REGRESO MAGISTRAL:
BAREMBOIM Y ARGERICH EN UN CONCIERTO MEMORABLE

Junto con la Orquesta del Diván, el director y la pianista conmovieron durante tres horas a un público que los aplaudió como pocas veces en el Teatro Colón
Martha Argerich, al piano, y Daniel Barenboim, con la batuta, durante la magnífica presentación de ayer en el Colón  Foto: LA NACION / Fabián Marelli
Martha Argerich, al piano, y Daniel Barenboim, con la batuta, durante la magnífica presentación de ayer en el Colón. Foto: LA NACION / Fabián Marelli


Por Pablo Gianera / LA NACIÓN

Todo concierto es un hecho eminentemente musical, pero hay algunos poquísimos conciertos que, sin dejar de serlo, se convierten en algo distinto y quedan en la memoria no sólo por lo escuchado. El encuentro de Daniel Barenboim y Martha Argerich ayer a la tarde, en el Teatro Colón, ya es inolvidable y marca un momento en la vida musical argentina.
Habría sido un concierto memorable sólo porque ambos son dos de los intérpretes más importantes del siglo XX y de lo que va del XXI. Pero hay también otras causas.
Fue el regreso de Argerich a Buenos Aires después de casi diez años de ausencia (algunos recordarán esa última actuación, hacia fines de 2005, en el teatro Gran Rex); fue también la vuelta de Barenboim desde 2010, y fue, sobre todo, la primera vez que los dos se presentaron juntos en esta ciudad, esta vez con él como director y ella como solista.
Quienes asistieron al Colón, colmado como pocas veces, lo sabían. Había en el aire una especie de nerviosismo, ansiedad y euforia aun antes de que la West-Eastern Divan Orchestra subiera al escenario.
Pero también lo sabían Barenboim y Argerich. Cuando Martha (con ese nombre que no parece requerir más explicación) apareció en el escenario, bellísima como siempre, Barenboim, a un costado, le cedió todos los aplausos; aplausos con una contundencia que hacía mucho no se escuchaban en el Colón.
Además del reencuentro con su amigo de la infancia en la ciudad en la que los dos crecieron, ella necesitaba un reencuentro particular con el público. Lo que sucedió a partir de entonces transcurrió como una aventura musical y afectiva de esas que ocurren muy cada tanto.
No hubo prácticamente palabras; ninguna declaración. Barenboim y Argerich se reencontraron haciendo eso que mejor saben hacer y que hacen de la mejor manera en que puede ser hecho en este mundo.
El concierto, que rondó las tres horas, tuvo su propia cronología. Había empezado con la obertura de Las bodas de Figaro.
Después, el Primer concierto de Beethoven sonó en las manos de Argerich como una versión en miniatura de lo que fue la tarde entera: vuelcos abruptos, dramas, reposos.
Al margen de la biografía en común, es de veras fascinante el modo en que dos figuras tan agudamente singulares y tan disímiles entre sí en tantos aspectos pueden lograr semejante alquimia musical.
