Ha pintado siempre en contra o al margen de las
corrientes dominantes en el arte. Su pintura nunca perdió belleza ni
vinculación con la realidad argentina, de la que es un crítico
implacable. Pero aún se pregunta para qué sirve el arte.
Ante la duda, abstente”. Dice Alonso que es un lema que lo ayuda
a vivir y que le ha ahorrado unos cuantos papelones. “Cuando veo que la
cosa se pone fea, me abstengo. Y eso termina siendo una forma de vida.
Esta conversación, esta entrevista, por ejemplo, ¿cuánto hace que
empezamos a hablar de tenerla?”, pregunta Alonso. Y se ríe, porque hace
más de tres meses que le pedimos esta entrevista y él dudó. Y se
abstuvo. Dudó y se abstuvo durante tres meses o más. Y ahora que estamos
en su casa de Unquillo, donde empiezan las sierras, a media hora de
auto de la ciudad de Córdoba, recién ahora que estamos a mitad de la
entrevista y ha comprobado que la cosa no se ha puesto fea, muestra esa
carta que se puede entender como un gesto de confianza, como una
disculpa amistosa por haber dudado.
Acabamos de llegar y ya nos
hemos enterado: hace cuatro meses que Carlos Alonso no fuma. La cosa se
puso fea, y se abstuvo de fumar. Ese es su tema urgente. Hoy, para
hablar con él de Alonso, hay que hablar del cigarrillo. Y es lo primero
de lo que hablamos. Le preguntamos si fumaba mucho.
Y sí, fumaba
todo lo que necesito para funcionar, que es bastante. Y ahora no
funciono, me pongo a pintar y... estoy con la idea del cigarrillo, no
puedo pensar en lo que hago...
¿Se había enfermado? ¿Le hacía muy mal?
Empecé
a tener unos dolores muy fuertes en las piernas. Ya no podía caminar en
cierto sentido, ya tenía cierta invalidez... para bajar escaleras, por
ejemplo. Y he mejorado mucho en cuatro meses. Y después tenía esos
ahogos nocturnos, ¿no?, que a uno le parece que... ¡se va!
¿Para usted el acto de pintar está muy ligado al de fumar?
Sí.
Puedo hacer de todo sin fumar, menos pintar. Necesito un grado de...
estímulo, de droga si usted quiere. Para cocinar, para ir de un lado a
otro, para ir al cine, no tengo problema. Pero para pintar... Es que
cuando pinta, uno cambia psicológicamente. El pensamiento, el ciclo, el
circuito es otro.
¿Cómo es eso?
El circuito
cotidiano es distinto al otro, al de la pintura. Porque ahí aparecen
ciertas ansias, ciertos afanes; la trascendencia, el compromiso, lo que
uno es, lo que esperan de uno, lo que uno quiere... Mientras que en la
vida cotidiana, bueno, uno come lo que hay. En la pintura no come lo que
hay, tiene que comer manjares súper, ¿no? lo mejor que hay. De Picasso
para arriba. Yo tenía artistas amigos que se drogaban, se daban con todo
para lograr un... algo que suelte... que a uno lo libere para poder
despegar. Hay un pensamiento de Lao Tse que dice: “O se vive la vida, o
se cuida la vida”. Y parece que van en sentido contrario. Pues en eso
estoy.
¿Cómo es la vida de pintor en Unquillo?
Para
una persona como yo, que ama el silencio y que heredó esta relación con
la naturaleza, es muy buena. Yo viví de muy pibe en el campo con mis
viejos y mis abuelos, en Tunuyán, Mendoza. Tengo muy incorporada la
relación con la naturaleza, me hace bien además. Yo diría que la pintura
se parece al tiempo de la naturaleza.
¿Ese mundo de la infancia en el campo está en su pintura?
Sí,
creo que de alguna manera he seguido elaborando mucho de los miedos, de
las obsesiones, de los temas de la naturaleza y del campo. En el 63
pinté una serie que se llama Blanco y negro que es un
poco sobre ese mundo de los miedos infantiles del campo, ¿no?, de ir
debajo de la cama, de oscuridad, las ratas, las historias de aparecidos,
de la luz mala. En realidad me siento no un pintor urbano, sino un
pintor en relación con el campo. En Mendoza la presencia de la
naturaleza es muy fuerte, la montaña está siempre presente al final de
la calle. Y además, la idea de los pibes pintores, con la que yo
convivía, era seguir un poco la tradición de Fader, de Bravo, de los
pintores que iban a pintar a la montaña. Así que vivíamos haciendo esas
excursiones con el caballete atrás, tipo pintor de paisajes.
