EL PRIMER MONUMENTO PATRIO

Nació como Obelisco, pero para todos es la Pirámide de Mayo. Y está en pie desde 1811.
Histórica. La pirámide en una foto antigua de la Plaza de Mayo. En sus más de 200 años de historia, el monumento se salvó de dos demoliciones.

Por Eduardo Parise

 

Es uno de los símbolos de la Ciudad. Y aunque casi no hay gente que no la conozca, la mayoría no sabe que pertenece al barrio de Monserrat. Tampoco saben que es un obelisco, aunque todos, aún desde los tiempos en que la proyectaron, la llamaron pirámide. Seguramente, también desconocen que se salvó dos veces de la demolición. Por eso, la “Pirámide de Mayo” también merece un recordatorio que rescate algo de su larga historia, que empezó en 1811 y dos siglos después sigue teniendo protagonismo.
Considerado como el primer monumento patrio, su construcción formó parte de la celebración del primer aniversario de la Revolución de Mayo. En marzo de 1811 se presentó el proyecto ante el Cabildo, en abril se aprobó y enseguida se empezó el trabajo. La dirección de la obra quedó a cargo del alarife Francisco Cañete, un hombre nacido en Cádiz a quien, en aquellos tiempos, se lo consideraba uno de los buenos constructores que tenía la Ciudad. La suma a invertir: 5.160 pesos y 6 reales. La supervisión del trabajo la realizó Martín Rodríguez, coronel del regimiento de Húsares. El monumento estaba rodeado de una verja de hierro y en cada ángulo se colocó un farol que usaba grasa de potro como combustible.
Ya en 1826 apareció la primera amenaza. Para evocar la gesta de Mayo, el presidente Bernardino Rivadavia quería que hubiera un monumento más ampuloso y quiso demolerla. Pero aquel proyecto quedó en eso y la pirámide se salvó. Recién en 1856 se decidió mejorarla, tarea que se le encomendó al pintor y arquitecto Prilidiano Pueyrredón. Fue en ese momento en que se le agregó la Estatua de la Libertad (mide algo más de tres metros y medio) que realizó el francés Joseph Dubourdieu. También ese artista hizo otras cuatro estatuas (representaban a la agricultura, el comercio, las ciencias y las artes) hechas en tierra cocida y estucada. Los faroles fueron reemplazados por otros, a gas.
Hacia 1883 Buenos Aires empezaba a dejar atrás la “gran aldea” para convertirse en “la París de Sudamérica”. El impulsor era el intendente Torcuato de Alvear. Fue entonces cuando otra vez surgió la idea de derrumbar la pirámide. Ya se había demolido la Vieja Recova. La idea era, nuevamente, hacer un “monumento digno” para recordar a la Revolución. Pero el Concejo Deliberante no lo aprobó y además pidió que la pirámide fuese preservada de futuros daños.
En 1912, la histórica Pirámide de Mayo pasa a ocupar el centro de la plaza. Así, en ocho días y usando unos carriles especiales, se la desplazó más de 50 metros, hasta su lugar actual. No fue tarea fácil: el monumento completo pesa más de 200 toneladas. En el siglo XX la pirámide se convirtió en punto de encuentro de las madres de desaparecidos que se reunían a reclamar por sus hijos. En 1977, la primera vez que se juntaron, los policías les dijeron “circulen señoras, circulen”. Así surgió la ronda de cada jueves alrededor del monumento. Allí, en 2005, se depositaron las cenizas de Azucena Villaflor, una de las primeras mujeres que fue a reclamar y que también había sido secuestrada y desaparecida.
Con respecto a las estatuas que se colocaron en 1856, el deterioro hizo que las sacaran en 1873. Sin embargo, en 1877, para adornar a la pirámide, se pusieron otras cuatro estatuas hechas en mármol de Carrara, que también eran obras del francés Dubordieu. Originalmente, habían adornado el edificio del Banco de la Provincia de Buenos Aires, en la calle San Martín al 100. En total, esas estatuas eran 16. Las cuatro que rodeaban a la pirámide estuvieron hasta 1912 y en 1972 fueron colocadas en una plazoleta que está en Alsina y Defensa. Otras seis se encuentran en la terraza del ex Asilo y actual Centro Cultural Recoleta. Pero esa es otra historia.

Fuente: clarin.com

ASÍ NACIÓ "EL PRINCIPITO"

Dibujos y textos inéditos arrojan luz sobre la creación del personaje de Saint-Exupéry. Su obra empezó siendo un dibujito al margen de las cartas a sus amigos y amantes. El narrador del libro es su yo de adulto y el Principito es él mismo de niño.

