Luis Pérez Oramas es curador del MoMA y un intelectual preocupado por el “síndrome de Narciso” generalizado que vive la sociedad contemporánea.
Luis Pérez Oramas. |
Cuando en la primavera de 2011 Luis Enrique Pérez Oramas pasó por Buenos Aires tenía entre manos el diseño de la Trigésima Bienal de San Pablo, empresa que concretó al año siguiente en lo que fue una de las ediciones más elaboradas de las últimas décadas. Aquel trabajo de este curador-poeta y filósofo-ensayista articuló múltiples derivas de sentido a través de la producción de varias generaciones de artistas y distintas geografías que vinculó a caballo de dos siglos. Visto en perspectiva, ese gran esfuerzo que desechó lo espectacular y se concentró en la secreta dimensión de lo sensible fue posible gracias a la disponibilidad de una cantidad de fuentes. Una circunstancia que Pérez Oramas entiende es preciso considerar indisolublemente asociada a la utopía democrática –al menos tal como se la concibió en el siglo XVIII– y hoy se encuentra en riesgo a partir de los procesos de digitalización de las fuentes. Una de las grandes preocupaciones de este curador que hoy se desempeña como responsable del departamento de Dibujo Latinoamericano en el MoMA ha derivado en torno de esta cuestión que trató en un polémico ensayo titulado Contra Narciso, la edad de la hiperescritura y la pérdida de las fuentes , que apareció en junio de este año en el blog Prodavinci y del que en estas páginas ofrecemos un fragmento. En él advierte sobre la confianza ingenua en la tecnología. Cuando las fuentes se digitalizan, sostiene, y se transcriben para su proliferación, se traducen a un lenguaje que ya nada tiene que ver con el lenguaje natural. La base numérica en la que reposan los textos que uno guarda ya no depende de nosotros sino de unos tecnócratas que desconocemos por completo y en cualquier momento pueden decidir que la tecnología que nos permite acceder a ellos es obsoleta. Uno de los mayores peligros que entraña esa eventual pérdida de acceso a nuestras propias fuentes, es una eventual pérdida de control sobre la memoria. Y lo peor –señala Pérez Oramas– es que todo eso pasa inadvertido tras el virtual encantamiento que producen las pantallas. Oculto tras el espejismo del acceso a todo que nos conecta con todos. Y más: el intelectual venezolano advierte también sobre el engaño que implica creer en la posibilidad de una memoria inagotable y de una producción infinita de textos que ya nadie alcanza a leer.
Como
cabría suponer, su actitud carente de entusiasmo frente a los tiempos
que corren, no le ha aportado demasiados seguidores. Lejos de ello, le
ha traído diferencias con viejos compañeros de ruta. Acerca de esto y
sobre el rol que le cabe como intelectual habló con Ñ.
–¿Cómo ve estos tiempos?
–Oscuros.
Hace unos meses, en una discusión con un amigo en Francia, él me decía:
no puede ser que nosotros los intelectuales estemos en contra de esta
época. Tenemos que ser más optimistas, tenemos que abrazar los nuevos
medios. A lo que le respondí: seguro, ya no puedo vivir sin ellos, sin
computadora o sin Internet. Pero ciertamente, mi vida no está allí. Los
aprecio como instrumentos, los necesito, pero me sitúo desconfiado
frente a ellos. Así, frente a la pregunta de cómo veo este tiempo, debo
decir que lo veo oscuro y frente a esto considero que parte de la
responsabilidad del intelectual es ser negativo. El intelectual no está
llamado a anunciar la edad dorada. La responsabilidad del intelectual
es, si aún existe alguna, encontrar los puntos oscuros en medio de la
luminosidad de un presente que nos enceguece. Es lo que dice Agamben
cuando afirma: contemporáneo es quien percibe la sombra en la
luminosidad de su tiempo; los puntos oscuros como algo que le incumben
más que cualquier luz. Y sobre todo, al intelectual le cabe la
responsabilidad de señalarlos. En ese sentido veo que hay un síndrome de
Narciso generalizado y la imagen más superficial de este síndrome es la
soledad de cada persona frente a las pantallas. Pueden estar conectados
con el mundo, pero en sí están solos. Esa es la situación de Narciso.
–¿En qué sentido interpreta la figura del mito?
–Eco
es la voz viva que llama pero la voz viva no le llega. El está
enamorado de sí mismo, fascinado con la pantalla y esa imagen que cree
que es de otro pero que en realidad es él. Esto que planteo de un modo
esquemático sirve para interpretar el tema de los dispositivos que se
interponen entre nosotros y la realidad. Y lo que más me preocupa es que
precisamente por esos dispositivos, los archivos de todos, los textos y
las imágenes, dejen de estar disponibles al modificarse sus fuentes
materiales. Me dirás: eso no puede pasar, que siempre hay transiciones.