Alonso
dejó ese mundo a los 22 años. Su padre había muerto poco antes y él,
que era el mayor de cinco hermanos, no pudo o no quiso heredar la
responsabilidad de hacerse cargo de la familia. Tenía una vocación
bastante violenta, dice, y no se abstuvo de darle curso. “Me rajé de esa
situación y me fui a estudiar con Spilimbergo a Tucumán, que había
convocado para hacer una escuela muralista, un proyecto que me
interesaba mucho”. Han pasado más de 50 años desde entonces, pero su
vocación sigue viva y los murales siguen apasionándolo. Si se le pegunta
en qué anda hoy, responde: Tengo más proyectos que los que puedo hacer.
Me han propuesto hacer los murales del techo del Teatro Cervantes, todo
el plafón, que son seiscientos metros cuadrados. La Sixtina tiene mil.
Es el sueño del pibe, un trabajo para el que me preparé toda mi vida.
Dibujé, pinté, leí, vi, viajé, para hacer esto. Como para ahí dar las
hurras, las tres hurras.
¿Ya empezó a trabajar en ese proyecto?
Estoy
empezando, ya he hecho muchos dibujos. Estoy dibujando, sí. Pero
necesito un equipo, porque hay tareas intermedias para las cuales se
requiere salud física y capacidad joven, ¿no? También tengo que hacer un
mural, acá, para el Teatro Rivera Indarte, que es el más importante de
Córdoba. En este caso es una cúpula. Y tengo que hacer otro mural en San
Antonio de Areco. Tengo más trabajo que el que puedo hacer. Si me
hubiera venido a los 40 años, estaría chocho. Pero ahora es como que...
¿Y a todo dice que sí?
No,
a algunos pedidos digo que no. Pero en general, digo que sí. Después
los despisto con los tiempos. Pero como nunca cobro nada... ése es un
argumento de fierro. Digo: “Mirá, yo no voy a cobrar un peso por el
mural, pero ustedes no me rompan las pelotas con que lo necesitan en
seis meses. No, el tiempo que sea necesario”. Mi trabajo como autor no
lo cobro porque sería imposible con lo que cuesta el metro cuadrado de
pintura. Saldría una fortuna. No cobro pero tienen que permitirme que el
trabajo esté maduro.
¿Cuál será el contenido de la obra?
Me
llené de libros de historia del teatro, porque quiero mezclar la
historia del teatro con la historia del país. Es la oportunidad,
incluso, de meter esas dos historias que de alguna manera van mezcladas,
siempre. Van mezcladas para mí, que mi lenguaje es la plástica.
Entonces, estoy combinando esas dos cosas: por un lado, la historia del
Teatro Cervantes, y por otro lado, la historia de nuestro país, que está
llena de riquezas y de cosas que yo ya he tratado, de alguna manera,
¿no?
¿Le interesan los muralistas mexicanos?
Desde
luego. Para mí son un modelo de cómo quisiera pintar este mural, con un
lenguaje muy popular. El año pasado viajé a México para ver los
trabajos de los muralistas, especialmente de José Clemente Orozco, que
es el que siento más cercano. Le encuentro un parecido con cómo yo trato
la figura, ¿no? Una especie de humor negro, de crítica, que me es
familiar. Y además, con unas soluciones plásticas bastante parecidas a
las mías, sobre la base, más que del color, del dibujo. Es una especie
de gráfica... Cuando se habla de pinturas murales, hay que pensar que
son grandes masas, no hay posibilidad de finuras, de transparencias, de
detalle minucioso. Son espacios grandes, de soluciones... cómo decir...
sencillas. Y los murales de Orozco son prácticamente hechos con tres o
cuatro colores. Es prácticamente gráfica. Una gráfica poderosa, de mucha
convicción personal, de mucha garra, muy jugado, con mucho riesgo.
Cuando
entra Teresa, la mujer de Alonso, para traernos café, reaparece el tema
del cigarrillo, que en realidad nunca se ha ido, siempre ha estado
rondado por ahí, agitando un poco la respiración, los ojos y las manos
del artista, acostumbrados, todos, al contacto con el humo y el tabaco.
“Está todo bien, quedate tranquila –le dice, entre risas–. Quiero
decirte que no fumé todavía. El no fuma, así que estamos fenómeno”. Del
muralismo mexicano y el proyecto del Cervantes, la charla deriva quién
sabe cómo al arte que se produce hoy en el mundo.
¿Cómo es su relación con el arte contemporáneo, con el arte de vanguardia?
Tengo
desde el principio una tendencia natural a trabajar a contrapelo. Hace
poco, viendo mi trabajo un poco retrospectivamente, dije bueno, pero
aquí hay una cierta coherencia, una coherencia que no está pensada, que
es un poco, no sé, genética.
Más allá de su voluntad.
Totalmente.