El Principito / Foto: Clarín
El Principito / Foto: Clarín

Por  La Vanguardia


Antoine de Saint-Exupéry no era feliz en Nueva York. Escribía a sus amigos largas cartas en cuyos márgenes o reversos dibujaba a un hombrecito rubio, primero con alas, luego con bufanda, una especie de álter ego infantil, de cabello alborotado, que le permitía expresar cosas que a su personaje de afamado escritor y aviador adulto le hubiera costado decir. Algunos de esos amigos le animaron a que, un día, diera vida propia a ese muchachito.
Ese dibujo al margen acabaría siendo El Principito, la obra literaria más traducida del siglo XX -a 257 lenguas-, y su autor la publicó en Nueva York, el 6 de abril de 1943, en una doble edición: traducida al inglés y en el original francés. Sin embargo, sus compatriotas en Francia no la pudieron leer hasta que se liberaron de la ocupación nazi y Gallimard la imprimió en París en abril de 1946, dos años después de la muerte del autor al ser derribado su avión en un vuelo de reconocimiento para los aliados cerca de Marsella.
En España, la editorial Salamandra publica -justo antes de que se acabe el año en que se conmemoran los 70 de su primera edición- La historia completa de El Principito, que, además del texto y las acuarelas que Saint-Exupéry creó para la historia, incluye un ensayo de Alban Cerisier, que ha coordinado además los trabajos de otros autores, los testimonios directos de la época y sobre todo varios dibujos y cartas inéditas del autor, que arrojan luz sobre la génesis del libro.
El aristócrata Saint-Exupéry se sentía profundamente aislado y vulnerable: su vida conyugal era inestable, no tenía noticias sobre su familia, su país -que simbolizaba los ideales de libertad y de una cultura emancipadora- estaba ocupado por los alemanes, y él, que no hablaba ni una palabra de inglés, no se adaptaba al estilo de vida de Estados Unidos, paradigma de los valores utilitarios del capitalismo. Encima, los exiliados franceses le calumniaron lanzándole acusaciones de colaboracionismo con el gobierno de Vichy. La actriz Annabella, esposa de Tyrone Power, explica que, ante el rechazo que sufrió por parte del mismísimo De Gaulle, que le acusó de trabajar para los alemanes, "Antoine se refugió en la pureza del Principito porque no podía aferrarse a un hombre, De Gaulle". "Es muy curiosa la desesperación. Necesito renacer", escribe él.
Y renacer significaba recuperar al niño que llevaba en su interior. La angustia de Saint-Exupéry contrastaba con que era visto por los norteamericanos como un triunfador y un héroe: hizo cinco vuelos de ida y vuelta entre los dos continentes, sus novelas tenían gran éxito, y una de ellas, Vuelo nocturno, hasta había sido adaptada al cine, protagonizada por Clark Gable.
Saint-Exupéry dirigió numerosas cartas de amor a una mujer de la que estaba enamorado; las firmaba con la cara del Principito y su bufanda y hacía hablar al personaje en su lugar. Tras ser animado por varios amigos, que veían una historia en aquel personaje que aparecía dibujado no sólo en las cartas sino en las agendas del autor y en cualquier anotación, se puso a escribir en verano de 1942 y, para otoño, había finalizado su primera versión, acuarelas incluidas. Escribía -y dibujaba- de madrugada, de medianoche hasta las siete de la mañana, como observó André Maurois, invitado en la mansión que Saint-Exupéry tenía en Long Island: "En plena noche, nos llamaba a gritos para enseñarnos algún dibujo del que estaba contento". A su amigo Pierre Lazareff le leyó el final llorando, "como si presintiera que su propio fin se parecería al del principito".

Intranquilo por la situación mundial ("mi primer fallo es vivir en Nueva York cuando los míos están en la guerra y mueren"), consiguió al fin que los aliados le movilizaran de nuevo -con 43 años, era el más viejo de la tropa- para diversas misiones aéreas en África y Europa desde febrero de 1943.
El origen del libro se sitúa en el accidente que sufrió en el desierto de Libia, en diciembre de 1935, y su consiguiente larga errancia por las dunas, con alucinaciones visuales y auditivas provocadas por la sed que le hicieron entablar un diálogo entre sus dos yo: el que cree que no hay esperanza y el que la tiene, el que razona y el que imagina. Según escribió en sus memorias, sólo tenía, para alimentarse -junto a su compañero André Prevot-, uvas, dos naranjas y un poco de vino. La deshidratación les hizo dejar de transpirar al tercer día, aseguraba. Al final, les rescató un beduino a camello.
De hecho, la obra empieza, como es sabido, con un aviador accidentado en el desierto que se encuentra al misterioso principito; un dibujo finalmente no incluido en la novela muestra al martillo del aviador en plena reparación, con una mano del hombre, que se adivina en la posición del dibujante.
Se muestran, asimismo, las dos hojas manuscritas inéditas que fueron subastadas el 16 de mayo del 2012 en París y que son un capítulo no incluido en el libro final que narra el encuentro del personaje con un señor que hace crucigramas (y del que reproducimos un fragmento en esta página).
Consuelo Suncín, la esposa de Saint-Exupéry, se identifica en una carta de octubre de 1943 con la rosa engreída de cuatro espinas que el Principito cuida en su planeta: "Nunca ha sido fácil, no lo es, mi amor, mi querido niño (...) Ni el mal de nuestras naturalezas ardientes y locas nos ha matado. Entonces, querido, piensa (...) cuántas alegrías habrá para tu rosa, tu rosa orgullosa que te dirá: 'Soy la rosa del rey, soy diferente de todas las rosas, ya que él me cuida, me hace vivir, me respira...'". Cuando, en el libro, el Principito comprende que el lazo que se ha creado entre la rosa y él es único, dice: "Hay una flor, creo que me ha domesticado". Esa flor encarna el amor, sus alegrías y sufrimientos, y es una referencia del hogar que, en la agitada vida de los hombres, invita al retorno. Las infidelidades, que tanto prodigaba Saint-Exupéry, son el campo repleto de flores que el Principito se encuentra en la Tierra, y que al principio observa fascinado aunque al final se da cuenta de que con la única rosa de su planeta tiene unos lazos únicos. Delphine Lacroix asegura en el libro que "la pareja (Antoine y Consuelo) reconcilió su complicada vida a través de este cuento para niños".
Otros dibujos son más anecdóticos, como los esbozos que tomó de un amigo tendido en el suelo del jardín para crear luego, a partir de ahí, un dibujo del personaje.
La identificación del autor con el protagonista de la historia es clara en varias cartas. Saint-Exupéry, que cayó en profundas simas de tristeza e incluso un tiempo en el alcoholismo, dibuja a un Principito que llora, a diferencia de las personas mayores, pero que también estalla en una risa capaz de despertar al universo. En mayo de 1944, escribe a una amiga (Madame de Rosa): "Hay gente-carretera nacional y hay gente-senderos. La gente-carretera nacional me aburre. (...) Van hacia algo preciso, una ganancia, una ambición. A lo largo de los senderos, por el contrario, hay avellanos, y se puede pasear entre ellos para mordisquear sus frutos".
Los viajes del Principito a otros planetas reflejan las ideas que tenía el autor sobre la humanidad. Primero, visita varios planetas habitados por un único ser, con "hombres convertidos en islotes", escribe en sus cuadernos, donde "las relaciones humanas se empobrecen": hay un rey que quiere ejercer el poder, un vanidoso que solo aspira a recibir elogios, un borracho que bebe para olvidar la vergüenza que siente por beber, un hombre de negocios que sueña que posee todas las estrellas, un farolero que sigue continuamente una consigna absurda... Y, ya en la Tierra, aparecerá un guardagujas o un "mercader de píldoras", que representan, en palabras de Lacroix, "el absurdo de la condición humana, sumisa al progreso tecnológico y al desarrollo de la civilización". En 1944, el autor se pregunta: "¿Qué quedará de nuestra civilización, donde lo espiritual ha sido masacrado? ¿Qué quedará de nosotros si no sabemos alzar nuestro entusiasmo más allá de los monstruos de la mecánica, resultado del cerebro de nuestros ingenieros? Eso es, parece, la civilización. Esta civilización es idiota".
Léon Werth, el crítico y ensayista al que está dedicado El Principito, dice: "Saint-Exupéry no había extirpado de sí mismo su infancia. Los adultos no conocen a sus semejantes más que por pequeños fragmentos mal unidos, mal iluminados por una luz dudosa. Pero el niño los ve bajo una luz absoluta, con la misma claridad que el Ogro a la Bella Durmiente. (...) Saint-Exupéry poseía el arte de devolver a los hombres esa certidumbre".


