Opinión / Un puente entre dos mundos
La selección de obras del exquisito artista evoca universos mágicos, místicos y misteriosos y dialoga en Colección Fortabat con trabajos de jóvenes seguidores en un contrapunto bautizado Trascendencia /Descendencia; la muestra es también una oportunidad para recordar las peripecias de su vida, su imaginario y sus obsesiones
Con
vista al río, oteando otra ribera, Roberto Aizenberg vuelve. Es
justicia poética con predicamento homérico y quevediano que su obra se
exhiba en la sede portuaria de la Colección de Arte Amalia Lacroze de
Fortabat, y sume belleza sublime al contexto fashion de Puerto
Madero. La consideración evoca una temprana obra maestra de Aizenberg,
óleo esquivamente confesional donde un padre y su pequeño hijo, vestido
de marinero, enfocan la mirada hacia otra orilla, otro confín.
Estaba destinado desde su nacimiento en Villa Federal, colonia judía donde sus padres hallaron refugio de los pogroms
rusos. A poco la familia se estableció en La Paternal y desde allí
Bobby pasó al Nacional Buenos Aires, seguido de un lapso en la Facultad
de Arquitectura y al taller de Antonio Berni hasta el encuentro
definitivo con Juan Batlle Planas. Otro exiliado venido de Torroella de
Montgrí, búnker surreal en plena Cataluña.
La obra de Aizenberg metaboliza todos estos estímulos,
diversificados por una curiosidad incesante, metódica, que alcanzaba
otras disciplinas: neurología, biología, filosofía.
Jorge Kleiman, fallecido semanas atrás, muy afín y
compinche en seriedades y chanzas, resumió el ideario creador de
Aizenberg. En el principio fue el automatismo, la fluencia del
inconsciente sin intervención volitiva. La mano trazaba este dictado en
múltiples, pequeños apuntes. Seguía el reposo de este material examinado
más tarde, que excluía todo azar. Seleccionaba, realizaba bocetos que
también analizaba. El laboreo posterior observaba todos los rigores
renacentistas: veladuras innúmeras, raspados y secativos, sumando capas
tras capas de pintura hasta lograr esos cromatismos y degradés
infinitos, insuperables. Y todo sin perder la frescura, la respiración
del lienzo, esos entramados virtuosos hechos a pedido en Bélgica, o la
pulpa de dibujos y grabados. Tales rigores determinaban que anualmente
concluyera media docena de obras.
Su
maestría fue temprana y sostenida por la introspección y la
contemplación, esa receptividad vibrátil y parsimoniosa, zen. Santiago
Kovadloff habla de una disposición mística cuajada en estética que
contiene el decurso de su peripecia humana y los arcanos infinitos. Y se
acuerda al considerar las arquitecturas simbólicas, metafóricas y
mayestáticas de pinturas y esculturas. Incendio del Colegio Jasídico de Minsk de 17... es paradigmático.
Sin pathos las alfajías perfectas arden por
fuego que no es de este mundo, como las torres enhiestas sobre cielos
impertérritos. Se trata de panteísmo, la enunciación de la unidad
viviente más allá de los episodios históricos, gozosos o dolorosos, al
fin humanos en su precaria condición, pero no contingentes a un diseño
que Aizenberg escrutó desde la poética plástica.
Esta entrega y testimonio demanda disposición acorde
del espectador copartícipe. Acercarse a la obra de Aizenberg recordando
que, como dijo san Juan de la Cruz, "te buscaré en el silencio y, en lo
secreto, hablaré a tu corazón".
***
A fuerza de hermetismo y probidad ejemplar de
imaginería y oficio se nos hace cuento que Roberto Aizenberg fue
vulnerable, jaqueado por desdichas y padeceres desgarradores. Más
lancinantes y próximos que el incendio de la sinagoga de Minsk, tan
desolados como ese padre y su hijo oteando un mar, horizonte, tierra o
estrella prometida... esa pérdida del reino que estaba para él.