–No; sí que puede pasar. ¿Quién garantiza que no?
–Deberían
ser las políticas públicas y las instituciones. Pero hoy instituciones
como el MoMA prefieren destinar más presupuesto en las superficies de
las pantallas que en la conservación de papel. Y va a pasar por la
simple lógica del énfasis y el entusiasmo que se pone en esto. Por
ejemplo, en el sistema de los museos de los Estados Unidos, que es el de
patronazgo privado, es muy difícil conseguir dinero para una iniciativa
de conservación. Sencillamente no atrae. Ahora, si uno propone una
iniciativa de conectividad social, inmediatamente consigue los fondos.
Esto demuestra que no sólo puede pasar, sino que ya está pasando.
–¿Diría que hoy es fundamental estar alerta?
–Por
supuesto es preciso desarrollar el sentido crítico. Por aquello que los
buenos marxistas del buen tiempo siempre señalaban y que Marx mismo
dijo. Tiene que ver con la noción de ideología, que creo que es uno de
sus máximos aportes al pensamiento. Haberse dado cuenta de lo que
implica; que los hombres somos capaces de guerras por ideología y que la
ideología –decía él– funciona exactamente como una cámara oscura, que
da una visión invertida de la realidad. Así, yendo a la cuestión de la
diseminación de pantallas –aquello de que mientras más pantallas, todos
tenemos más acceso– es en realidad una visión invertida de la realidad y
eso no es otra cosa que pura ideología. Y no estoy diciendo que no haya
pantallas o que no hagamos uso de ellas, sino que prestemos atención a
las consecuencias invisibles de ese proceso. Porque mientras más acceso
hay en la superficie de la pantalla menos acceso efectivo tenemos porque
dependemos de una cantidad de dispositivos y una traducción tecnológica
que solamente controlan unas corporaciones, cuyos nombres o rostros
desconocemos completamente.
–Y que además puede ser “discontinuada” en cualquier momento.
–Me
acaba de pasar una pequeña tragedia que sirve de ejemplo. Tal vez no lo
sea para un joven de 15 años que seguramente saben mucho más que yo de
todo esto, pero lo es para mí. Siempre he trabajado con Apple, pero un
día por una distracción matinal abro la computadora y me aparece la
pregunta de si quiero actualizar el sistema. Está claro que el objetivo
empresarial es que todos los dispositivos tengan el mismo sistema
operativo. Pero ocurrió que hay una cantidad de cosas que yo tenía en mi
computadora que ya no las puedo recuperar, o tal vez las pueda
recuperar, pero tengo que pagarle a Apple por comprar nuevos programas,
etcétera.
–Es peligroso, pero ¿cómo evitarlo? La sociedad está encantada con esto.
–Es el 1984
de Orwell. Yo no tengo la menor duda, y lo más sorprendente es que no
son las fuerzas del totalitarismo lo que nos empuja a ello sino que
somos nosotros mismos que entregamos todo, felices con la novedad y la
tecnología. En la medida que te dicen que ves más, menos es lo que ves.
Hemos padecido en los últimos quince o veinte años algunas de las peores
guerras de las que se tenga memoria en la historia de la humanidad. Y
son guerras civiles. De la Primera Guerra Mundial tenemos un inventario
de imágenes muy completo. Y eso que fue una guerra previa a la
diseminación de la imagen. Pero de estas recientes, no. Otro tema para
analizar es que nunca en la historia de la imagen, éstas han sido tantas
y tan efímeras. Se producen a una velocidad abismal y la posibilidad de
leerlas es inversamente proporcional a la cantidad de lo que se
produce. Las imágenes están condenadas a perecer.
–Y cuando
aparecen son abstracciones, como las imágenes de la Guerra del Golfo que
“transmitió” la CNN. Allí el soporte y la velocidad de trasmisión
tenían mucho que ver.
–Por eso mismo creo que tendremos que
recuperar la lentitud. Tenemos que aprender nuevamente a construir
lentitudes. Yo le hice una entrevista a Jean Francois Lyotard, muy tarde
en su vida, que fue publicada en Caracas en los años 90. Debe ser una
de las últimas, si no la última. Lyotard me dijo una cosa curiosa que
aún hoy trato de entender. Dijo que había que aprender a olvidar, que
teníamos que aceptar el olvido. Porque pensar en una memoria absoluta es
una de las caras del infierno. Recién ahora comprendo lo que me quiso
decir.
–¿Fue acaso Lyotard una figura solitaria por su pensamiento crítico?
