Militante comunista, ícono de la identidad mexicana,
transgresora, protagonista de un amor por Diego Rivera que eludió toda
moral, Frida Kahlo vivió adelantada a su época. Su vida y su arte
seducen a los críticos, a los investigadores, a los coleccionistas Y al
gran público. Aquí, un intento Por entender, desde ángulos diversos, La
realidad y el mito de Frida Kahlo.
Por Néstor García Canclini
Antropólogo, docente e investigador
Qué se pierde y qué se gana cuando se convierte una novela o una
serie de cuadros famosos en un programa de televisión? El debate sobre
la industrialización de la cultura no se reduce a las industrias
culturales. Hace unos años se discutía si la televisión degradaba el
gusto al estandarizar la producción y masificar el consumo. Ahora, la
reproducción tecnológica y la comercialización con criterios de escala
industrial modifican los modos de hacer literatura, teatro y artes
visuales. Editoriales, museos y productoras de discos buscan circuitos
masivos y la recuperación pronta de las inversiones.
En México se
intensifica este debate al celebrarse el centenario del nacimiento de
Frida Kahlo con varias exposiciones: la principal, que se presenta en el
Museo del Palacio de Bellas Artes, con 354 piezas (cuadros, fotos,
cartas y documentos), luego irá al Museo de Filadelfia y al de Arte
Moderno de San Francisco, a Japón y España. Simultáneamente con las
actuales muestras mexicanas se presenta una en el Bucerius Kunst Forum
de Hamburgo, entre otras en distintos lugares del mundo.
Con pocos
artistas contemporáneos hay tantas dificultades para decidir qué
incluir o no en una exposición. ¿Es posible hacer una muestra sólo con
las obras de Frida Kahlo, o son necesarias para comprenderlas sus cartas
y sus performances públicas, los documentos en los que figuran amantes,
amigos, personajes de sus cuadros o que promovieron sus exposiciones:
Diego Rivera, Trotsky, Henry Ford, Nelson Rockefeller y André Breton?
¿Será posible aceptar sólo estas referencias ilustres, y desentenderse
de sus vestidos indígenas y su adopción por modistas de primera línea,
olvidar que en la subasta de Sotheby’s en Nueva York, en mayo de 2006,
su obra Raíces fue comprada por teléfono pagando 5,6 millones de
dólares, la suma más alta obtenida por una pieza latinoamericana? ¿Cómo
deslindar las reinterpretaciones de su trabajo propuestas en las
galerías de la Tate Modern de las exhibidas en las vitrinas de tiendas
londinenses, o los libros de investigación sobre ella de la película con
la que Salma Hayek, al representarla, obtuvo el Oscar en 2002?
¿Favorece o perjudica la obra de Frida Kahlo recordar su militancia
comunista, su inquietante relación entre dolor y placer, la
multiplicación de su imagen en números que le dedicaron Elle, Harper’s y
otras revistas para crear el “Look Frida”, su feminismo adoptado en
distintas versiones por mexicanas, chicanas y europeas? ¿Cómo distinguir
los tequilas, anteojos y perfumes, las zapatillas Converse y los corsés
italianos que llevan el nombre de Frida, del Corsé que ella pintó
estampando la hoz y el martillo? Cada vez que se hace una
megaexposición, surgen críticos empeñados en alejar la obra de las
mercancías derivadas, la admiración artística de la fridamanía. Se trata
de conjurar el culto masivo con mesas redondas y conferencias
magistrales. Pero al considerar la recepción de su obra, como en muchos
artistas contemporáneos, con frecuencia siguen haciendo de “guías” las
industrias culturales.
En el primer estudio de visitantes a una
exposición de Frida Kahlo en México, (compartida con fotos de Tina
Modotti), que se realizó en 1983 en el Museo Nacional de Bellas Artes,
se registraron 64.240 asistentes. Más de la mitad de los entrevistados
(56%) dijo ir por primera vez al museo, motivado por la publicidad en
radio, televisión, diarios y revistas. Valoraban, según sus
conocimientos escolares o de la tradición oral, la relación de la
pintora con “la historia de México”, “su afición por las culturas
prehispánicas” y lo “sobrecogedor” de sus accidentes, operaciones y la
relación tortuosa con Diego Rivera. La importancia del acceso biográfico
a la obra se manifestó en la atención mayoritaria a las cartas y las
fotografías, que –dijeron– “completan” la muestra.
