Fue sin duda el momento culminante de la celebración del Bicentenario en materia musical. En primer lugar, desde el punto de vista simbólico: Aida no podía faltar en la reapertura del Colón, ya que fue esta ópera de Giuseppe Verdi la que inauguró el Teatro en 1908; entonces, por la Compañía Lírica Italiana; ahora, por la Scala de Milán, que llega por primera vez con sus 250 músicos de la orquesta y el coro (la primera orquesta vino sola con el nombre de Filarmónica dalla Scala, dirigida por Gavazzeni, y en otra ocasión por Mutti en conciertos sinfónicos), para una versión de concierto dirigida por Daniel Barenboim.
Cuando se piensa en Aida en de concierto, es difícil sustraerse a la naturaleza de esta ópera de Verdi, fastuosa y exotista, de tema egipcio, encargada por la Opera de El Cairo en el marco de la apertura del Canal de Suez. Pero todas las buenas óperas se sostienen perfectamente sin escena, y de tanto en tanto es conveniente volver a confrontarse con ellas en la extrema desnudez de la forma concierto.
En este caso, no se podría haber agregado nada. El excepcional tenor suizo (de padres italianos) Salvatore Licitra (Radamés) es el nombre más rutilante de un reparto de primer nivel en todos los roles , completado por la ucraniana Oksana Dyka (impresionante Aida), la rusa Eklaterina Gubanova (Amneris), los surcoreanos Kwangchul Youn (Ramfis) y Sae Kyung Rim (Sacerdotisa), los italianos Carlo Zigni (Rey de Egipto) y Antonello Ceron (Mensajero), y el polaco Andrezej Dobber (Amonasro).
Más de una vez en el Colón se han oído repartos como éste; pero difícilmente se habrá oído una combinación de elementos tan perfecta : la orquesta de La Scala es un mecanismo maravilloso, no más por la tersura de la cuerda que por la apabullante perfección de los metales; ninguna escena podría proporcionar una visión de la ultratumba como la que lograron los tres trombones al unísono en el extremo grave, cuando se anuncia la condena de Radamés a morir encerrado vivo en la cámara oscura. Lo mismo podría decirse del coro, que vino con su director Bruno Casoni y que se maneja con un rango dinámico similar al de los instrumentistas: entre el piano más piano y el forte más forte , que puede ser intensísimo pero jamás gritado, la gama de matices es muy amplia.
Y por fin Barenboim, en un registro que no es habitual entre nosotros: la ópera. Su sutileza, su sentido de la construcción, de las curvas expresivas... sencillamente es infalible. El final del cuarto acto –una de las grandes maravillas de Verdi en su conmovedora extinción– dejó al público sin aliento como pocas veces se haya experimentado en un teatro.
Fuente: Clarín