Después de conocer a Jorge Luis Borges en los años treinta, Adolfo Bioy Casares se aisló en la estancia familiar de Pardo, en el partido de Las Flores. De esa reclusión surgió La invención de Morel, que parece contener el núcleo poético de su obra futura. Crónica de una visita al lugar que vio el nacimiento de un libro clave de la literatura argentina.
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Ejemplares de los primeros libros de Bioy. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott |
Por Edgardo Scott
En 1967 Bioy le escribe a Silvina desde París: "Me voy a Le Touquet que no ha de quedar a más de 230 km.: la distancia a Pardo, más o menos". Exacto. A mano derecha, a 220 km. de Buenos Aires, sobre dos promontorios de tierra, uno a cada lado del camino que lleva al pueblo y con grandes letras blancas de mampostería, se erige el nombre de Pardo. Hoy Pardo es una vieja estación en la que los trenes de carga ya no se detienen, rodeado por un conjunto de casas bajas, habitado por gente que trabaja en el campo, en chacras o en comercios de Las Flores (la ciudad cabecera de partido, a 35 kilómetros). Una de las tantas estaciones rurales abandonadas de la provincia de Buenos Aires. Pero si bien la estación ya no aloja pasajeros, ha sido reconvertida desde 2003 en el museo y biblioteca Bioy Casares y a la vez, en un museo ferroviario. De modo que hay un pequeño museo en cada sala de la estación. Donde alguna vez esperaron los pasajeros está el museo Bioy, y donde alguna vez estaban los empleados, está el museo ferroviario. Al andén todavía no ha llegado el Inadi y se puede leer en los carteles de un siglo atrás: "Sala de señoras", "Sala de espera general". Probablemente, a Bioy tampoco le hubiera molestado esa distinción.
Nuestra contemporánea conciencia de época -siempre algo esnob- suele fascinarse o mirar con recelo los museos y las efemérides. Pero eso tal vez se deba al rechazo de la historia. Sin embargo, lo cierto es que imperturbable, indiferente a valoraciones, la historia continúa insistiendo, influyendo, gravitando. Y es la historia -la historia de la literatura en este caso- la que dice que Bioy escribió en su estancia "Rincón viejo", aquí en Pardo, La invención de Morel; su primera novela, su novela, en más de un sentido, inmortal. También dice que por esos años y en la misma estancia, Bioy escribió un folleto de yogur para La Martona, la empresa láctea de los Casares, su familia materna, iniciando la serie de colaboraciones con Jorge Luis Borges. Y por último, la historia dice que unos meses antes de la publicación de La invención de Morel, pero también en 1940, Bioy se casó con Silvina Ocampo en Las Flores (los documentos son feroces; el acta matrimonial revela: Silvina Inocencia Ocampo); fueron padrinos y posaron para las fotos Enrique Luis Drago Mitre, Oscar Pardo y, otra vez, Jorge Luis Borges. En la testimonial fotografía Silvina y Borges llevan trajes claros, quizá blancos. Borges tenía 39, Silvina 35, Bioy era el menor; apenas 25 años.
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La estación de Pardo. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott | |
El museo Bioy de la estación de Pardo no es exhaustivo; es breve, deshilvanado, heterogéneo. Pero hay hallazgos. Como el dato de que una biblioteca de El Cairo lleva el nombre de Bioy, una fotocopia del acta matrimonial con Silvina, una foto de la abuela de Bioy (Domecq, de ahí viene su parte del célebre escritor de dos cabezas), varias fotografías, algunos ejemplares de sus libros. Los libros están gastados, amarillos, humedecidos, no son ediciones prestigiosas, pero por algún motivo, tal vez por su desplazamiento o su desubicación, no pierden su poder de atracción, su encanto. Afuera están las vías anchas, plateadas, todavía útiles, que surcan los galpones vacíos y oxidados. Si bien los censos hablan de una modesta reducción de sus habitantes (en 2010, 159), en Pardo ahora hay un hotel que menos artera que fatalmente lleva el nombre "Casa-Bioy". Y un poco más allá está la escuela con otro nombre familiar: Juan Bautista Bioy. El abuelo. El que llegó de Francia en 1850, el que dejó miles de hectáreas y una fortuna considerable; un hombre al que Bioy apenas llegó a conocer pero que, recordaba, era muy severo y malhumorado: su padre le decía que habían aprendido el largo de su bastón y que debía cuidarse de su radio.