¿Dónde está
Frida: en las artes o en el contexto? A veces irrumpe aun donde no
esperamos encontrarla, como sucedió en una investigación que realizamos
en el Palacio de Bellas Artes en 2004, cuando entrevistamos a quienes
iban a ver los gigantescos murales de Rivera, Siqueiros y Orozco.
Al
averiguar desde dónde llegan los visitantes, nuevamente encontramos a
la escuela como punto de partida: alumnos a los que encargaron como
tarea describir los murales, adultos motivados por el recuerdo de los
textos escolares en los que supieron de estos artistas: “Esta mujer
viene en los libros de historia”, comentó un padre a su hijo
refiriéndose a la “Nueva democracia”, la pintura de Siqueiros. El
martirio de Cuauhtémoc, las revoluciones mexicana y rusa, el fascismo y
las luchas por la independencia o los enfrentamientos con Estados Unidos
son hechos aprendidos desde la educación básica.
Parte de la
seducción del Museo proviene de esta complicidad entre lo que se
considera “gran arte” y lo que se estudió en la escuela.
Sin
embargo, un buen número de entrevistados habló del carácter
“intimidante” del Palacio de Bellas Artes. Un guía dijo que, si bien el
Palacio “atrapa visualmente”, la magnificencia del edificio, los
guardias y los detectores de metales en la entrada son obstáculos para
un ingreso más confiado.
Otro guía afirmó que la mayoría de los
visitantes tiene pocos años de estudio y ven el Palacio como “elitista”,
o creen que es un edificio religioso, y “a la hora de entrar se
persignan”.
En las visitas guiadas, para desolemnizar la relación
con el edificio y los murales, se preguntó a un grupo escolar qué tipo
de personas acostumbra vivir dentro de un palacio, esperando que los
niños hablaran de reyes y príncipes. “Aquí vive María Félix”, contestó
un chico, muy probablemente porque la habían velado poco antes en este
lugar y lo vio en televisión.
No solamente por María Félix los visitantes de los murales relacionaron “el Palacio” con el cine.
Y
por allí apareció Frida Kahlo, en este edificio donde faltaban tres
años para la magna exposición que ahora la exhibe. Niños y adultos
encontraron apoyo para leer los murales en relatos fílmicos que cuentan
biografías de los muralistas, sus mujeres y amigos. Al observar “El
hombre controlador del universo”, de Diego Rivera, buscaron a personajes
históricos y culturales, evocaron la muerte de Trotsky, sus amoríos con
Frida Kahlo, los viajes de su autor a París. Se acordaron de la
película Frida y perseguían en su recuerdo claves para lo que estaban
viendo.
–¿Saben quién fue Diego Rivera?– pregunta la guía a un grupo escolar.
–Sí–
responde un alumno–, el novio de Frida Kahlo. La incorporación de las
artes plásticas a la difusión mediática cambió la jerarquía oficial
entre Diego y Frida, y los patrones estéticos. Cuando los especialistas
ya habían desestimado las nociones de creación excepcional y artistas
geniales, aparecen en los medios relatos que exaltan a los personajes
por su biografía, como sufrientes o malditos.
A través de
entrevistas a artistas, invenciones sobre su vida personal o sobre el
“angustioso” trabajo de preparación de una obra pictórica, mantienen
vigente los argumentos románticos del creador solo e incomprendido, de
la obra que exalta los valores del espíritu en oposición al materialismo
generalizado.
El discurso estético idealista ha dejado de ser una
mera representación del proceso creador para convertirse en un recurso
complementario destinado a “garantizar” la verosimilitud de la
experiencia artística en el momento del consumo.
Frida no fue
ajena a la invención biográfica y político cultural que hoy la promueve.
Hija de Guillermo Kahlo, fotógrafo al que el gobierno de Porfirio Díaz
le encargó registrar el patrimonio arquitectónico de la nación, aprendió
con él a usar la cámara, retocar y colorear las fotos.
Acompañó a
Diego Rivera en su ascenso como pintor y conferencista en los Estados
Unidos, y en su fascinación por “el desarrollo industrial y mecánico” de
ese país.