–El
pensamiento crítico sólo puede ser solitario porque quien se para
frente al oleaje no suele tener compañía. Pero otra cosa importante que
define este tiempo además del intelectual en soledad es la cuestión del
intelectual en la ciudad. Lo comentaba ayer con alguien y en ese sentido
el modelo americano es preocupante. Yo vivo allí y cuando vengo aquí o
voy a Europa me doy cuenta de que aún existe el intelectual en la
ciudad. Pero en los Estados Unidos uno tiene la impresión de que el
intelectual no existe en la ciudad. La discusión es en la academia. Y la
universidad es como un ámbito monástico encerrado en pequeñas arcadias,
algunas de ellas inscriptas en los peores infiernos urbanos. Pongamos
por caso Yale. New Haven es una de las ciudades más violentas de los
Estados Unidos y la universidad es una arcadia en medio de eso. Hasta
hace muy poco las jóvenes que estaban en Yale tenían que ir con mucho
cuidado al campus porque podían ser violadas. Ese encierro monástico no
tiene equivalente en la ciudad. La discusión en la ciudad está llevada
por la sociedad espectacular. Por los conductores y los moderadores de
la sociedad y el periodismo espectacular. Tengo la impresión de que en
lugares como Europa, en la Argentina o en otros lugares de América
Latina todavía se conserva el vínculo del intelectual con la ciudad.
–¿Dónde? Tengo la impresión que la tradición de la bohemia de café se ha perdido prácticamente, y con ella el debate.
–No
vivimos de la nostalgia del intelectual crítico pero es importante que
el intelectual no se reconozca ideologizado porque como decía la
ideología es un espejismo y, como todo espejismo, es difícil ver qué no
es realidad. El intelectual ideologizado es un intelectual que habla de
espejismos. Veo muchos intelectuales de izquierda que creen en los
modelos populistas y de lo que hablan no es de la realidad. La realidad
es algo que tienen en sus cabezas o en sus relatos pero no pueden
enfrentarse a lo que ocurre en la calle. Otra cosa que me parece
imprescindible rescatar en los tiempos que corren es la piedad. Nos hace
falta un poco de piedad. Lyotard señaló mucho de esto en 1976, yo lo
estoy releyendo ahora. En realidad no lo leí bien en su época.
–¿Acaso porque no era fácil digerir lo que señalaba?
–Porque era un intelectual crítico de su tiempo. Lo que planteó en Les Inmateriaux ( Los Inmateriales
), aquella célebre exposición en el Centro Pompidou, era precisamente
lo que venimos a tratar recién ahora. Estamos yendo a un sistema de
pantallas, a una virtualización del mundo real, decía. La mutación
epistemológica a la que asistimos responde justamente a eso. En Los transformadores de Duchamp
, un libro raro que escribió, Lyotard dice que el espacio de la
política está basado en la geometría euclidiana. Un espacio de
dimensiones mensurables. Es decir, imaginamos el espacio político como
algo homogéneo pero eso ya no funciona –decía– y la metáfora que usaba
era la del vidrio roto de Duchamp. El vidrio, que operaba como metáfora,
se rompió y no explicaba más nada, lo dejaba allí como una invitación
al pensamiento. Nos toca a nosotros descifrarla. Eso es lo que me
interesa de él que nos obliga a pensar.
Luis Pérez Oramas básico
Caracas, 1960. Poeta, historiador y curador de arte.
Estudió Literatura Comparada en la Universidad Andrés Bello de
Caracas, y luego se doctoró en Filosofía e Historia del Arte en la Ecole
des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Ha enseñado Historia
del Arte en numerosas universidades y es autor de varios libros de
poemas, ensayos y catálogos de exposiciones en todo el mundo. Desde 2006
es responsable del departamento de Dibujo Latinoamericano del MoMA de
Nueva York.
Contexto: Torres García, Berni y Ferrari
Pérez Oramas llegó hacia fin de año a Buenos Aires siguiendo el
rastro de Joaquín Torres García, que es el motivo de la próxima muestra
que hará en 2015 en el MoMA. Porque esta ciudad y Montevideo conforman
uno de los más ricos yacimientos de la obra del gran uruguayo. Un
artista que aquí ha tenido enormes seguidores tanto entre los
coleccionistas como entre los artistas locales.
¿Por qué Torres García en el MoMA? Le preguntamos a propósito de lo difícil que suele ser Nueva York para los grandes maestros del arte latinoamericano. La última muestra de carácter abarcativo que se vio allí fue en el Guggenheim en los años setenta, y fue muy mal recibida. En su opinión ahora es un mejor momento. “Hay una cosa brutal en Torres García que hace que haya llegado a Basquiat. Basquiat reconocía una deuda con Torres García –explica–, esa brutalidad esquemática; esa cosa muy somera que tiene Torres García en el plano de lo abstracto hace que su influjo llegue hasta los nuevos salvajes de la pintura grafitera”.