Un capítulo inédito

Fragmento no incluido en la obra final, cuyo manuscrito se subastó en París en el 2012.

(...) "¿Dónde están los hombres?", se preguntaba el Principito desde que empezó a viajar.
Encontró al primero de ellos en una carretera. "¡Ah! Ahora sabré qué es lo que piensan sobre la vida en este planeta -se dijo-. Mira, quizá este sea un embajador del espíritu humano...".
-Buenos días -le dijo con alegría.
-Buenos días -repuso el hombre.
-¿Qué haces?
-Estoy muy ocupado -replicó el hombre.
-¿Qué haces?
-Estoy muy ocupado -replicó el hombre.
"Claro que está muy ocupado -pensó el Principito-, pues habita en un planeta muy grande. Hay tanto que hacer..." Y él no quería molestarlo demasiado.
-Quizá te pueda ayudar -le dijo sin embargo, pues tenía muchas ganas de ser útil.
-Quizá -contestó el hombre-. Hace tres días que trabajo sin resultados. Busco una palabra de seis letras que empieza por G y que significa "gargarismo".
-Gargarismo -dijo el Principito.
-Gargarismo -dijo el hombre.

Verso y reverso de “El Principito” en un libro que cuenta toda su historia

Saint-Exupéry lo concibió exiliado en Nueva York. Lo publicó en 1943. Poco después, desapareció en una misión.
Recién nacido. El Principito, en uno de los primeros bocetos del autor.