Cultivó contactos con mecenas y patronos, vendió sus
obras a coleccionistas como Edward G. Robinson, A. Conger Goodyear, y
Jacques Gelman, buscó ser aceptada por los surrealistas, mostraba con
orgullo regalos que le dio Picasso, y cómo Duchamp y Breton organizaron
su exposición en París (aunque acabó detestando a Breton y escribió que
Duchamp era “el único entre los pintores y artistas de aquí que tiene
los pies en la tierra y los sesos en su lugar”). Gran parte de sus obras
son autorretratos, y uno –en 1932– lo tituló “Autorretrato en la
frontera entre México y Estados Unidos”. Para sugerir que había
aparecido con la revolución mexicana, sostenía que había nacido el 7 de
julio de 1910, aunque su partida de nacimiento señala el 7 de julio de
1907. Dice Carlos Monsiváis en un artículo sobre Frida: “A ningún mito
lo inventan sin su consentimiento”.
Si su figura de artista está
imbricada para el público con el discurso posrevolucionario, con el del
feminismo y con el sentido sacrificial de una parte de las vanguardias,
si ella misma elaboró su personaje para ser la intersección entre esos
relatos del siglo veinte, no parece razonable prescindir de los
contextos para comprender el significado cultural de su trabajo y las
posibilidades de acceder a él.
Pero la narrativa biográfica y sus
condiciones de producción e inserción sociocultural no acaban de
responder por qué pintó así y qué podemos leer en su obra.
Hubo
otras mujeres que estuvieron cerca de Diego Rivera (Lupe Marín), que
fueron artistas y bellas (Nahui Ollin), que pintaron trágicamente su
cuerpo y fueron amantes de artistas (María Izquierdo en relación con
Rufino Tamayo), pero no hicieron la obra de Frida.
No es inútil
conocer el contexto de una obra y los modos en que un artista construyó
socialmente su lugar. Pero queda la pregunta de por qué fue Frida la que
pintó “Mi nana y yo”, “La venadita”, o “Raíces”. Las respuestas
centradas en los accidentes y las enfermedades, el narcisismo de los
insistentes autorretratos, los amores y la militancia, resultan
insuficientes. Es el momento en el que las explicaciones por los
condicionamientos históricos y la industrialización cultural de las
imágenes se detiene: para avanzar debemos confrontarnos con el trabajo
enigmático que por ahora seguimos llamando arte.
Por eso, los
trabajos plásticos en que Diego Rivera, Nahum Zenil, Maris Bustamante y
Adolfo Patiño averiguaron qué significaba Frida para ellos son, junto
con la biografía de Hayden Herrera, caminos no más verdaderos pero sí
más significativos que las joyas o las zapatillas de la Frida Kahlo
Corporation para apreciar las muchas Fridas posibles.
Cuando
estaba escribiendo este artículo fui al Palacio de Bellas Artes a
escuchar una mesa redonda en la que dos artistas (Magali Lara y Mónica
Mayer) y una historiadora del arte (Karen Cordero) propusieron, en vez
de un análisis biográfico de la pintura de Frida, pensar cómo sus
autorretratos habían manifestado, en la primera mitad del siglo XX, el
derecho de autorrepresentación de la mujer, y de representarse de muchas
maneras, vestida como tehuana, otras veces como hombre, mostrando tanto
su cuerpo sufriente como su cuerpo sexual, la “vida interior” y su vida
pública. Pintores y pintoras habían sentido, a partir de su obra, que
habilitaba “nuevos formatos de identidad” y cobijaba a los estudiantes
de artes que se atrevían con “temas de mal gusto” según las reglas
escolares.
Me llamó la atención que hubiera no menos de ochenta
personas escuchando la mesa redonda, preguntando y discutiendo, un
martes a las 11 de la mañana.
Después fui a ver las salas (algunos
llegamos a la exposición desde los libros y las mesas redondas), y
encontré largas colas para entrar, que se prolongaban fuera del Palacio.
Había hombres y mujeres, estudiantes, jóvenes de todas las clases, y
algunos de 70 años o más en los que había que imaginar más que un
interés mediático para que se mantuvieran dos horas esperando de pie
para ingresar. Adentro, cuando veinte o treinta personas se aglomeraban
ante un cuadro que por fin veían no reproducido, se admiraban del tamaño
o de detalles inesperados, y marcaban la diferencia con lo que habían
sentido o escuchado al verlo por primera vez en una revista, en el cine o
en la televisión. Los medios suelen empaquetar en serie las
experiencias, y también convocan a lo inesperado.
Fuente: Revista Ñ Clarín