Surge entonces y de manera inevitable la figura de Berni en relación con la muestra que exhibe ahora el Malba y que viene de Houston sin haber suscitado mayor interés de la crítica allí.
“Es que Berni es un artista que cuesta mucho leer fuera de este país –dice Pérez Oramas–. Reconozco que es una figura enorme aquí, prácticamente oficial. Pero yo mismo tengo problemas con Berni –admite–. Diría que para mí el mejor Berni es el que se distrae del enunciado. Ese Berni que no es tan rotundo. Encuentro en él unos momentos que hace una suerte de digestión del surrealismo, a través de una cierta conciencia corporal que revela una genética de la modernidad italiana. Eso me resulta fascinante. Yo no sé qué vería Berni de joven. Luego hay un momento de la inclusión de la basura donde adquiere una fuerza especial. Pero cuando avanza con lo experimental y lo que prevalece es el enunciado, allí me fastidio. Es que a mí me seducen las imágenes que están en peligro de desaparición, y lo que veo en las de Berni es que están demasiado asentadas. También debo referirme a la recepción de Berni en el plano internacional. ¿Cuál es el lugar y la función que ocupa en un relato de la historia moderna americana y me refiero a toda América? Berni es inconmensurable. Si uno lo juzga desde el espacio de la historia del arte canónica no tiene lugar. Por eso los teóricos y curadores tenemos que ir buscando las vías para que se pueda leer y no sólo localmente. Y eso implica una negociación. No he visto la exhibición y hasta qué punto esa negociación está, no lo sé.
¿Y qué pasa entonces con León Ferrari?, le preguntamos.
“No, su caso es distinto. En León hay una fragilidad permanente que conmueve. Y cuando esa fragilidad pasa a lo político es muy bello también. Aparece el sufrimiento, el dolor. León era muy sensible y conocía mucho acerca de la eficacia de la imagen que es tan susceptible del dolor como el cuerpo humano”.
Ensayo. El arsenal de tecnologías de archivo y registro
que poseemos es sólo una prótesis de nuestra propia imagen, concluye
Pérez Oramas.
¿Por qué Torres García en el MoMA? Le preguntamos a propósito de lo difícil que suele ser Nueva York para los grandes maestros del arte latinoamericano. La última muestra de carácter abarcativo que se vio allí fue en el Guggenheim en los años setenta, y fue muy mal recibida. En su opinión ahora es un mejor momento. “Hay una cosa brutal en Torres García que hace que haya llegado a Basquiat. Basquiat reconocía una deuda con Torres García –explica–, esa brutalidad esquemática; esa cosa muy somera que tiene Torres García en el plano de lo abstracto hace que su influjo llegue hasta los nuevos salvajes de la pintura grafitera”.
Surge entonces y de manera inevitable la figura de Berni en relación con la muestra que exhibe ahora el Malba y que viene de Houston sin haber suscitado mayor interés de la crítica allí.
“Es que Berni es un artista que cuesta mucho leer fuera de este país –dice Pérez Oramas–. Reconozco que es una figura enorme aquí, prácticamente oficial. Pero yo mismo tengo problemas con Berni –admite–. Diría que para mí el mejor Berni es el que se distrae del enunciado. Ese Berni que no es tan rotundo. Encuentro en él unos momentos que hace una suerte de digestión del surrealismo, a través de una cierta conciencia corporal que revela una genética de la modernidad italiana. Eso me resulta fascinante. Yo no sé qué vería Berni de joven. Luego hay un momento de la inclusión de la basura donde adquiere una fuerza especial. Pero cuando avanza con lo experimental y lo que prevalece es el enunciado, allí me fastidio. Es que a mí me seducen las imágenes que están en peligro de desaparición, y lo que veo en las de Berni es que están demasiado asentadas. También debo referirme a la recepción de Berni en el plano internacional. ¿Cuál es el lugar y la función que ocupa en un relato de la historia moderna americana y me refiero a toda América? Berni es inconmensurable. Si uno lo juzga desde el espacio de la historia del arte canónica no tiene lugar. Por eso los teóricos y curadores tenemos que ir buscando las vías para que se pueda leer y no sólo localmente. Y eso implica una negociación. No he visto la exhibición y hasta qué punto esa negociación está, no lo sé.
¿Y qué pasa entonces con León Ferrari?, le preguntamos.
