Un recorrido por las construcciones emblemáticas de estética monumental que condensaron los ejes de la mística y el sueño militarista del Tercer Reich.
Disimulado en una espesa arboleda, en una tarde solitaria y lluviosa de octubre, con sus arcadas y columnatas estilo neogótico, la Ehrenhalle, o Hall de Honor, tiene la pátina decimonónica de tantos memoriales que rinden tributo a gestas, batallas, guerras. Y a los caídos, claro. Austeridad, sobriedad, cierta elegancia lejana, distante. Definitivamente otro tiempo. A ambos lados, una doble hilera de pesados pedestales de granito desciende cerrando el espacio adoquinado en una suerte de cubo virtual para dar sacralidad a este sitio que Adolf Hitler eligió para honrar a sus “mártires”, 16 en total, muertos en el frustrado putsch de 1923, en Munich.
Hay que hacer un click en la imaginación, traer a la memoria las imágenes heladas pero potentes de El triunfo de la voluntad, el documental de Leni Riefenstahl filmado en gran parte aquí, repensar todo lo que vino después para sentir, como un escalofrío, que precisamente en este lugar, en este parque, el Luitpold Arena, en las afueras de Nüremberg, tan apacible ahora, y al pie de este templete, tuvo lugar la milimétrica puesta en escena de las gigantescas concentraciones del Tercer Reich preanunciando lo que sería la mayor maquinaria de matar de la Historia.
En efecto, en 1933 Nüremberg fue oficialmente designada como “Ciudad del Día del Partido”. Con ello, Hitler buscó enhebrar el movimiento nacional socialista al gran pasado de la ciudad imperial, al esplendor de sus emperadores y ámbito de las Dietas imperiales medievales. Hasta 1938, allí tuvieron lugar los eventos centrales del nazismo con la presencia de Adolf Hitler y también la macabra tribuna donde se sancionaron las leyes raciales de 1935 para la “protección de la sangre alemana”. Eufemismo que con los años tuvo un nombre aterrador: Holocausto.
Una zona de parques de once kilómetros cuadrados al sureste de Nüremberg fue elegida por Hitler en 1934 para levantar una serie de edificios destinados a las distintas actividades y congresos del Partido y dar forma simbólica al sueño de una nueva Roma pensada para mil años, con sus coliseos, sus vías, su Campo de Marte. Estos ejes de la mística nazi se sustentaban en la arquitectura, la elegida entre todas las artes para dar materialidad al sueño milenarista del Reich. Una estética monumental sólidamente anclada sobre dos pilares que, ya en 1937, el académico Hans S. Schmid había resumido con mucha precisión: “Las columnas vuelven a ser un elemento fundamental; ya no son, como en los siglos XVII y XVIII, simples elementos decorativos, sino parte integral de la arquitectura. El ‘espíritu del gótico’ que vive en el carácter alemán, con su hincapié en lo vertical, se ha unido en matrimonio con la armonía horizontal griega. Verticalidad y horizontalidad se sientan en el mismo trono”.
El encargado de tallar ese trono fue Albert Speer, el elegido por Hitler: el único capaz de dar forma al sueño de una estética monumental jamás realizada. El primer paso fue crear un lazo visual con la silueta medieval del centro histórico y el Castillo imperial a través de la llamada Gran Vía de dos kilómetros de largo y 60 metros de ancho. En tanto, el conjunto proyectado, edificios y parques, debía glorificar los dos mitos centrales del Tercer Reich: el mito del Führer, enviado por la providencia como el salvador de Alemania, y el de la Comunidad Nacional (Volksgemeinschaft), para aglutinar las experiencias y sentimientos colectivos en un todo alrededor de la figura del Führer.
Así lo presentó Leni en su película cuando el avión que lo trae al Congreso del partido en 1935 se abre paso entre las nubes, como si fuera el descenso de un dios en el renacer de los antiguos mitos germánicos. Y el centro emblemático, el eje ritual para la glorificación y consagración de la sangre sería el Luitpold Arena, inmensa plaza seca de 84.000 metros cuadrados, donde la Ehrenhalle, el panteón de los héroes, era el punto de partida de un rito en donde la piedra, los hombres y la sangre se fundían en una única argamasa.
De allí arrancaba la Calle del Führer, camino de 240 metros de largo pavimentado con placas de granito que conducía al Ehrentribüne” (tribuna de honor) o tribuna principal, en forma de media luna, de 150 metros de largo, dos águilas de oro en sus extremos, realizadas por el escultor Kurt Schmid-Ehmen, una plataforma para un solo orador al centro, y al fondo, quebrando la horizontalidad, tres banderas de altura con la esvástica. El diseño de Speer era milimétrico. La Calle del Führer cortaba en dos el espacio y a ambos lados, como en un damero, podían ubicarse hasta 150.000 miembros del partido, las SS, la SA, las juventudes hitlerianas. La arquitectura de piedra y la arquitectura de las personas se fusionan así en un todo pétreo, helado, aterrador, que la cámara de Leni Riefenstahl capturó paneando sobre rostros sin identidad, como sacados de Metrópolis o de Matrix.
Y llegaba la ceremonia… Luego de colocar una corona conmemorativa frente al Ehrenhalle, Hitler, flanqueado por los jefes de la SS y las SA, Himmler y Lutze, recorría toda la longitud de la pista para honrar a la Blutfahne, la bandera de sangre presuntamente usada en el putsch de Munich y empapada por la sangre de uno de ellos. Era un rito iniciático: a su paso las banderas de las SS y las SA recibían su bautismo: el “Blutfahnenweihe”, consagración de sangre. Se empapaban de esa sangre para a su vez recorrer el camino del martirio.
A partir de 1944, los sucesivos bombardeos aliados convirtieron en una ruina el sueño pétreo de Hitler materializado por Speer en el Luitpold Arena. Sólo quedó en pie el templete, originalmente levantado para honrar a las víctimas de la Primera Guerra Mundial. En 1946, Nüremberg fue elegida para otro rito de reparación: el proceso que condenó a muchos de los jerarcas nazis, Speer entre ellos. En prisión, tuvo tiempo de reflexionar. Leni se negó a enfrentar el horror. Ahora, bajo una fina llovizna, mirando las esbeltas columnas del Ehrenhalle parece que nada de eso sucedió. Pero pasó. Y es memoria.
Fuente: clarin.com