Por Xavi Ayén

Antoine de Saint-Exupéry no era feliz en Nueva York. Escribía a sus amigos cartas en cuyos márgenes dibujaba a un hombrecito rubio, primero con alas, luego con bufanda, una especie de álter ego infantil que le permitía expresar cosas que al afamado escritor y aviador adulto le hubiera costado decir. Ese dibujo al margen acabaría siendo  El Principito, la obra literaria más traducida del siglo XX -a 257 lenguas-, y su autor la publicó en Nueva York, el 6 de abril de 1943, traducida al inglés y en el original francés. Sin embargo, sus compatriotas en Francia no la pudieron leer hasta que se liberaron de la ocupación nazi y Gallimard la imprimió en París en abril de 1946, dos años después de la muerte del autor al ser derribado su avión en un vuelo de reconocimiento para los aliados cerca de Marsella.
Ahora, la editorial Salamandra acaba de publicar La historia completa de El Principito, que, además del texto y las acuarelas que Saint-Exupéry creó para la historia, incluye un ensayo de Alban Cerisier, los testimonios directos de la época y sobre todo varios dibujos y cartas inéditas del autor, que arrojan luz sobre la génesis del libro.  El aristócrata Saint-Exupéry se sentía profundamente aislado y vulnerable: su vida conyugal era inestable, no tenía noticias sobre su familia, su país estaba ocupado por los alemanes, y él, que no hablaba ni una palabra de inglés, no se adaptaba al estilo de vida de Estados Unidos. Encima, los exiliados franceses lo calumniaron lanzándole acusaciones de colaboracionismo con el gobierno de Vichy. La actriz Annabella, esposa de Tyrone Power, explica que, ante el rechazo que sufrió por parte del mismísimo De Gaulle, que le acusó de trabajar para los alemanes, “Antoine se refugió en la pureza de El Principito ”.
“Es muy curiosa la desesperación. Necesito renacer”, escribe él. Y renacer significaba recuperar al niño que llevaba en su interior. La angustia de Saint-Exupéry contrastaba con que era visto por los norteamericanos como un triunfador y un héroe: hizo cinco vuelos de ida y vuelta entre los dos continentes, sus novelas tenían gran éxito, y una de ellas, Vuelo nocturno, hasta había sido adaptada al cine, protagonizada por Clark Gable.  Se puso a escribir en verano de 1942 y, para otoño, había finalizado su primera versión, acuarelas incluidas. Escribía de medianoche hasta las siete de la mañana, como observó André Maurois, invitado en la mansión que Saint-Exupéry tenía en Long Island: “En plena noche, nos llamaba a gritos para enseñarnos algún dibujo del que estaba contento”. A su amigo Pierre Lazareff le leyó el final llorando, “como si presintiera que su propio fin se parecería al del principito”.  Intranquilo por la situación mundial, consiguió al fin que los aliados le movilizaran de nuevo -con 43 años, era el más viejo de la tropa- para diversas misiones aéreas en África y Europa desde febrero de 1943. El origen del libro se sitúa en el accidente que sufrió en el desierto de Libia, en diciembre de 1935, y su consiguiente errancia por las dunas, con alucinaciones provocadas por la sed que le hicieron entablar un diálogo entre sus dos yo: el que cree que no hay esperanza y el que la tiene. Al final, los rescató un beduino a camello.De hecho, la obra empieza, con un aviador accidentado en el desierto que se encuentra al misterioso principito.  Consuelo Suncín, la esposa de Saint-Exupéry, se identifica en una carta de octubre de 1943 con la rosa engreída de cuatro espinas que el Principito cuida en su planeta: “Nunca ha sido fácil, no lo es, mi amor, mi querido niño (...) Ni el mal de nuestras naturalezas ardientes y locas nos ha matado. Entonces, querido, piensa (...) cuántas alegrías habrá para tu rosa, tu rosa orgullosa que te dirá: ‘Soy la rosa del rey, soy diferente de todas las rosas, ya que él me cuida, me hace vivir, me respira...’”. Cuando, en el libro, el Principito comprende que el lazo que se ha creado entre la rosa y él es único, dice: “Hay una flor, creo que me ha domesticado”. Esa flor encarna el amor, sus alegrías y sufrimientos, y es una referencia del hogar que, en la agitada vida de los hombres, invita al retorno. Las infidelidades, que tanto prodigaba Saint-Exupéry, son el campo repleto de flores que el Principito se encuentra en la Tierra, y que al principio observa fascinado aunque al final se da cuenta de que con la única rosa de su planeta tiene unos lazos únicos. Delphine Lacroix asegura en el libro que “la pareja (Antoine y Consuelo) reconcilió su complicada vida a través de este cuento para niños”.
La identificación del autor con el protagonista de la historia es clara en varias cartas. Saint-Exupéry, que cayó en profundas simas de tristeza e incluso un tiempo en el alcoholismo, dibuja a un Principito que llora pero que también estalla en una risa capaz de despertar al universo. En mayo de 1944, escribe a una amiga (Madame de Rosa): “Hay gente-carretera nacional y hay gente-senderos. La gente-carretera nacional me aburre. (...) Van hacia algo preciso, una ganancia, una ambición. A lo largo de los senderos, por el contrario, hay avellanos, y se puede pasear entre ellos para mordisquear sus frutos”. Los viajes del Principito a otros planetas reflejan las ideas que tenía el autor sobre la humanidad. Primero, visita varios planetas habitados por un único ser, donde “las relaciones humanas se empobrecen”: hay un rey que quiere ejercer el poder, un vanidoso que solo aspira a recibir elogios, un borracho que bebe para olvidar la vergüenza que siente por beber, un hombre de negocios que sueña que posee todas las estrellas, un farolero que sigue continuamente una consigna absurda... Y, ya en la Tierra, aparecerá un guardagujas o un “mercader de píldoras”, que representan, en palabras de Lacroix, “el absurdo de la condición humana, sumisa al progreso tecnológico y al desarrollo de la civilización”. En 1944, el autor se pregunta: “¿Qué quedará de nuestra civilización, donde lo espiritual ha sido masacrado? ¿Qué quedará de nosotros si no sabemos alzar nuestro entusiasmo más allá de los monstruos de la mecánica, resultado del cerebro de nuestros ingenieros? Eso es, parece, la civilización. Esta civilización es idiota”.

Fuente: clarin.com

BIENVENIDOS AL TREN::
CÓMO LOS VIEJOS FERROCARRILES SE TRANSFORMAN EN ARTE

Un grupo de artistas recupera la estética del tren. Hasta les sellan a los visitantes viejos boletos de cartón.







Estilo. Los artistas recuperan antiguos carteles del ferrocarril./ NESTOR SIEIRA
Por Julieta Roffo

“Un país sin trenes es un embole”, dice una de las calcomanías que el colectivo artístico Agrupación boletos tipo edmondson (ABTE) diseñó y distribuye en la muestra que celebra sus quince años en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba). Es que para los cinco artistas que hoy componen el grupo que surgió en 1998, el universo ferroviario, desde la arquitectura de las estaciones hasta los uniformes de sus trabajadores, es fuente de inspiración: así lo describen Patricio Larrambebere, uno de sus fundadores, y Ezequiel Semo, otro integrante. El grupo también está formado por Javier Barrio Martín Guerrero y Gachi Rosati.
Parte de ese universo aparece apenas se pone un pie en la muestra: alguno de los miembros de ABTE le expende al visitante recién llegado un boleto de cartón, de esos que dejaron de emitirse en 1995, cuando los ferrocarriles fueron concesionados durante la ola de privatizaciones menemistas. Los artistas reprodujeron la taquilla en la que se almacenaban los boletos ya impresos pero no emitidos y, con los mismos tipos que se usaban hace décadas, sellan en cada cartón la fecha de visita del espectador. Es que en eso consiste la muestra: en reproducir ese mundo que atraviesa la historia argentina y que, con la llegada de las empresas privadas, perdió muchas de sus costumbres.
Por eso, en el Mamba puede verse no sólo la reproducción de una boletería, sino una construcción similar a la de una estación, hecha con materiales secos –madera y chapa, entre otros–, en cuya “sala de espera” se proyecta un documental que narra el trabajo que ABTE hace para recuperar los carteles con los nombres de estaciones en la provincia de Buenos Aires. Entre ellas están la estación Goldney, en la línea San Martín y las estaciones Zenon Videla Dorna y Alegre, en el Roca.
Los mismos artistas, a través de la ropa con la que transitan por la sala, reproducen esas viejas costumbres. “El trabajo artesanal del boletero, el herrero, el mecánico son maneras de hacer que tienen que ver con las prácticas del arte”, describe Larrambebere, que pone el mojón inicial de su pasión por los trenes en el día que encontró un boleto edmonson de 1982, con el que había viajado desde su casa, en Coghlan, hasta su escuela secundaria. 