“No, su caso es distinto. En León hay una fragilidad permanente que conmueve. Y cuando esa fragilidad pasa a lo político es muy bello también. Aparece el sufrimiento, el dolor. León era muy sensible y conocía mucho acerca de la eficacia de la imagen que es tan susceptible del dolor como el cuerpo humano”.
Narciso. Óleo de Caravaggio perteneciente a la Galería Nacional de Arte Antiguo, en Roma. |
Contra Narciso
Ensayo. El arsenal de tecnologías de archivo y registro
que poseemos es sólo una prótesis de nuestra propia imagen, concluye
Pérez Oramas.
Por Luis Pérez Oramas
El libelo que estas líneas exponen es contra el tiempo presente.
Sus palabras han sido escritas a contrapelo de los días, pero no se
aloja en ellas ninguna nostalgia de pasado, ni se pretende con ellas
promover ninguna forma de retorno. No negaré que abrevo en aguas
pesimistas, aliadas a la certeza de que el tiempo pasa inevitable y trae
inexorable su botín de prodigios, aunado a su fardo de tragedias.
No soy voluntarista: creo, profundamente, que nuestra vida está regida por la indiferencia del mundo a nuestra voluntad, a nuestros dolores y alegrías. Mi religión, mi moral, mi política se nutren de la vida presente y del constante recurso a las fuentes naturales en las que yace la ofrenda de los alimentos, los sueños, los espasmos. Entre ellas estimo en especial las fuentes escritas y gráficas, el ruido o el sonido de la voz y de las voces.
El libelo que estas líneas exponen es contra Narciso, contra la tentación de morir en la contemplación de un espejo refulgente ante el cual no sabemos establecer distancias, confundiéndonos y ahogándonos en su ínfima densidad de vidrio; olvidando que lo que miramos tiene cuerpo, y era nuestro.
Vivimos un mundo de fugaces famas, en el que hemos llegado a poseer los instrumentos que nos permiten la más abrumadora producción de imágenes y escritos desde que la humanidad se piensa o se mira a sí misma. Pero nunca desde que la humanidad produce figuras o escritos se han engendrado tan efímeras imágenes y tan pasajeros textos, breves, desoladoramente ínfimos.
En la acumulación de producciones simbólicas bajo la cual se ahoga, asfixiada, la forma de la significación, se esconden también dos ilusiones que devanean como fantasmas por el mundo: una es la aristocracia mediática de la celebridad, generalmente ilegítima, y similarmente efímera e intranscendente a los soportes que la justifican; otra es la absurda, improbable certeza de que bastaría unirse cualquiera al bosque impenetrable de imágenes fugaces y escritos céleres que nos ahogan para alcanzar la póstuma gloria literaria o artística. Por ello el libelo que estas líneas exponen también se erige en contra de la vanidad artística y literaria, en contra de su onanista persistencia en construir su propio túmulo. (...) Los hombres creemos, incesantemente, poseer la memoria de las cosas, especialmente la que nos corresponde como individuos, pero en realidad todo en ella es pérdida: la memoria, o lo que así llamamos, es sólo un atajo laborioso, un sótano insondable, un laberinto oscuro del que sólo se sale por galleos y escaramuzas. La memoria es siempre deformación (de la memoria o del evento recordado), según lo anotó Sigmund Freud en una de las contadísimas innovaciones modernas al pensamiento humano. En los días presentes, cuando la humanidad ha alcanzado a producir y controlar el más abismal arsenal de tecnologías de archivo y registro (es decir de memoria artificial) la especie humana padece la más extensa e incurable de las epidemias de memoria natural, en los rincones del Alzheimer y de la demencia ordinaria. La profecía de Thamus en el diálogo de Platón se ha materializado: no sería la escritura un remedio, un “fármaco” para el olvido sino la pérfida poción que no cesa descomunalmente de engendrarlo: hipomnesis que condena la voz a su silencio, las formas a su olvido y sanciona la muerte de la verdadera mnème , de la memoria viva. Toda hiperescritura es entonces síntoma de hipomnesis: toda hiperescritura es una cifra más de la desmemoria ordinaria que sin cesar nos consume.