Un ejemplo, entre muchísimos: Barenboim puede introducir en el momento (casi improvisar) ligerísimos desvíos en las respuestas de la orquesta al piano según lo que Argerich proponga y, por otro lado, no hay transparencia más milagrosa que aquella que él consigue en la orquesta y ella en el piano.
Cuando Argerich concluyó su lectura del concierto de Beethoven, se imponía el encore. Hay que decir que fue un encore deliberado entre ambos, conversado casi entre bambalinas.
Pero aun después del encore faltaba algo más: una de las instrumentistas de la WEDO tomó un micrófono y le anunció a la pianista que los músicos habían decidido nombrarla miembro honorario de la orquesta. Barenboim ya la había besado en la frente y la había dejado sola para que, una vez más, todos los aplausos fueran para ella.
Hay una complicidad incorpórea en la relación que Barenboim mantenía con Argerich que también se traslada a la manera en la que se relaciona en el escenario con los músicos de la Orquesta del Diván.
La segunda parte, dedicada por completo a Maurice Ravel, podía seguirse tanto con el oído como con los ojos. Barenboim, dotado de un ascendiente inclaudicable entre los músicos israelíes y palestinos, cambiaba miradas o sonrisas con los instrumentistas; entre ellos Michael, su hijo y primer violín.
El colmo se alcanzó con el Bolero, que Barenboim dirigió (por decir así) casi sin moverse, a veces incluso de brazos cruzados, apenas con gestos mínimos: el Bolero, que es una pieza ilusionista por excelencia, estuvo atravesado por otro ilusionismo: el de que la orquesta podía trabajar por sí sola.
Hubo aquí algo que resultó también conmovedor desde una perspectiva política: la ilusión de que el entendimiento de esas partes en conflicto, que estuvo en los presupuestos que Barenboim y su amigo Edward Said pensaron para la orquesta, pudiera -y aun debiera- alcanzarse sin ninguna intervención ajena a esas mismas partes.
Durante toda esa segunda parte Argerich no se fue del todo. Siguió y aplaudió el resto del concierto en un palco bajo que compartió, entre otros, con Jorge Telerman y Pedro Pablo García Caffi, el director del Colón, que poco después, a la salida, comentó que el reencuentro entre los dos músicos había sido "el acontecimiento emocionalmente más importante" de su gestión.
Fue Barenboim quien trajo de regreso a Argerich. Algo del regreso se sintió también en los bises.
Argerich se inclinó por "Traumes-Wirren", la octava de la Fantasiestücke, de Robert Schumann, el compositor que mejor supo retratar la infancia.
Precisamente, otro de los milagros de Argerich es haber crecido sin haber dejado nunca de conservar el sortilegio de la infancia.
Barenboim, por su lado, eligió un arreglo de José Carli de "El firulete". Po un lado, esto podía conectar con la "Habanera" de la Rapsodia española de Ravel, pero ya se sabe que el tango, como Buenos Aires, está ligado para Barenboim con el mundo de la infancia.
Finalmente, los dos habían vuelto a casa.