Pases, boletos y abonos. En el segundo piso del museo se recreó una estacion de tren./ NESTOR SIEIRA
Los boletos edmonson son esos cartoncitos de 57 x 30,5 milímetros que, además de servir como constancia de pago del viaje, fueron el primer documento que se numeró en serie para facilitar su contabilización. Los creó Thomas Edmonson en 1839.
Además de la reproducción de la estación, durante la muestra los artistas están trabajando en la recuperación del cartel nomenclador de la estación San Martín, que una vez terminado será llevado al Museo Nacional Ferroviario.
Pero lo que subyace en esta exposición es que, a través de la colección de varios miles de boletos edmonson que tiene ABTE se cuentan historias mínimas y también la historia general de la Argentina. Acá está el abono de algún usuario de las primeras décadas del siglo XX, que permite ver las costumbres de la moda a través de las fotos, pero el hecho de leer que el pasaje es desde Constitución hasta Eva Perón ayuda a saber que se trataba de un boleto emitido en pleno auge del peronismo, cuando se llamó así a la ciudad de La Plata. Los cartones impresos durante los últimos tiempos de ese gobierno pero ya emitidos tras su derrocamiento superponen el sello “Retiro” encima de la tipografía que dice “Presidente Perón”, como se llamaba en aquel entonces a la terminal ferroviaria.
“Como artista, me interesa pensar la Historia visualmente”, resume Semo. En esos cartones pintados hay toda una definición social: durante la primera mitad del siglo XX, los abonos de los hombres decían “Íntegro”, mientras que los de las mujeres decían “Señora”. También había boletos especiales para empleados navales, para hijos de empleados estatales y para ciegos: el color y la trama definían al pasajero, algo que puede apreciarse en los álbumes casi genealógicos que se exponen en el Mamba, donde está el boleto edmonson más antiguo que se conoce en la Argentina, impreso entre 1865 y 1875.
¿Qué dirá de nosotros, dentro de cincuenta o cien años, la tarjeta SUBE? Por lo pronto, que el trabajo artesanal ya no era de esta época.

Fuente: clarin.com

LA HISTORIA DE UN PUEBLO, LOS CIEN AÑOS DE UN HOTEL

El cazador oculto



La historia de un pueblo puede reconstruirse a partir de la memoria de sus fundadores y pioneros. Roxana Salpeter y un equipo de investigadores de la agencia Eternautas, dirigida por los historiadores Lucas Rentero y Ricardo Watson, reunieron en el flamante Libro de huéspedes (Planeta) las anécdotas más curiosas sobre la fundación de Ostende, pequeño pueblo de la costa bonaerense ubicado entre Pinamar y Valeria del Mar.
Editado para celebrar los cien años del Viejo Hotel Ostende, el más antiguo del balneario, el libro ofrece deliciosos textos firmados por Cristian Alarcón, Juan Forn, Mariano Llinás y Guillermo Saccomanno, fotos de archivos familiares, testimonios en primera persona y un interesante recorrido cronológico. Hay un apartado dedicado a la nutrida biblioteca, que está a disposición de los huéspedes, y un dossier con recetas de platos preparados en la cocina del mítico hotel, entre ellos, la gloriosa marquise de chocolate amargo y maracuyá.
Como señalan los autores en uno de los capítulos, el Viejo Hotel es reducto de escritores y lectores. En ese espacio se inspiraron Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares para escribir la novela Los que aman, odian. Allí se alojó durante dos veranos Antoine de Saint-Exupéry. La habitación 51, reservada para el autor de El principito , conserva los muebles originales y es una de las atracciones históricas. Otra es el mirador, con una veleta con forma de bruja, que distingue al hotel de las modernas construcciones vecinas.
En las últimas décadas, bajo la dirección de la familia Salpeter, el VHO se convirtió en refugio de artistas (Miguel Rep pintó un mural en una pared cercana a la piscina), músicos (el uruguayo Dani Umpi es el disc jockey residente de los festejos de fin de año), fotógrafos y cineastas como Llinás y Laura Citarella, que lo eligió para filmar su ópera prima, Ostende. En Libro de huéspedes también se rinde homenaje a los ideólogos de este proyecto turístico y cultural pensado para "los amantes de lo insólito", como decía un antiguo aviso publicitario publicado en La Nacion.
Todos los veranos, el Viejo Hotel organiza actividades culturales: lecturas, cursos literarios, proyecciones en el playa o en el microcine. El viernes 10 de enero, a las 18.30, se presentará el libro con una charla abierta a todo público.

Fuente: ADN Cultura La Nación

LA TOMA DEL PALACIO FERREYRA

Vista de los Nocturnos de Ricardo Cinalli
Vista de los Nocturnos de Ricardo Cinalli
Por Daniel Gigena / La Nación