Humeante (1967). |
Era
riguroso y prodigaba rigores. Accedió a ser entrevistado por una
periodista novel y estableció que la cita sería a las 21 -puntualmente,
señaló- en su departamento que hacía proa, desde la avenida Caseros,
sobre el Parque Lezama. Despuntaban los años de hierro y había pavor por
la responsabilidad periodística ante
el artista, y por las circunstancias,
lugar y hora del encuentro. Perfectamente cortés -como deben ser los
surrealistas-, abrió la puerta y aquilató sin dar a conocer su decepción
ante la magra entidad de la azorada entrevistadora.
El taller tenía la asepsia meticulosa de un quirófano. Y
la periodista supo que se jugaba a todo o nada. En la mesa de trabajo,
como tubos de un órgano virtuoso, se alineaban lápices de puntas bien
temperadas. La desdichada arguyó: "Allí tiene los HB, grafitos duros y
puros, secos, inconcesivos y los otros son grafitos B de menor a mayor
pastosidad". "¿Cómo lo sabe?", dijo él. "Por el olor de la mina", dijo
ella. Y a partir de ese momento todo fluyó. Desde el fondo del
departamento un llanto pequeño, acotó la charla. "No es grave, dijo,
sólo la molestia de la primera vacuna del nieto de Matilde."
Como si valiera la pena, escandió para la ignota
periodista, con notable claridad, los fundamentos surreales de su
creación, los pormenores obsesivos, renacentistas, de su factura
plástica, los entramados que examinaba con psicólogos o biólogos de la
talla de Samuel Goldstein, como otrora la hiciera con Juan Batlle
Planas.
Otros rigores cayeron sobre Bobby -nombre de mascota,
chanceaba-. Y el exilio hizo su marca indeleble. Volvía a Buenos Aires,
tanteando la posibilidad del regreso tras el desastre que arrasó a los
tres hijos de Matilde Herrera, sus parejas y nietos. Fue por mediación
de otro artista exiliado que la azorada periodista estableció el vínculo
para dar a conocer la creación de Roberto Aizenberg en el medio
porteño. En el departamento alquilado, casi clandestino, con fotos
improvisadas -para no comprometer a colegas expertos en cámara-,
Aizenberg daba razón de la obra consumada. Se debe a Ernesto Schoo,
editor en la cornisa, la posibilidad de publicar la nota.
Pasaron los años, también para la periodista. El
reencuentro se produjo a primera hora de la tarde, en un departamento de
calle Juncal, compartido por Matilde, Bobby y Ludmila. "Me la regaló
Aurora Bernárdez. ¿Sabés que es parienta de la gatita de Julio
Cortázar?", precisó Bobby. Matilde llegaba de la peluquería y saludó
brevemente mientras ceñía un pañuelo blanco a su cabeza. Por eso sé que
era un jueves. Bobby desvió la mirada hacia un tapiz de Carlos Luis Pajita
García Bes, otro amigo en común. Los encuentros se sucedieron, pautados
por rigores, precisiones y recatados dolores. Y como antes fue velada
Matilde, en la cama, la gatita anidó sobre el pecho y maltrecho corazón
de Bobby.
Encuentro generacional:
La lección del maestro
Trascendencia / Descendencia , muestra que
inaugura la temporada 2013 de exposiciones temporarias en Colección
Fortabat, reúne 65 obras de Roberto Aizenberg (Entre Ríos, 1928-Buenos
Aires, 1996) junto con trabajos de artistas contemporáneos como Pablo
Lapadula, Amadeo Azar, Cristina Schiavi, Max Gómez Canle y Daniel
Joglar. "La exposición no pretende añadir hipótesis acerca de lo que la
obra de Aizenberg fue, sino jugar en torno de lo que puede ser", aclara
su curadora, Valeria González, quien valora el clima "onírico,
pesadillesco, cabalístico, metafísico y poético" de la producción de
este gran artista, discípulo de Juan Batlle Planas, que alcanzó
cotizaciones por arriba de los 100.000 dólares en subastas
internacionales.
Ficha. Roberto Aizenberg. Trascendencia/Descendencia en la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat (Olga Cossettini 141), hasta el 23 de junio. Entrada: $ 35. Visitas guiadas: martes a domingos a las 17