cataratas de flores arracimadas impregnando el lugar con su olor inconfundible. Parecía puesta allí desde mucho antes de construida la casa en 1918. Casi diría que las flores de la glicina y los múltiples colorados otoñales de la ampelopsis, que literalmente envolvía la casa por fuera y por dentro, eran las únicas notas vegetales de color. Porque Tita usaba sólo flores blancas en sus puestas, adentro y afuera, en sus ramos y en sus plantas. Y jugaba magistralmente con las modulaciones que en ellas produce la luz. Como lo hacía con determinados brillos y transparencias. A tal punto estaba Tita en los detalles, que hasta diseñó visualmente su propio velorio.
Podríamos disentir en algún mínimo detalle, pero las más de las veces las coincidencias fueron totales. Siempre la vi a Tita como una de las personas con más gusto y más criterio estético que haya conocido en mi vida. Y respeté y tuve muy en cuenta sus opiniones como de quien venían.
Ahora nos enteramos de que, gracias a gestiones de los vecinos del barrio, la casa donde Tita pasó sus últimos años y murió, ha sido declarada de interés patrimonial, por lo que se salvará del avance implacable de la piqueta. Aunque muchos de los climas y microclimas que Tita armó en esa casa, en la que se gestaron tantos interesantes emprendimientos culturales ya se hayan desarmado, me hubiera gustado que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires hubiera hecho en ella algo ligado con el arte, la cultura, lo estético, la decoración y las artes aplicadas a ella. Como pasó con la casa de Victoria Ocampo de Rufino de Elizalde 2831, que compró Amalia Lacroze de Fortabat, otra gran amiga de Tita, para el Fondo Nacional de las Artes, cuando lo presidía.
Es estimulante saber que la vieja glicina seguirá floreciendo, que los zorzales de pecho colorado seguirán teniendo refugio en ese jardín y que la ampelopsis seguirá abrazando la casa. Y también que, junto con la de Tita, se salvan todas las casas que dan sobre Güemes, hasta el 2938 inclusive, que conforman una tipología única en estilo, en altura y en detalles de fachadas.
Y el espíritu de Tita seguirá en cada uno de los rincones de su magnífica casa de Agüero y Güemes.
Pedro L. Baliña
UNA NOCHE ESPECIAL
Ya se dijo aquí que la gran pasión de Tita era el teatro. Y durante años presidió la Fundación del Teatro San Martín, desde la cual apoyó incondicionalmente a ese Teatro y a la gente que en él trabajaba. Y recaudó fondos para compensar las enormes carencias de todo tipo resultantes de los presupuestos culturales magros. El San Martín le estará eternamente reconocido. Dos veces intervine en Una Noche Especial, las exitosas comidas que, a beneficio de la Fundación, organizaba Tita todos los años en el comedor de la Rural en Palermo, en el Plaza Hotel, etc. Artistas, decoradores y arquitectos arreglaban las mesas con un tema o premisa dados. La primera vez que, invitado por Tita, participé, vez el tema era la ópera y yo llamé a mi mesa “Calas para la Callas”. En el centro de la mesa había un enorme ramo de calas envuelto con papel de celofán y un enorme moño blanco de regalo. La tarjeta de quien mandaba las calas, de puño y letra decía “Ari”. El mantel estaba hecho con un fantástico papel con billetes de dólares estadounidenses impresos que conseguí. Y una gran foto de Aristóteles Onassis en un marco de plata. Los servilleteros estaban hechos con unas pulseras de varias vueltas de perlas. Sobre el plato de cada comensal, en alhajeros como de terciopelo, había un anillo, falso por supuesto, de muy buen diseño. Las señoras que comieron esa noche en mi mesa, quizás como un modo de recuperar parte de lo pagado por el cubierto, se creyeron con derecho a llevarse los anillos que eran parte de mi puesta. No quedó ni uno sólo de todos los que eran. Aparte del evidente juego de palabras y del toque de humor de su título “Calas para la Callas”, mi mesa llevaba implícito un homenaje a Tita, a quien le encantaban las calas. Tanto le gustaban, que coleccionaba cuadros con calas. Cuando yo detectaba alguno en mis recorridas por las galerías y remates de Buenos Aires, la llamaba y le pasaba el dato para que fuese a verlo.
La segunda vez que Tita me invitó a participar en Una Noche Especial, titulé a mi mesa “2001 Odisea del Espacio – Homenaje a Stanley Kubrick”. Una Luna esférica, corpórea, blanquísima, con cráteres y todo, giraba sobre su eje, a una determinada distancia de la tapa de la mesa, en medio de una penumbra especialmente fabricada para resaltar el efecto de la Luna reflejando la luz solar en el oscuro espacio sideral. Por cómo estaba iluminada mi Luna, con un spot muy puntual desde gran distancia, parecía emitir la luz, más que reflejarla. Alrededor de la Luna, “giraban” tres naves espaciales. El mantel era totalmente negro y estaba íntegramente tachonado de estrellas plateadas de no más de un centímetro, levemente corpóreas, que también reflejaban la luz que parecía emitir la Luna. En unos adminículos plásticos para cocer huevos en microondas, de raro diseño, que parecían hechos para comer dentro de la ingravidez de una cápsula espacial sin mancharse, que simulaban vajilla para comer dentro de una nave, había sólo píldoras, cápsulas y grageas de formatos, tamaños y colores diversos, como si fueran el entendible menú de los astronautas estando en el espacio. Toda la vajilla, tenía el logotipo de la NASA. Los comensales reales comían “a la luz de la Luna”, sobre unos individuales circulares, de un celuloide muy particular, que daba un aspecto muy tecnológico. Los sillones, de línea vanguardista tenían luces coloradas que prendían y apagaban. Para los imaginados astronautas, no había cubiertos: no les harían falta para comer su menú.
A Tita, esa mesa le gustó mucho.
P. L. B.