La apertura de dos muestras en el actual Museo de Bellas Artes Evita-Palacio Ferreyra -una de ellas un audaz site-specific a cargo de un artista argentino que reside en el extranjero; la otra, un bis de la vasta colección de fotografía de José Luis Lorenzo- promete un verano con afluencia de asistentes a uno de los centros culturales del país. Inaugurado en 1916, el Palacio Ferreyra es una de las maravillas arquitectónicas de la provincia. Su actual director, el arquitecto Tomás Bondone, reivindica "el esplendor decimonónico francés" adaptado a la Argentina y expresado en términos técnicos y decorativos. El inmueble fue expropiado hace seis años por el gobierno de la provincia de Córdoba, que debió pagar una suma millonaria a la familia. Juan Schiaretti rebautizó el edificio, que sin embargo mantiene en el uso los dos nombres.
Aún sensibilizada por los saqueos que tuvieron lugar durante la huelga policial de diciembre, la sociedad cordobesa se toma un respiro para celebrar antiguos rituales con nuevas vestiduras. Nocturnos , el site-specific con el que Ricardo Cinalli (Santa Fe, 1948) intervino el palaciego hall del Evita, sorprende por la magnificencia de la escala elegida y por el gesto intrépido del enfoque. En un encuentro hace más de un año Bondone le propuso a Cinalli realizar una muestra en el museo. Al visitar el Evita, el artista -que vive en Londres y expone regularmente en el norte de Italia- comenzó a idear una muestra que transformara y realzara el espacio expositivo. Cuenta Patricia Rizzo, la curadora de la serie, que uno de los objetivos primeros fue "esconder" los gobelinos dieciochescos, de la firma Capranesi, con telas del mismo tamaño. Las cuatro pinturas de Cinalli, en ese pétreo gris plateado que ya es parte de su copyright , también presentan escenas mitológicas, pero de una mitología en la que conviven temporalidades, estilos artísticos (del rococó al kitsch autoconsciente) y técnicas y materiales diversos.
Los cuatro compases de Nocturnos crean una ópera erótica de amor entre dos centauros, amor que, como tantos, va complicándose. En un crescendo dramático, la pasión y el sexo explícito -en formas y escenas-, la sombra de un triángulo amoroso, la admiración por la belleza (una de las pinturas reproduce en dos dimensiones el Fauno de Barberini, adorado por los centauros como si fuera el becerro de oro), lluvias de diamantes en noches de luna llena y agujeros negros que abren paso a un universo lunar, poshumano -aquí la obra se emparienta con la de Eduardo Stupía y la de Matías Ercole-, puntúan, en escorzos de factura diestra, un relato falsamente mítico, acaso autobiográfico. Para colgar las obras, Cinalli & Cía. debieron contratar a un alpinista. En las alturas transcurre la fábula de amor líquido adaptada lujosamente al marco del palacio cordobés. Completan la muestra ocho admirables dibujos de detalles de las obras mayores: una jarra de agua, tres pescados, un cráter seco, la cabeza de un durmiente (retrato del fotógrafo Juan Cabrera, amigo de Cinalli), velados con un tul adornado con aplicaciones de strass: los diamantes que regala la visión deslumbrada de Cinalli.

Fotos de colección

Desde 2010, el Museo Evita instrumentó un programa de exhibiciones temporales dedicado al coleccionismo. En diferentes formatos o relatos de las artes visuales, las nueve muestras anteriores abordaron temáticas -el paisaje, por ejemplo-, técnicas y perspectivas, como la de la impronta del siglo XIX en la pintura provincial. Factor dinámico de la cultura cordobesa, el coleccionista José Luis Lorenzo (que comenzó la actividad de manera intuitiva hace más de veinte años, cuando recibió de regalo una obra de Fernando Allievi, hoy su asesor en plástica) a partir de 2005 comenzó a comprar fotografías de artistas argentinos. Gradualmente, su participación en clínicas de coleccionismo y sus visitas a ferias internacionales lo involucraron en una tarea apasionante y, a la vez, creativa. "Mantengo con mi colección una relación sentimental", dice Lorenzo durante la primera visita guiada por las más de sesenta fotos. A la manera de homenaje a su ciudad, la serie abre con una foto anónima de la catedral de Córdoba.
Esta décima muestra del programa de coleccionistas lo encuentra en plena madurez. De Adriana Bustos a Hugo Aveta, de Ananké Asseff a Germán Ruiz -todos ellos cordobeses-, de Nan Goldin a Hiroshi Sugimoto, seguramente el non plus ultra de la fotografía actual; de una pieza única de August Sander a las obras sobre botánica de Karl Blossfeldt, la colección de este arquitecto y desarrollador inmobiliario tiende líneas temáticas y formales bien definidas. Los efectos devastadores de las políticas autoritarias, las visiones urbanas, donde la arquitectura juega un rol protagónico; los retratos de artistas, de seres anónimos y de animales; la experimentación más osada (con Joan Fontcuberta a la cabeza) empalman, no sin contrastes, con stills life, parodias de clichés fotográficos hechos por Nicola Costantino, que "remixa" a Richard Avedon y a Edward Steichen, y piezas de lo que Gabriel Valansi -asesor del coleccionista en fotografía desde 2008- denomina "nuevos clásicos": Marcos López, RES, Gian Paolo Minelli. Colección José Luis Lorenzo II demuestra la amplitud de una familia de imágenes en crecimiento constante y la superación de los límites estéticos a través del medio técnico que los impone.
Aunque en 2014 Lorenzo doblará la apuesta en su labor como mecenas y "desarrollador artístico" al abrir en el centro de su ciudad un centro de exposición permanente de sus colecciones -espacio que funcionará también como sede de conferencias y residencia de artistas-, la muestra en el Evita es una oportunidad imperdible para locales y visitantes interesados en el arte de la luz. Hay tiempo hasta el comienzo del fin del verano.