La otrora conmovedora figura del anuario de escuela donde los graduados colocaban su foto, su nombre, su clase, su fecha de nacimiento se ha convertido hoy en el ejemplo más elocuente de una post-nación: sin fronteras visibles y con más de mil millones de habitantes (en realidad, usuarios; es decir en verdad: trashumantes) cuyos datos, cuya biometría, cuyas amistades y gustos, frecuentaciones y hábitos se venden, sin que sepamos, al mejor postor mientras nos divertimos en el infantilizante oficio de vernos a nosotros mismos retratados en la ocupación de nuestros más banales menesteres. Tal comunidad, o facebook, tal libro de caras, entre otros, es sólo un ejemplo de la ideología dominante, de su reveladora fisonomía: en ese archivo que creemos ilusoriamente nuestro nos olvidamos de los otros, mientras matamos el tiempo viéndolos en similares y anodinos menesteres, en la falsa certeza de que sólo nos ocupamos de ellos. Decenas de años de lucha y sacrificios fueron ignorados por la humanidad y sus medios, en los países árabes, al hacer eclosión en el desbarajuste de la historia la masiva voluntad de cambio conocida como “primavera árabe” y ser atribuida entonces sólo al oscuro monasterio del facebook o al nuevo imperio telegramático del twitter, con su tartamuda lengua de abreviaciones: lol, lot of laughs , montones de risas; f omo, fear of missing out , temor de perdérnosla. Así se legitima el poder de la ideología que, como saben los viejos luchadores, esconde su rostro en sus sombras y habla en el silencio; y que, como bien afirmaba Carlos Marx, suele funcionar como una cámara oscura, ofreciéndonos una imagen invertida de la realidad.
Vamos entonces a preguntarnos, al ver la imagen del mundo que nos ofrece nuestra edad de conectividades, nuestra era de “social media”, nuestro tiempo de hipermemorias, hiperimagénes e hiperescrituras si aquella no sería, más bien, precisamente, una imagen invertida, una imagen falsa: si, a fin de cuentas, la conectividad no sería la escaramuza de una destrucción soterrada del frágil tejido social en un mundo que ya no depende de naciones, tanto como de corporaciones; si la función de mediación social no ha devenido la más aterradora, por silente, por aparentemente inocua, forma de control social (“social media” igualándose a “social control”); cabe preguntarse pues si la hiperescritura no hace imposible la lectura, induciendo más bien la más absoluta hipolectura en quienes, como podemos comprobar estadísticas en mano, no llegamos ya al final de ningún texto, menos aún en la red; si la hiperescritura no genera, como la sangre coralina y tiesa de Medusa moribunda, la absoluta diseminación de una epidemia de hipolectura; si la hiperimagen no engendra, como parece cierto al desgarrar su imagen invertida, un laberinto de ínfimas imágenes tras el cual se esconde la percepción de un desierto: si tras la imagen aguda y breve, furtiva e hipnotizante que se multiplica sin parar en cada escaramuza de nuestra vida cotidiana no se esconde el empobrecimiento de la percepción: el olvido del mundo y de las cosas, que de pronto creemos ser sólo imágenes. Vamos a preguntarnos, en fin, si cada uno de nosotros, con nuestros multiplicados “dispositivos móviles” en mano, a cada instancia de nuestros días, ellos en vilo, titilando su pequeña luz roja o verde como una farmacia de turno mientras dormimos, no habremos venido hoy a constituir la masiva ciudadanía, a la vez post-histórica y post-nacional, de una edad narcísica: edad de la soledad en cuanto somos como Narciso, ostentando públicamente nuestros espejos portátiles, prótesis de nuestra propia imagen, para sólo vernos y para sólo existir para nosotros, condenados como Narciso a olvidar el mundo en el irreconocimiento de nuestra imagen, hasta ahogarnos en ella, transformados en la excrecencia floral (o tecnológica) de un pantano oscuro, de un nuevo leteo.
Hemos alcanzado la edad de la hiperescritura y todo se confabula para que olvidemos entonces sus raíces primeras, sus fuentes naturales. Tal es la ideología de nuestro tiempo que busca controlar a los humanos con un sutil y aterrador mecanismo de control –la apariencia de ser todos en nuestro propio olvido colectivo, la ilusión de ser todos en la desafección de todos–; y tal es su infernal residuo: el olvido de la cultura humana tal como la hemos conocido. Para ello nos ofrece esta ideología la seductora mercancía de un inagotable alcance de memoria, de archivo, de infinito texto que ya nadie lee; una acumulación de imágenes sofísticas, protésicas, cuya abundancia sobrepasa nuestra inteligencia natural y que no podrá, en verdad, ser nunca elaborada por nosotros, restándole sólo el destino de ser abandonada como un mar de nadie a la fortuna de sus fantasmas póstumos. (...) No sería eso lo más grave: tras ese bazar infinito de textos, imágenes, archivos, se esconden sus dueños, que nadie conoce. Se esconde quien ha adquirido todos los derechos de reproducción y sepulta a las imágenes en una mina subterránea. Se esconden los poderes de las naciones que tienen capacidad permanente de hacer “black-out” en nuestros dispositivos de imagen. Se esconde, más consecuentemente, tras la afable apariencia de esos textos, imágenes y archivos en nuestros espejos móviles, una críptica selva de hipercódigos y meta-textos, de ecuaciones, logaritmos, algoritmos a los cuales necesariamente han sido traducidos los textos, las imágenes, los archivos, para poder producir la ilusión de que accedemos a ellos desde la táctil facilidad de la yema de nuestros dedos. La lectura sin esfuerzo en la impecable superficie de nuestro espejo, la imagen que no reconocemos y éramos nosotros.