Próximas funciones

  • Hoy, a las 20, Barenboim y su Orquesta West-Eastern Divan presentarán el Preludio, el Segundo acto y la Muerte de Amor de Tristán e Isolda, de Richard Wagner.
  • Mañana, también a las 20, dúo pianístico entre Argerich y Barenboim. Tocarán obras de Mozart, Schubert y Stravinski.
  • El sábado, Barenboim, Argerich y Les Luthiers: La historia del soldado de Igor Stravinski y El carnaval de los animales, de Camille Saint-Saëns.

    Fuente: lanacion.com

LOS COLOSOS DE PLAZA DE MAYO

Con campana. Aunque siguen haciendo el movimiento para dar la hora, el sonido está desactivado para evitar ruidos molestos. / ALFREDO MARTINEZ
Con campana. Aunque siguen haciendo el movimiento para dar la hora, el sonido está desactivado para evitar ruidos molestos. / ALFREDO MARTÍNEZ
Eduardo Parise

Cuando escuchan la palabra “coloso”, muchos amantes de la Historia enseguida la asocian con la imagen de aquella estatua monumental construida en la entrada del puerto de la isla de Rodas, en Grecia, y dedicada al dios Helios. Dicen que estuvo allí entre los años 292 y 226 A.C., cuando un terremoto la destruyó. Hecha con placas de bronce sobre un armazón de hierro (calculan que aquella estatua pesaba unas 70 toneladas) fue una de las siete maravillas del mundo antiguo. Por supuesto que Buenos Aires no tiene una obra de tanta magnitud, pero también puede mostrar a unos colosos y nada menos que a metros de la Plaza de Mayo.
Se los conoce como los colosos de Siemens porque están encaramados en el edificio que esa empresa alemana ocupaba en la ochava de la diagonal Julio A. Roca y Bolívar. La construcción es de 1952 y la realizó el arquitecto Arturo Dubourg. La empresa estuvo allí desde 1958 hasta 2011, cuando se mudó a Vicente López. Pero las estatuas (cada una mide tres metros), que integran un conjunto que además tiene una campana y un reloj, recién fueron colocadas en ese lugar en 1992. La inauguración fue el 21 de mayo (las izaron con grandes grúas) en una ceremonia que tuvo música de la Banda del Regimiento de Patricios.
Contra lo que se podría suponer, el conjunto no fue hecho especialmente para ese lugar. Su primer destino fue el décimo piso del edificio que, en 1930, la empresa alemana tenía en Avenida de Mayo 869. Allí, por un sistema de relojería, los colosos hechos en bronce marcaban las horas golpeando la campana con grandes martillos. Cuentan que la obra había sido fundida en la empresa Bellini e Hijos, que el inmigrante italiano Juan Bautista Bellini creó en 1892 en San Carlos Centro, a 45 kilómetros de la ciudad de Santa Fe. La firma aún se dedica a fabricar campanas y dicen que es la única en América del Sur especializada en estas fundiciones.
Casi a fines de la Segunda Guerra Mundial, la Argentina decide expropiar todos los bienes de origen alemán que había en el país. Entonces aquellos colosos fueron bajados y entregados a la CGT. Ya en 1950 se decidió que el conjunto se colocara sobre el edificio de la editorial ALEA (Bouchard 722, cerca de Viamonte), donde estaba la sede de los diarios Democracia, Noticias Gráficas y El Laborista, el sector periodístico que manejaba Carlos Vicente Aloé, dirigente justicialista y ex gobernador bonaerense. El derrocamiento del gobierno constitucional en 1955 también afectó a la obra: abandonado y saqueado, el conjunto de los colosos cayó en desgracia.
El abandono duraría hasta 1988, cuando la empresa Siemens aceptó una restauración. Del original sólo quedaban las dos estatuas y la campana rota. La máquina del reloj había sido desguazada. Por eso, reemplazaron el mecanismo con otro electrónico para las agujas. Además, ese equipo de computación reproduce el movimiento original que tenían los colosos, aunque no llegan a golpear la campana porque el sonido lo produce una máquina. De todas maneras, en 2004 se decidió desconectarlo: dicen que el ruido afectaba a los huéspedes de un hotel vecino.
Los colosos de Siemens, con su pátina verde de tanta intemperie, siguen en Bolívar y Diagonal Sur, a lado del Cabildo, en Monserrat. Y suelen ser fotografiados por los que recorren la Ciudad para descubrir alguna de estas curiosidades. En el mismo barrio también pueden encontrar otra figura de un trabajador junto a un yunque. También realizada en bronce, la estatua se titula El forjador y fue el símbolo de la Casa Noccetti, que fabricaba maquinaria agrícola. El lugar después fue sede de la Ferretería Hirsch.
El forjador está sobre el edificio de Perú 535, a cuadras de los colosos. Pero esa es otra historia.


Fuente: clarin.com

ARQUEOLOGÍA SUBACUÁTICA EN GRECIA

INVESTIGACION. Julia Tames camina por la cubierta del MS Turanor PlanetSolar, el barco de energía solar más grande del mundo, atracado en el puerto de Zea, en Atenas, el martes 5 de agosto de 2014. De 35 metros de eslora el buque esta preparado para participar en un proyecto de arqueología subacuática en Grecia, para examinar el lecho marino frente a un sitio prehistórico importante, en la esperanza de encontrar rastros de lo que podría ser uno de los primeros pueblos de Europa. (AP / Thanassis Stavrakis)

INVESTIGACION. Julia Tames camina por la cubierta del MS Turanor PlanetSolar, el barco de energía solar más grande del mundo, atracado en el puerto de Zea, en Atenas, el martes 5 de agosto de 2014. De 35 metros de eslora el buque está preparado para participar en un proyecto de arqueología subacuática en Grecia, para examinar el lecho marino frente a un sitio prehistórico importante, en la esperanza de encontrar rastros de lo que podría ser uno de los primeros pueblos de Europa.