¿Será algún día este museo, este pueblo, algo como la casa de Monet en Giverny? ¿O la maison de Balzac en París? Cuesta creerlo (otra vez la Argentina y su relación con la historia); pero menos improbable es que ya esté agregado a la lista de actividades para días de campo en estancias turísticas de la zona, donde se coman empanadas fritas, asado, se beba vino tinto, y se aprendan los rudimentos para montar a caballo.
Antes de La invención de Morel, Bioy publicó seis libros. "Primero publicar después escribir", era la premisa irónica de Osvaldo Lamborghini. Bioy, aunque la concretara, no creo que la compartiera; supo abjurar de todos esos libros; ninguno está reeditado: Prólogo (1929), Disparos contra lo porvenir (1933) -con el feliz seudónimo de Martín Sacastrú-, Caos (1934), La nueva tormenta o la vida múltiple de Juan Ruteno (1935), La estatua casera (1936), Luis Greve muerto (1937). Fueron libros en verdad alentados y pagados por su padre y escritos menos por su deseo que por su vanidad y juventud. Pero en la década del 30 se acercó a Sur, conoció a Victoria Ocampo y a través de ella a Borges y a Silvina. Decidió mudar de piel. Resignó con aceptación las carreras de derecho y letras, así como el manejo de los campos. Para La invención de Morel Bioy cambió la influencia literaria de su padre por la de Borges. A partir de entonces, Borges fue su referencia. Pero no era suficiente, debió aislarse durante tres años en la estancia de Pardo para leer y escribir y corregir. El proyecto de escritura era guiado por su propia experiencia: "escribí La invención... menos pensando en acertar que en no equivocarme". Y si bien el fraseo de ese libro es duramente borgeano, La invención de Morel ya contiene el núcleo poético de toda su obra: ahí están el amor, la irrealidad, la irrealidad del amor, la triste condena de las representaciones. La invención de Morel es un efecto de relectura; como si hasta ese momento Bioy sólo se hubiera expresado, y recién con ese libro decidiera leerse. Bioy ha dicho que en aquella voluntaria, iniciática reclusión de Pardo leyó todo; habría que decir que aprendió a leer y que aprendiendo a leer, aprendió a escribir. Adquirió su escritura. Dedujo, como Valéry, que una escritura no prescinde de su autor; y que incluso para inventar ficciones el autor paga con sus fantasmas. En Pardo, recorriendo la estancia deshabitada en medio de la llanura -que como dijo su gran amigo, es nuestro desierto- Bioy se parece bastante a su héroe, al fugitivo atribulado de la isla perdida que descubre una máquina prodigiosa, un proyector de espejismos.
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La escuela de Pardo. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott |
"Rincón viejo", la mítica estancia de los Bioy, está sobre la ruta 3 -siempre cargada de camiones- apenas un par de kilómetros antes de llegar a Pardo. No hay señal, no hay ninguna indicación ni cartel, pero todavía se puede ver desde la ruta el nutrido monte de casuarinas que resguarda y oculta la casa. Cuando era chico, Bioy oía soplar el viento y silbar los árboles e imaginaba con miedo la llegada de un malón. Otra vez la historia: no tan lejos quedaba en su infancia el tiempo de Roca; su propio abuelo había sido comandante del cuartel séptimo de Las Flores. Pardo es el lugar de la infancia; el primer recuerdo de Bioy pertenece a Pardo:
estar mirando la luna, tratando de ver en ella un jinete en un burrito, yo tendría tres o cuatro años y alguien -mi madre, la niñera- me había dicho que si miraba con atención la luna yo vería aquel jinete.