El texto completo de este ensayo fue publicado por primera vez en el sitio Prodavinci.com.
Fuente: Revista Ñ Clarín
No soy voluntarista: creo, profundamente, que nuestra vida está regida por la indiferencia del mundo a nuestra voluntad, a nuestros dolores y alegrías. Mi religión, mi moral, mi política se nutren de la vida presente y del constante recurso a las fuentes naturales en las que yace la ofrenda de los alimentos, los sueños, los espasmos. Entre ellas estimo en especial las fuentes escritas y gráficas, el ruido o el sonido de la voz y de las voces.
El libelo que estas líneas exponen es contra Narciso, contra la tentación de morir en la contemplación de un espejo refulgente ante el cual no sabemos establecer distancias, confundiéndonos y ahogándonos en su ínfima densidad de vidrio; olvidando que lo que miramos tiene cuerpo, y era nuestro.
Vivimos un mundo de fugaces famas, en el que hemos llegado a poseer los instrumentos que nos permiten la más abrumadora producción de imágenes y escritos desde que la humanidad se piensa o se mira a sí misma. Pero nunca desde que la humanidad produce figuras o escritos se han engendrado tan efímeras imágenes y tan pasajeros textos, breves, desoladoramente ínfimos.
En la acumulación de producciones simbólicas bajo la cual se ahoga, asfixiada, la forma de la significación, se esconden también dos ilusiones que devanean como fantasmas por el mundo: una es la aristocracia mediática de la celebridad, generalmente ilegítima, y similarmente efímera e intranscendente a los soportes que la justifican; otra es la absurda, improbable certeza de que bastaría unirse cualquiera al bosque impenetrable de imágenes fugaces y escritos céleres que nos ahogan para alcanzar la póstuma gloria literaria o artística. Por ello el libelo que estas líneas exponen también se erige en contra de la vanidad artística y literaria, en contra de su onanista persistencia en construir su propio túmulo. (...) Los hombres creemos, incesantemente, poseer la memoria de las cosas, especialmente la que nos corresponde como individuos, pero en realidad todo en ella es pérdida: la memoria, o lo que así llamamos, es sólo un atajo laborioso, un sótano insondable, un laberinto oscuro del que sólo se sale por galleos y escaramuzas. La memoria es siempre deformación (de la memoria o del evento recordado), según lo anotó Sigmund Freud en una de las contadísimas innovaciones modernas al pensamiento humano. En los días presentes, cuando la humanidad ha alcanzado a producir y controlar el más abismal arsenal de tecnologías de archivo y registro (es decir de memoria artificial) la especie humana padece la más extensa e incurable de las epidemias de memoria natural, en los rincones del Alzheimer y de la demencia ordinaria. La profecía de Thamus en el diálogo de Platón se ha materializado: no sería la escritura un remedio, un “fármaco” para el olvido sino la pérfida poción que no cesa descomunalmente de engendrarlo: hipomnesis que condena la voz a su silencio, las formas a su olvido y sanciona la muerte de la verdadera mnème , de la memoria viva. Toda hiperescritura es entonces síntoma de hipomnesis: toda hiperescritura es una cifra más de la desmemoria ordinaria que sin cesar nos consume.
La otrora conmovedora figura del anuario de escuela donde los graduados colocaban su foto, su nombre, su clase, su fecha de nacimiento se ha convertido hoy en el ejemplo más elocuente de una post-nación: sin fronteras visibles y con más de mil millones de habitantes (en realidad, usuarios; es decir en verdad: trashumantes) cuyos datos, cuya biometría, cuyas amistades y gustos, frecuentaciones y hábitos se venden, sin que sepamos, al mejor postor mientras nos divertimos en el infantilizante oficio de vernos a nosotros mismos retratados en la ocupación de nuestros más banales menesteres. Tal comunidad, o facebook, tal libro de caras, entre otros, es sólo un ejemplo de la ideología dominante, de su reveladora fisonomía: en ese archivo que creemos ilusoriamente nuestro nos olvidamos de los otros, mientras matamos el tiempo viéndolos en similares y anodinos menesteres, en la falsa certeza de que sólo nos ocupamos de ellos. Decenas de años de lucha y sacrificios fueron ignorados por la humanidad y sus medios, en los países árabes, al hacer eclosión en el desbarajuste de la historia la masiva voluntad de cambio conocida como “primavera árabe” y ser atribuida entonces sólo al oscuro monasterio del facebook o al nuevo imperio telegramático del twitter, con su tartamuda lengua de abreviaciones: lol, lot of laughs , montones de risas; f omo, fear of missing out , temor de perdérnosla. Así se legitima el poder de la ideología que, como saben los viejos luchadores, esconde su rostro en sus sombras y habla en el silencio; y que, como bien afirmaba Carlos Marx, suele funcionar como una cámara oscura, ofreciéndonos una imagen invertida de la realidad.