Foto: AP / Thanassis Stavrakis

Fuente: Clarín HD

BARTOLOMÉ MITRE, EL GASISTA DEL BARRIO

Bartolomé Mitre, el gasista del barrio

Por Daniel Balmaceda

En pleno microcentro porteño, en San Martín entre Sarmiento y Corrientes, aún se mantiene en pie la casa que habitó Bartolomé Mitre. Vale la pena visitarla y descubrir, entre otras cosas, que cuando enviudó de Delfina de Vedia quitó la cama matrimonial, puso una mesa de billar y se mudó a un cuarto más pequeño en la planta alta de la casa.
Pero no vamos a hablar de esta casa, sino de la que estaba enfrente. Allí vivía por 1840, aun antes de que los Mitre se convirtieran en vecinos, la familia Ocampo. La casa tenía tres patios, además del zaguán, dos salas que daban a la calle -con ventanas de madera, sin vidrio, pero enrejadas-, una salita interna, tres dormitorios, un vestidor y un baño, además de la cocina, el lavadero, el gallinero, los cuartos del personal y el de la leña.
Respecto de las comodidades, no todas las casas contaban con aljibe. Por lo general se llenaban botellones de barro en lo de los vecinos que sí tenían, además de comprarle al aguatero que pasaba todos los días, pero el agua que se compraba era usada para limpieza y otros usos domésticos.
La iluminación de una casa era muy pobre en esos tiempos. Se combinaban las velas de estearina, en las salas y los cuartos de la familia, con las de sebo, para los cuartos del personal, la cocina y demás.
La familia estaba integrada por Gabriel Ocampo, Elvira de la Lastra y sus hijos: Elvina, Laurentina, Etelvina, Astermia, Gabriel y Teodomira. La armonía puertas adentro no logró mantenerse por mucho tiempo. La madre murió en forma repentina (tenía 26 años) y la pérdida coincidió con otro episodio: el padre estuvo a punto de ser apresado por la mazorca rosista, pero logró huir por los techos de la casa y, saltando por azoteas, consiguió asilo en casa de Emilio Castro, quien vivía en la misma manzana, sobre la calle Reconquista. Pocos días después partió de allí disfrazado de verdulero ambulante y logró llegar a San Isidro. Se embarcó rumbo al exilio, primero en Montevideo y luego en Chile, donde se casó y formó una nueva familia. Si bien se ocupó de apoyar económicamente a sus hijos, ellos siguieron viviendo en la casa de la calle San Martín, al cuidado de Petronila Gómez Vidal (abuela de las criaturas). Los chicos crecieron. Teodomira, la menor, se casó con Octavio Garrigós en 1856 y siguieron viviendo en San Martín y Corrientes.
Para aquel tiempo surgió el querosén como medio de iluminación, aunque no para los cuartos, sino para el patio principal. Y luego el gas, que ya venía usándose en las calles desde 1823.
Una noche se cortó la luz. Teodomira sospechó que era una falla del regulador de gas y envió al mucamo Andrés a lo de Mitre, para que regresara con Vilches, el portero del general, quien podría repararlo. Pero en la puerta, el mucamo se encontró con Mitre y le pareció que era lo mismo. Así que le dijo en su tonada gallega: "La señora dice que vaya osté a arreglá a rejulador". Enorme sorpresa fue para Teodomira advertir que el ex presidente entró a su casa transformado en gasista.
Y la luz volvió.

Fuente: lanacion.com

ESPEJO QUE DEFORMA EL YO

Estoy adentro de la obra Cellule à pénétrer, de Julio Le Parc, empujando los espejos para poder pasar, cada tanto abandonándome a la espectación de mi contorno reflejado en un sinfín de ángulos...
Cellule à pénétrer. La obra de Julio Le Parc se exhibe en el Malba.