Ficha: Nocturnos, hasta el 2 de marzo. Colección José Luis Lorenzo, hasta el 30 de marzo

Fuente: ADN Cultura La Nación

EL RELATO UNIVERSAL


   Diana B. Wechsler analiza la muestra Modernidades plurales
   que el Centro Pompidou de París presenta en estos días hasta el 26 de enero

Gabinete de Andre Breton (detalle)  Foto: LA NACION
Gabinete de Andre Breton (detalle). Foto: LA NACIÓN

Abboud, Acayaba, Agam, Arpan, Albers, Alix. Archipenko, Arden Quin, Asis. Blanchard, Boto... da Carvalho, Cendrars, Chagall, Chang Sudong,.. Codesido, Cruz-Diez, Cuneo. Las solapas del catálogo Modernidades plurales 1905-1970 eligen el sistema de orden alfabético para presentar, de manera homogénea, la enorme lista de artistas que integra la exposición actual en el Centro Georges Pompidou de París, con la curaduría de Catherine Grenier, que dedica una sala entera a la obra de Gyula Kosice.
La serie abarca procedencias, épocas y propuestas expresivas diversas. Este espíritu de integración aparece también en uno de los leitmotivs del montaje de la exposición, que incluye las revistas de arte y cultura que se publicaron en distintas latitudes a lo largo del período considerado, así como libros clave de los procesos de las modernidades y las vanguardias.
Vastísima, Modernidades plurales supuso años de investigación y búsqueda en los fondos de la colección del Pompidou y de otros museos nacionales de Francia, viajes y consultas que Grenier realizó a investigadores externos. Hace poco más de dos años, la curadora pasó por Buenos Aires y tomó contacto con obras, colecciones y líneas de trabajo convergentes con la que se estaba planteando. Estos recorridos mostraron también algunos de los huecos de la colección francesa que era oportuno cubrir; así, el Pompidou incorporó (por adquisición y donaciones) numerosas obras de artistas de las "otras" modernidades.
Esto permite encontrar hoy en el Pompidou una zona donde los grabados de Víctor Rebuffo, Abraham Vigo y Demetrio Urruchúa forman parte de la trama del arte social y político de los años treinta. Otra, dedicada a los primitivismos, incluye regionalistas como los vascos Zubiaurre, en diálogo con Dufy, Chagall y tempranos cuadros de Gontcharova y Delaunay. La muestra parte de la convivencia de piezas de Brancusi, Penalba, Lipschitz, Cárdenas y un objeto antropomorfo de Camerún, situando con ellas una dimensión del primitivismo; concluye al cabo de una compleja deriva en una perspectiva del arte conceptual.
Si fuera posible sobrevolar este recorrido, podríamos advertir que más allá de la lectura cronológica que propone el paso de una sala a la otra hay un centro posible en la Torre de Tatlin -la maqueta del Monumento a la tercera internacional (1919)- que condensa en el capítulo sobre la construcción de la revolución uno de los aspectos recurrentes del relato. Otro nodo aparece en la reconstrucción, en una de las salas, del muro del atelier de André Breton (1922-66) que reúne elementos del surrealismo y su dimensión internacional y además reenvía a la colección Kahnweiler-Leiris. Aquí aparece otro aspecto clave, el surrealismo etnográfico. Desde allí se recupera la posibilidad de repensar las esculturas del comienzo de la exposición (entre Brancusi y la pieza anónima de Camerún).
La trama internacionalista es otro de los temas que recorren la exposición: el antifascismo; lo que la exposición define como "abstracciones internacionales" -donde conviven Atlan, Néjao, Manessier, Szyslo, Abboud, Zao Wou-ki, Iommi, Kosice, Arden Quin, Melé, Noland y Suagï, entre otros-; los ópticos y cinéticos -entre ellos, Agam, Demarco, Cruz-Diez, Boto, Mack, Asís y Le Parc-, y la internacional del concepto que transita de Duchamp a Koller, Kabakov, André, Meireles, Paksa, Bruly Boubaré, Dimitrijevic, etcétera.
La suma de nombres no es una obstinación vana, sino que permite reponer algo del espíritu de este proyecto que, sin embargo, no evita sectorizar esta vocación plural al distribuir en salas diferentes, aunque sucesivas, las modernidades africanas y asiáticas. Quizá es allí donde el propósito de descolonización de la mirada encuentra su límite. Sin duda, es un gran proyecto curatorial que abrirá debates y, sobre todo, se convertirá en una invitación a seguir pensando, a no clausurar los relatos sino a expandirlos y revisarlos una y otra vez.

FICHA:
Modernidades plurales 1905-1970
en el Centro Georges Pompidou de París, hasta el 26 de enero de 2015.

Fuente: ADN Cultura La Nación

SILVINA OCAMPO, ARTISTA VISUAL

El dibujo y la pintura, con los que entró en contacto de niña, dejaron en su obra literaria huellas profundas que pueden rastrearse en algunos de sus temas y en las palabras que eligió para crear universos ficticios.

 Foto: LA NACION Foto: LA NACION

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Por Luciana Olmedo-Wehitt / Para LA NACIÓN