Vamos entonces a preguntarnos, al ver la imagen del mundo que nos ofrece nuestra edad de conectividades, nuestra era de “social media”, nuestro tiempo de hipermemorias, hiperimagénes e hiperescrituras si aquella no sería, más bien, precisamente, una imagen invertida, una imagen falsa: si, a fin de cuentas, la conectividad no sería la escaramuza de una destrucción soterrada del frágil tejido social en un mundo que ya no depende de naciones, tanto como de corporaciones; si la función de mediación social no ha devenido la más aterradora, por silente, por aparentemente inocua, forma de control social (“social media” igualándose a “social control”); cabe preguntarse pues si la hiperescritura no hace imposible la lectura, induciendo más bien la más absoluta hipolectura en quienes, como podemos comprobar estadísticas en mano, no llegamos ya al final de ningún texto, menos aún en la red; si la hiperescritura no genera, como la sangre coralina y tiesa de Medusa moribunda, la absoluta diseminación de una epidemia de hipolectura; si la hiperimagen no engendra, como parece cierto al desgarrar su imagen invertida, un laberinto de ínfimas imágenes tras el cual se esconde la percepción de un desierto: si tras la imagen aguda y breve, furtiva e hipnotizante que se multiplica sin parar en cada escaramuza de nuestra vida cotidiana no se esconde el empobrecimiento de la percepción: el olvido del mundo y de las cosas, que de pronto creemos ser sólo imágenes. Vamos a preguntarnos, en fin, si cada uno de nosotros, con nuestros multiplicados “dispositivos móviles” en mano, a cada instancia de nuestros días, ellos en vilo, titilando su pequeña luz roja o verde como una farmacia de turno mientras dormimos, no habremos venido hoy a constituir la masiva ciudadanía, a la vez post-histórica y post-nacional, de una edad narcísica: edad de la soledad en cuanto somos como Narciso, ostentando públicamente nuestros espejos portátiles, prótesis de nuestra propia imagen, para sólo vernos y para sólo existir para nosotros, condenados como Narciso a olvidar el mundo en el irreconocimiento de nuestra imagen, hasta ahogarnos en ella, transformados en la excrecencia floral (o tecnológica) de un pantano oscuro, de un nuevo leteo.
Hemos alcanzado la edad de la hiperescritura y todo se confabula para que olvidemos entonces sus raíces primeras, sus fuentes naturales. Tal es la ideología de nuestro tiempo que busca controlar a los humanos con un sutil y aterrador mecanismo de control –la apariencia de ser todos en nuestro propio olvido colectivo, la ilusión de ser todos en la desafección de todos–; y tal es su infernal residuo: el olvido de la cultura humana tal como la hemos conocido. Para ello nos ofrece esta ideología la seductora mercancía de un inagotable alcance de memoria, de archivo, de infinito texto que ya nadie lee; una acumulación de imágenes sofísticas, protésicas, cuya abundancia sobrepasa nuestra inteligencia natural y que no podrá, en verdad, ser nunca elaborada por nosotros, restándole sólo el destino de ser abandonada como un mar de nadie a la fortuna de sus fantasmas póstumos. (...) No sería eso lo más grave: tras ese bazar infinito de textos, imágenes, archivos, se esconden sus dueños, que nadie conoce. Se esconde quien ha adquirido todos los derechos de reproducción y sepulta a las imágenes en una mina subterránea. Se esconden los poderes de las naciones que tienen capacidad permanente de hacer “black-out” en nuestros dispositivos de imagen. Se esconde, más consecuentemente, tras la afable apariencia de esos textos, imágenes y archivos en nuestros espejos móviles, una críptica selva de hipercódigos y meta-textos, de ecuaciones, logaritmos, algoritmos a los cuales necesariamente han sido traducidos los textos, las imágenes, los archivos, para poder producir la ilusión de que accedemos a ellos desde la táctil facilidad de la yema de nuestros dedos. La lectura sin esfuerzo en la impecable superficie de nuestro espejo, la imagen que no reconocemos y éramos nosotros.
El texto completo de este ensayo fue publicado por primera vez en el sitio Prodavinci.com.
Fuente: Revista Ñ Clarín