Por Julián Gorodischer

 

Estoy adentro de la obra Cellule à pénétrer, de Julio Le Parc, empujando los espejos para poder pasar, cada tanto abandonándome a la espectación de mi contorno reflejado en un sinfín de ángulos, multiplicado hasta la exasperación y sintiendo resonancias melancólicas lejanas del laberinto del Italpark en el que celebré mi cumpleaños de 5, esa vez en que me perdía siendo chico inaugurando el culto al yo. Busco, hoy, menos la salida de este laberinto que la sensación de estar perdido en serio: para que se disuelva el rumbo, y llegue una verdadera sensación de intensidad en el vínculo con la obra. Quiero sentir esta experiencia , y así voy, entre diletante y entretenido, esquivándome a mí mismo y completamente escindido, preguntando al vacío: “¿Qué es arte?”. ¿También el resultado de las diez bolas de espejos y sus correspondientes lucecitas refractarias que atravieso diariamente cuando paso por la estación Constitución, pasillo del mercado subterráneo? “¡No!”, me responde una crítica de arte que me escucha murmurar en voz alta, acá adentro, mientras los dos avanzamos como podemos entre los vidrios jamás cortantes. “No –repite– el arte exige conciencia de sí”, me dice. Un ámbito, un espectador, un creador que voluntariamente se sometan a la experiencia de la obra”, como ahora, cuando decidimos a cada paso cómo movernos para encontrar “el nodo”, “el centro”, la perspectiva derivada de aquella posición que nos ilumine sobre el conjunto en vez de hacernos naufragar en el embelesamiento o el horror ante lo que vemos reflejado: ella y yo. Acá estamos, entonces, con esta chica que de pronto ya no está, no la veo más detrás de mí ni al lado mío, cerca de la hora de cierre del Malba. Quedo embobado dentro de esta instalación pionera del arte cinético argentino (1963-2005), desorientado ante la proliferación de mi propia imagen que finalmente me lleva a perder el rumbo, me desorienta pero, sobre todo, me demuestra –por su atemporalidad, por su universalidad, por su capacidad de dialogar con el presente histórico– cuán cierto es que esta obra es un clásico –como ya lo era en su primera exhibición en la Bienal de Paris del ‘63, cuando Le Parc irrumpió ahí con el Groupe d’Art Visuel (GRAV) y rompió con la tradición artística que había prevalecido hasta entonces– al lograr interpretar el signo de cada tiempo en que le tocó ser exhibida: en esta ocasión, la hipertrofia del sujeto a través de todo tipo de estímulos para que lo subjetivo y singular invada todos los ámbitos de la cultura: la multiplicación de páginas y vidrieras personales en la web, el boom del periodismo en primera persona, el endiosamiento de la autofoto, el relevo del autógrafo-tributo por la selfie -egomaníaca, que incorpora el protagónico del yo deseante al antaño aureolado sistema de estrellas. Lo declaraba una antigua fan devenida en selfier en una nota de Clarín del 27/7: “Los autógrafos ya están guardados como pequeños tesoros de una época...”. Sigo “penetrando” mi imagen diferida y distorsionada en diez mil versiones de mí mismo; se me dificulta el andar.

Lo afirman los curadores de “Lumiere” –su retrospectiva en MALBA–, Hans-Michael Herzog, Käthe Walser y Victoria Giraudo: “Le Parc busca ofrecer al hombre la oportunidad de romper con su existencia reglamentada. Su intención es liberar al espectador de su dependencia”.


Fuente: Revista Ñ Clarín

LA MULTIPLICACIÓN DE LOS LEONARDO DA VINCI

Como por milagro, proliferan las obras del genio. El sitio online Artnet hizo una investigación que revela que “hay un Leonardo o dos por semana en el mercado”.