Pero, bueno, eso me hizo ser un autor que estaba de alguna manera a
contrapelo de las corrientes. Es decir, cuando estaba el Di Tella,
nosotros estábamos contra el Di Tella. Quiero decir, no contra,
estábamos dando otra opción, una opción que era mucho más... a la
mexicana, a la pintura social, mientras que el Di Tella era muy yanqui,
muy a la vanguardia, muy pop. Yo estaba además muy convencido de que el
arte tiene que ver con la sociedad, con el hombre, con la persona que
uno es, con la vocación por ciertas militancias.
¿Eso de estar a contrapelo es algo que le ocurre también más allá de la pintura, en la vida?
No,
no, en la vida no, absolutamente. En la vida soy más bien componedor,
trato de combatirme cada pequeño fanatismo que pueda tener, incluso el
fanatismo que puede llevar a cierta forma de engordar el ego, la
exposición pública y todo eso. Soy una persona más bien de perfil bajo.
Incluso porque siento que eso beneficia mi trabajo.
No es
lo habitual en los artistas ese perfil bajo, ¿no? Hay quienes ponen
mucha vanidad en su trabajo y en sus personas. Suelen disfrutar con la
exposición pública y ser muy vanidosos.
¿Los buenos buenos son así?
No, ésa es una buena respuesta.
Claro.
Los buenos buenos no son así. No quiero decir que yo sea bueno, pero
quiero decir que como elección... Ayer leí algo de García Márquez que me
atribuyo totalmente, no porque quiera equipararme al personaje, sino
porque siento lo mismo. Decía que él a veces renuncia a ciertas
exposiciones, no porque esté en contra o porque le parezcan
ideológicamente negativas o positivas, sino por timidez. O sea, la
timidez es casi una forma de comportamiento... Yo tiemblo si me van a
dar un premio, porque tengo que dar un discurso.
Y volvemos al principio: “Ante la duda, abstente”.
Entre
los proyectos de Carlos Alonso, está pintar una serie sobre el Mal. Y
de ese proyecto, la conversación se deslizó casi naturalmente a la
última dictadura argentina, que para el pintor significó, entre otras,
su exilio y la desaparición de su hija, y a otras maquinarias de
exterminio, como las del nazismo y la guerra en Irak. Y al desaliento
por la forma en que el mal persiste a través de la historia. Y dice,
entonces, el artista: A veces la ignorancia lleva más a la brutalidad
que el mal. A veces, pensando realmente para qué sirve el arte, yo
imagino que sirve para eso, para transformar esas rémoras de salvajismo,
o de brutalidad, o de barbarie que puede tener la mente humana. El arte
es capaz de despertar esa sensación de que ciertas cosas no pueden
pasar, de que no puede el hombre desmoronarse hacia esos abismos de
crueldad, de brutalidad, de escarnio, de criminalidad tan feroz
organizada por los Estados.
¿Usted sigue preguntándose, entonces, para qué sirve el arte? ¿Es un tema sobre el que sigue reflexionando?
Bueno,
sí, porque no sirvió siempre para lo mismo. Cuando tenía treinta años
sabía para qué servía; creía que servía; creía que sabía, mejor dicho.
Porque cuando uno tiene un convencimiento, una ideología y un
pensamiento que lo lleva a romper las pequeñas barreras del taller y a
entrar en contacto con las necesidades y con las propuestas de los
demás, con la gente, uno empieza a sentir que el arte sirve para eso,
para acompañar una vanguardia que no es solamente artística, sino que es
una vanguardia que va cambiando todo, mejorando todo. Esto que decíamos
recién: que sirve para que las personas sean mejores, para que no haya
explotación, para que el hombre no sea el lobo del hombre.
Que el arte tiene un fin, de última, político...
Claro.
Entonces, eso es un motor de producción, uno siente que está tocando
materias verdaderas, que no son sólo caprichos de un autor o de un
momento, sino que tienen que ver con la historia, con la propia
realidad, con cosas más extendidas en la gente y en el tiempo; y que
anuncian, también, otro tipo de mundo, ¿no? Ahora, cuando eso se
termina, hay que empezar de nuevo a construir un por qué.
¿Uno puede seguir haciendo arte de la misma manera desde la soledad, digamos?
No,
desde luego. Es que dentro del movimiento uno hace también arte en
soledad. Y en medio del movimiento, hace arte a contramovimiento, a
contrapelo. Porque no es que uno está en una especie de canto armónico
con la clase obrera.
¿Tiene algún grupo de pertenencia, imaginario aunque sea?
Sí,
sí, tengo. Tengo muchos amigos, desde luego. Pero como leí hace días,
“el peligro de vivir demasiado es que no tenés a nadie que vaya después a
tu entierro”. Uno se ríe, pero yo miro mi agenda y veo los nombres de
Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez y tantos amigos, así,
entrañables, que se han ido ya hace tiempo. Y en lo que se refiere a lo
social o político, me siento muy involucrado con las Madres de Plaza de
Mayo, Abuelas e Hijos. Son realmente los únicos grupos cuya actividad
sigo de cerca. Esa sería hoy mi pertenencia.