El primer recuerdo, la primera novela. ¿La única mujer? Así como sabemos que no hay origen sino discurso de origen, todo inicio tiene algo de retorno. Para empezar a escribir de veras, Bioy tuvo que volver a Pardo. Tuvo que releer y apropiarse de su historia. En La invención de Morel Bioy inventa una variación de Robinson; hay otro hombre solo en una isla que deambula entre ruinas y construcciones vacías, y que empieza a ver intermitentemente extrañas imágenes; sobre todo la imagen de Faustine, aquella "coqueta y risueña mujer" que contempla el mar al atardecer y que se vuelve el centro de su relato. Una isla, un hombre solo, una estancia, un hombre solo. ¿No podemos imaginar esa estancia en Pardo, con sus habitaciones y corredores enormes y deshabitados, como la contagiosa isla de Morel?, ¿no se pareció Bioy, recluido en Pardo, a su personaje?; ¿no era su propio prisionero, sólo que buscando el grial de la perfección o al menos la autenticidad de su escritura, el cielo de su propia conciencia?
Decía Lucho Bordenave, el enamorado relojero de Dormir al sol: "Después de un cautiverio como el que pasé, usted no sabe lo que es andar suelto, de noche, por las calles del barrio". Es posible imaginar la satisfacción si no la alegría de Bioy después de terminar La invención..., volviendo a Buenos Aires, con el manuscrito bajo un brazo y Silvina del otro.
Como Canetti o Stendhal, Bioy aborrecía la muerte y también la vejez. Muy a su modo, tampoco pretendía ser inmortal, infinito; deseaba vivir un poco más. Ciento veinte, ciento treinta años. Una cifra literaria, de longevos en un texto fantástico de Bioy. En otra dimensión debe suceder. Si fuera así, estaría vivo aún. Tal vez habría un gran festejo en la estancia. Es un hermoso espejismo: Bioy sale de Buenos Aires, toma la ruta 3, supera camiones y matrimonios lentos con su Volvo, y hacia el kilómetro 220 pone el giro y dobla a la derecha.
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El casamiento de Silvina Ocampo y Bioy, en Las Flores. Atrás, los testigos:
Oscar Pardo, Enrique Luis Drago Mitre y Jorge Luis Borges. Foto: Archivo |
A modo de epílogo. Estuve dos veces en Las Flores y en Pardo. La última, hace unos días, se preparaban jornadas de homenaje, y en el hotel donde paré, el Gran Hotel Avenida, había vitrinas dispuestas para la exhibición de fotografías y objetos de Bioy o alrededor de Bioy. También me enteré de que a veces paraba en este lugar. Usaba la habitación 11. El hotel es un típico y vasto hotel, hecho para familias y viajantes, conservado desde 1943. También ha estado Borges, vi un par de fotos de 1967; de alguna visita a la estancia de su amigo.
En una de las vitrinas me encontré con un hallazgo: Luis Greve muerto. Uno de los seis libros malditos, de los libros nunca reeditados; de hecho es el último -1937-, justo el anterior a La invención de Morel. Es un libro de cuentos. Lo hojeo, leo algunos, furtivamente. Siempre pensé que Bioy exageraba y ahora compruebo que no, que los cuentos son inmaduros, flojos, inmerecidos de su obra. En una de las primeras páginas se anuncian todos esos libros fallidos y hasta uno más Teseo fatal; se avisa que está "en prensa". Evidentemente Bioy frenó o pospuso para siempre esa edición. Hay un dato más, bastante significativo; la editorial se llamaba Destiempo. Tal vez Bioy aceptara la hipótesis: ¿no pertenecen esos libros a otro mundo, a otro plano del tiempo y del espacio? ¿A una dimensión diferente a la que comienza con La invención... y que sigue con todo el resto de su obra? ¿o quién esperaba el Borges, que vino a decir tanto, después de su muerte? Destiempo se llama la editorial de ese libro que, como podría decir Macedonio, fue el último libro malo. Destiempo. Un presagio. Bioy todavía no sabía leerlo; aunque pronto sería un experto en escribir sobre esas cosas.
Edgardo Scott es escritor y psicoanalista. Publicó la novela El exceso y el libro de cuentos Los refugios.
Fuente. adn Cultura La Nación