De vez en cuando llega a los diarios la sospecha –la esperanza– de que tal o cual cuadro colgado en un lugar remoto salió, en realidad, de la paleta del gran Leonardo Da Vinci. De vez en cuando.
A los galeristas, en cambio, les llega más seguido. El sitio online Artnet hizo una investigación a partir de un llamado que recibió un experto en arte estadounidense, Todd Levin. Alguien llamado Richardl Lawler le decía que tenía no uno sino DOS cuadros de Da Vinci para vender. El experto se sorprendió: hasta el momento se conocen sólo 23 obras del artista del Renacimiento.
Sin embargo, a veces lo extraño es real. En marzo se vendió por 75 millones de dólares Salvator Mundi, una obra que recién en 2011 fue atribuida a Leonardo.
Artnet consultó a otro experto, Martin Kemp, de la Universidad de Oxford. El había escuchado hablar de dos cuadros, no sabía si eran los mismos del llamado. “Uno es un retrato de una mujer con una estola de piel y el otro, un supuesto retrato del pintor Salai”. De todos modos, dijo Kemp, a él le llevan entre 12 y 20 “Leonardos” por año.
En 2013, por ejemplo, un supuesto Leonardo fue hallado en un banco suizo. Era el retrato de una mujer de la nobleza, Isabella d’Este. Algunos expertos lo avalaron, otros dudaron.
“Hay un Leonardo o dos por semana en el mercado”, dijo a Artnet el galerista Asher Edelman. “Ninguno está documentado y la mayoría de los especialistas no los daría por auténticos. Las casas de subastas no los rematarían, los bancos no darían préstamos contra ellos”. ¿Edelman había oído hablar de los Leonardos de Lawler? Los que ofrencen esas cosas, dijo, “cambian de nombre todo el tiempo”.
En los últimos años, apareció una Madonna atribuida a Da Vinci en Escocia, un autorretrato en Italia, una versión de la Mona Lisa en Suiza y La bella principessa, pintado con tiza y tinta. Sobre cada uno hay polémica. Grandes nombres, gran atractivo. Ya se sabe, lo barato puede salir muy caro.

Fuente: Revista Ñ Clarín

UN BARCO DE HACE MÁS DE 250 AÑOS
ESTABA ENTERRADO DEBAJO DE LAS TORRES GEMELAS

Hallazgo arqueológico en pleno Manhattan
Fue construido por holandeses en 1773. Y luego lo hundieron para ganar tierra al río.



Entre rascacielos. La embarcación fue hallada hace cuatro años, pero recién ahora confirmaron su origen.
Entre rascacielos. La embarcación fue hallada hace cuatro años, pero recién ahora confirmaron su origen.
Dos momentos relevantes de la historia de Estados Unidos se cruzaron de casualidad en Nueva York, a partir de un hallazgo casual y sorprendente. Investigadores confirmaron que los restos del barco que había sido hallado hace cuatro años bajo el sitio donde se erigía el World Trade Center corresponden a una embarcación del 1700. Así, esos pedazos de maltrecha madera, maltratada por el paso de los años, vinculan dos sucesos críticos de la historia del país: los atentados del 11 de septiembre del 2001 y la víspera de la Guerra Revolucionaria.
Investigadores dijeron que un barco desenterrado en el sitio de construcción del World Trade Center, en el extremo sur de la isla de Manhattan, se hizo con madera que fue cortada alrededor de 1773, dos años antes del comienzo de la guerra y tres antes de la firma de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Científicos del centro de estudios Lamont-Doherty de la Universidad de Columbia afirmaron a la revista especializada Three Ring Research que el roble blanco usado en la armazón del barco provino de un bosque del área de Filadelfia, que es el mismo usado para construir el Independence Hall en esa ciudad.
Los investigadores dicen que identificaron tentativamente el barco como una corbeta construida en Filadelfia, que fue diseñada por los holandeses (primeros europeos en establecerse permanentemente en lo que hoy es Manhattan en 1624) para transportar pasajeros y carga en aguas poco profundas y pedregosas. Después de navegar durante dos o tres décadas, la hundieron a propósito en el fondo del río Hudson como relleno para ampliar el extremo sur de Manhattan.
Hace cuatro años, se encontró una pieza del barco de 9,7 metros de largo a unos seis metros de profundidad durante la construcción de un estacionamiento en el nuevo One World Trade Center, parte del complejo que se reconstruye después que los ataques terroristas del 11 de septiembre destruyeran las célebres Torres Gemelas.
Con extremo cuidado, los arqueólogos desmantelaron el barco pieza por pieza y congelaron las traviesas para poderlas estudiar y con la esperanza de rearmar el barco y exhibirlo. A poca distancia se encontró también un ancla de hierro de unos 45 kilos.
Este es el segundo barco que se encuentra enterrado en el fondo de las aguas en el extremo sur de Manhattan en las últimas cuatro décadas. Los arqueólogos encontraron otro, de carga del siglo XVIII, en Water Street en 1982.
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Fuente: clarin.com