¿En qué militaba su hija?
Mi
hija era maestra jardinera y alfabetizadora. Estuvo alfabetizando en
Perú y después trabajó en las villas de Buenos Aires. Esa es toda la
militancia que tenía Paloma. Es decir, una militancia como tantos
jóvenes que estaban detrás de una utopía. Si hubiera sido guerrillera,
yo lo diría porque sentiría también el mismo orgullo. No me parece que,
de ninguna manera, eso pudiera menoscabar su imagen. Pero no lo era.
Hasta lo que yo conozco, digo, porque en el último período yo estaba en
España. Pero ésa era su militancia, y ésa era la militancia del grupo de
sus amigos, ¿no? Y ésos son los testimonios que tengo en sus cartas.
¿Se conocen los responsables de su desaparición? ¿Se conoce la historia? ¿Hay culpables o es una más...?
No,
es una de las historias de las que no se sabe nada. Pero no se sabe
nada porque yo también lo negué. Digo, en ese momento, por algo las
Madres fueron las que salieron al frente. Los padres tuvimos
completamente otra relación con esa situación. Yo siento que tuve
totalmente otra relación. Incluso, como una resistencia a bancármela, a
asumirla, una incapacidad, como una parálisis. Entre tantas otras
razones, creo que las madres tuvieron otra forma de encarar la situación
por lo que es la naturaleza de la relación de una madre con un hijo,
¿no? Supongo. Incluso, no sé, por otras sutilezas más de la
idiosincrasia de la mujer. Pero se dio mucho eso de que los padres se
quedaron masticando el dolor en silencio, paralizados, y fueron las
madres las que salieron al frente. Y yo soy de esos padres, me quedé
masticando el dolor, con la ilusión infantil de que con mi trabajo
iba... iba a elaborar todo, que mi trabajo en la pintura iba a servir
como para devolver golpe por golpe. Un gesto de inocencia. Pero no hice
ninguna de las cosas que tenía que hacer. Y hay gente que hasta hoy
sigue haciendo cosas por la verdad y la justicia.
Lo dice Carlos Alonso, como si nunca hubiera hecho nada por la verdad y la justicia. Y se queda en silencio.
¿Cómo ve hoy a la Argentina, Alonso?
La
veo como siempre, exactamente igual que siempre. Creo que desde que el
peronismo accedió a la política, de alguna manera ha marcado ciertos
ítems que se van cumpliendo siempre, de una manera o de otra. Van
cambiando las formas pero van quedando ciertos clientelismos políticos,
cierta estructura y deformaciones de las relaciones sociales, del
contrato social. Lamentablemente nosotros nos comportamos igual que la
Argentina. O sea, no hay nada más parecido a la Argentina que un
argentino.
¿En qué sentido?
Cada uno de
nosotros es como la Argentina, con esa fragilidad, con ese no saber
adónde vamos, qué va a pasar, con ese no poder hacer proyectos de medio
ni de largo alcance, es todo el día a día. Cada uno está en su mundo. En
la pintura, por ejemplo, no hay más diálogo, no hay más polémica, cada
uno está en su gueto, en su negocio, en su lugar, tratando de alguna
manera de perfeccionar lo propio, pero al mismo tiempo, de no compartir
nada. Hace tiempo nos invitaron a algunos artistas –Guillermo Roux,
Rómulo Macció, Josefina Robirosa– a pintar unos murales en la Galería
Pacífico, donde habían pintado Spilimbergo, Berni, Castagnino, la
cúpula. Yo conocía la historia de cómo habían hecho ellos. Hicieron un
equipo. Tanto exacerbaron ese trabajo grupal, que se mezclaron. En las
esquinas, donde se encuentran los murales, la pintura de uno salta al
espacio del otro. Quiero decir que llegaron a mancomunarse, a
estrecharse y a mezclarse de una manera saludable. Nosotros tuvimos una
sola reunión con ese nuevo equipo, digamos, que era la otra generación
que venía a incorporarse a la Pacífico: una sola reunión de prensa donde
sacamos la foto y nada más. Eso fue todo. Nunca nos sentamos para
decir: “Che, ¿qué hacemos?” ¡No, cada uno hizo lo propio! ¡Le importó un
carajo qué hacía el otro! Ni siquiera se nos ocurrió decir: “Che, Roux,
che, Macció, sentémonos, a ver, ¿qué vamos a hacer acá?” Para mí, eso
es todo un síntoma.
Fuente: Revista Ñ Clarín