Silvina Ocampo solía autodenominarse "el etcétera de la familia", en alusión al último lugar que ocupaba en una dinastía cuya reina se llamó Victoria. Fue, además, erróneamente catalogada como la sombra detrás de Bioy. Y aunque todo ello le permitió coquetear desde los márgenes con aquel centro importador de modernidad que fue la revista Sur , durante varios años los ecos de su obra fueron enmudecidos como pasos sobre una espesa alfombra. Sólo una minoría la leyó y valoró en su tiempo. Sus relatos aguardaron el encuentro con lectores póstumos que, imantados por sus múltiples miradas, los sacaran a pasear. El abordaje de sus dibujos y pinturas, en cambio, aún hoy está en suspenso.
El primer contacto de Silvina con las artes plásticas se produjo en 1908 en Europa, donde la familia permaneció dos años. Como relata en el poema "El caballo blanco" ( Poesía inédita y dispersa ), Silvina recogía los restos que sus hermanas desechaban durante las clases de dibujo en el Hotel Majestic. Escondida debajo de una mesa parisina, primero los calcaba y luego los expandía, haciendo uso de una imaginación sin límites. Con el pulso de sus cinco años, un día dibujó un caballo cuyas "protuberancias" escandalizaron a sus hermanas. Rápidamente ellas se encargaron de borrar "la infidelidad" del dibujo infantil. La crueldad, hincada en la mirada del otro, no la detendría. Por el contrario, Silvina la haría resonar en sus relatos por medio de un coro irreverente de ventrílocuos, conformado por las voces de la niñez. Así, la desnudez humana -el ser oculto tras el disfraz social hilvanado con puntadas de vestimentas y vestiduras- se coló entre sus renglones y, al mismo tiempo, el desnudo idealizado como manifestación artística se transformó en uno de los temas más recurrentes de sus dibujos, óleos y pasteles.
A comienzos de la década del 30, Emilio Pettoruti le ofreció a Silvina organizar una exposición de grandes óleos de desnudos femeninos. Ella declinó la invitación para no disgustar a su madre. Participó, en cambio, del "Salón de Pintores Modernos" organizado por la Asociación Amigos del Arte en Buenos Aires donde, en 1931, exhibió dibujos y acuarelas junto a Xul Solar, Horacio Butler, Norah Borges y otros integrantes del Grupo de París.
Aunque en 1950 Silvina dejó de exponer, nunca cesó de dar continuidad a una vocación pictórica que se remonta a su infancia y que profundizó, durante su adolescencia, tomando clases con Cata Martola de Bianchi, en Buenos Aires, y con Giorgio De Chirico y Fernand Léger, en París. Sólo se conocen estudios de sus desnudos en carbonilla y lápiz que, como sus croquis de la plaza y los retratos a amigos notables (Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Wilcock y Pepe Bianco, entre otros), ilustraron artículos periodísticos, libros y revistas. Aquellos catados por el ojo audaz de Pettoruti y otros que pertenecen a colecciones privadas siguen envueltos en un manto de misterio tan grande como el que rodea a la propia Silvina.
Podríamos aventurarnos a decir que los desnudos por el momento accesibles al público recaen en lo que el crítico de arte John Berger denominó nude. En su célebre ensayo Modos de ver , el autor establece una división dentro de este género artístico: nude/naked. El primer concepto hace referencia a la exhibición de la propia desnudez. No verse y sí, en cambio, ser visto y juzgado por un otro voyeur, que observa el cuerpo ajeno como objeto e influye en la definición de la propia subjetividad desde afuera. A esta noción Berger opone la de naked: estar desnudo, sin disfraces, siendo uno mismo.
En los cuentos de Silvina, las vestimentas que aparentan exhibir los rasgos de personalidad de los personajes esconden la llave que permite dirigir la mirada hacia el interior de los cuerpos que envuelven. Los vestidos son disfraces que, como sus textos, ocultan al impostor: es en sus puntos y puntadas finales donde solemos encontrar la punta del ovillo.
Algunos de sus relatos ilustran esto. En "El Remanso" ( Viaje olvidado ) Libia y Cándida, las hijas del nuevo casero, se convierten en las mejores amigas de las niñas de la casa. Cuando crecen y la brecha social se acrecienta, quedan en el olvido y sólo reciben migajas de afecto en forma de vestidos usados y sonrisas heladas. Esto las impulsa a entrar a escondidas en la casa grande para mirarse en los altos espejos. Al verse siendo las otras y sentir "el abrazo de las mangas vacías de los vestidos", huyen de sus propias imágenes. La piel ilusoriamente cubierta por las vestimentas se descama y muta, en la letra, como el cuerpo desnudo de un modelo vivo sobre el lienzo.
Lo contrario ocurre en "Las vestiduras peligrosas" ( Los días de la noche ). Allí Régula, la modista y narradora, nos informa que Artemia, la niña ociosa para quien confecciona vestidos, ha sido abandonada por su novio. Hay algo, sin embargo, que además de paliar el ostracismo de Artemia también se presenta como su mayor virtud: dibujar vestidos extravagantes cuyas hechuras mantienen en vela a la modista. De manera inexplicable, sus originales son copiados en Budapest, Tokio y Oklahoma, por chicas que, según informa el diario, cuando los visten son violadas y asesinadas por patotas. Artemia, decepcionada, cree que eso debería sucederle a ella. A pesar de que Régula lee en esa afirmación un exceso de bondad, detectamos en Artemia la necesidad de ser reconocida como una persona bella y, en recompensa, ser poseída por otro. Con tal fin, se ofrece como mercadería. "¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?", pregunta. A su singularidad artística no le corresponde una originalidad de pensamiento. La moda era entonces tan tirana como aún hoy la desnudez. Cuando la necesidad de ser vista la lleva a acatar el consejo de Régula y vestirse con "una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban", es violada y acuchillada "por tramposa".
De acuerdo con Berger, exhibirse sin ropa es otra forma de vestido, es estar condenado a nunca estar desnudo por completo. Es tener la superficie de la piel transformada en un disfraz que uno no puede quitarse. El hecho de que Libia y Cándida en "El Remanso" hayan operado ellas mismas como sujeto que mira / objeto mirado permite una instancia de aprendizaje en la que es posible la redención. Lo contrario sucede en "Las vestiduras peligrosas", donde la narración de Ocampo castiga la mímesis de Artemia.
El dibujo y la pintura dejaron, en la obra literaria de Silvina Ocampo, huellas profundas que pueden rastrearse en algunos de sus temas, en la fragmentación de los cuerpos -propia del cubismo y la pintura metafísica- y en la mirada de sus mundos pintados con palabras, en general reducidos a la riqueza de una casa grande. Revisitando la tumba de su infancia, Silvina logró horadar la lápida, desempolvar recuerdos y, como en un juego, hacerlos posar en la antesala de su memoria. Desde allí, en pequeñas dosis, los fue desnudando. Y mientras aguardamos el encuentro con la totalidad de su obra plástica, andando y desandando por entre las hojas espejadas de sus relatos, vamos descubriendo a Silvina, más allá de Bioy y más allá de Ocampo.


Fuente: ADN Cultura La Nación