John D. Rockefeller no llegó a subir a un tren que descarriló y donde
muy pocos pasajeros sobrevivieron. tres años después del fatal accidente fundó
la Standard Oil, la mayor empresa petrolera de la historia. Murió el 23 de mayo
de 1937, tenía 98 años y había sido el hombre más rico de la Tierra.
John D. Rockefeller (1839-1937) fue el gran magnate del petróleo (Granger/Shutterstock) |
Alfredo Serra
La historia del protagonista de esta nota puede resumirse en un número: más de 800.000 millones de dólares. Calculados, según la inflación de los Estados Unidos, a hoy, mayo de 2020.
La historia del protagonista de esta nota puede resumirse en un número: más de 800.000 millones de dólares. Calculados, según la inflación de los Estados Unidos, a hoy, mayo de 2020.
Pero podría ser
cero. No existir…, si no hubiera perdido el tren de Cleveland a Nueva
York, el 18 de diciembre de 1867, por pocos minutos: los que tardó el
cochero que lo llevaba a la estación en limpiar una de las herraduras de su
caballo.
Porque ese tren
descarriló, y muy pocos pasajeros salvaron su vida… El episodio le dictó una de
sus máximas: “Una catástrofe es también una nueva oportunidad”.
Firmado: John D. Rockefeller. La "D" corresponde a
“Davison”.
Y el nombre
completo corresponde al hombre más rico del mundo. El Rey del Petróleo.
¿Cómo llegó a
serlo? En principio, llegando al mundo en Richford, Nueva York, el 8 de julio
de 1839, hijo del matrimonio de William Avery y Eliza Rockefeller.
Familia de clase media, con sangre de inmigrantes alemanes de religión judía, y
franceses que hicieron pie en los Estados Unidos en 1733.
De William todo
puede decirse, menos que fue un esposo y padre modelo. Infiel y aventurero,
desaparecía por largo tiempo, y aparecía sin aviso, con un cargamento de
regalos para Eliza y para sus seis hijos.
Su oficio:
impostor. Cabalgaba rumbo a las reservas indígenas y les vendía chucherías al
doble o triple de precio, y su bolsillo creció mucho más cuando vendía pueblo
por pueblo un brebaje misterioso que, según él, era infalible para curar el
cáncer… Una vocación comercial que John D. heredó precozmente: en la
escuela primaria –ya enamorado de los números– juntaba piedras, las pintaba,
las vendía entre sus compañeros, y guardaba el dinero en un frasco azul: “Fue
mi primera caja fuerte”, recordó muchos años después, cuando nadaba en
millones…
John Davison Rockefeller camina junto a su hijo John D. Jr cerca de 1910 en Nueva York (Everett/Shutterstock)
Piedra a
piedra, pincelada a pincelada, ahorró 50 dólares –en esos
años, una suma respetable–, y los usó para prestárselos, al 7 por
ciento de interés, a un amigo de su padre acogotado por las deudas. Episodio
que le dictó otra de sus famosas máximas: “No trabaje por el dinero,
deje que el dinero trabaje por usted”.
En esa época,
niño aún, inauguró una libreta que llamó “Registro A”, donde anotó cada
uno de sus pequeños pasos financieros: un nombre que conservó hasta su
retiro, en 1911… pero con muchos tomos: nada menos que el arrasador huracán de
su imperio petrolero. Standard Oil. El mayor del planeta.
A los 16 años,
ya contador y siempre obsesionado por los números, empezó a trabajar en una
empresa de comercio de granos, de sol a sol (“Nunca me importaron los
horarios”), llegó a ganar 600 dólares por año –era 1857–, y cuando le negaron
un aumento de 200, que sin duda merecía, renunció y se lanzó a la
aventura del negocio propio.
Su capital
en ese momento: 800 dólares. Pero le
faltaban 1.000 para crear su primera empresa de corretaje de
granos. Se los prestó su padre... a un 10 por ciento de interés
anual hasta que alcanzara la mayoría de edad. El vendedor de baratijas
a los indios y de absurdas pócimas contra el cáncer… era un Rockefeller en
estado puro.
Fundó con un
socio la firma Clark & Rockefeller, ganó 4.000 dólares el primer año,
16.000 el segundo…, pero eterno disconforme, y luego de una inversión en la
importación de café, olió algo también oscuro, denso y llamado a cambiar el
mundo: Su Majestad el petróleo.
Su primer
cuartel general: Cleveland. Ciudad que hacia 1861 era una de las más modernas y
ricas del país, y sede de enormes industrias. “No tardé en entender
–contó muchas veces, ya Gran Emperador del Oro Negro– que ese combustible sería
la mayor fuente de energía del mundo”.
El año 1862 fue
su primera llave: con sus ahorros levantó su primera refinería. En
poco tiempo compró otras. Y no paró hasta tener casi todas las de la ciudad: El
Dorado con el que vanamente soñaban los descubridores y conquistadores de
tierras desde el siglo XV.
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Su golpe de nocaut fue, en 1870, la creación de la Standard Oil: una empresa-monstruo que en poco tiempo refinó una cuarta parte… ¡de toda la producción petrolera del país! (Everett/Shutterstock)
Pero, ¿qué clase
de hombre era? Inteligente. Ojo de águila y olfato de perro cazador
para los negocios. Insaciable: toda ganancia –hasta las siderales–
le parecía poco. Religioso hasta la médula. Republicano en
política. Ahorrativo hasta lo increíble: la misma ropa siempre,
almuerzo en los restaurantes más baratos, y –según testigos–, “las propinas más
miserables jamás conocidas”.
Se casó con
Laura Celestia Spelman,
una profesora de Nueva York, para toda su vida, y tuvieron cinco hijos: Elizabeth,
Alice, Alta, Edith y John D., que dejó este mundo en 1960. Una prole cuyos
nietos y bisnietos, hasta hoy, mantuvieron encendida la antorcha del poder y
del dinero, a diferencia de otras poderosas familias que apenas dejaron huella.
Como dándole la
razón a su dicho “todas las catástrofes son una oportunidad”, la feroz Guerra
Civil Norteamericana fue la última llave que le abrió la más impenetrable de
las puertas: lograr, en ese río sangriento y revuelto, convertir la
mera extracción de petróleo en un pulpo de varios tentáculos: refinarlo,
transportarlo –a pesar de la furia Cornelius Vanderbilt, dueño de
los ferrocarriles que hacían ese trabajo– y controlar su marcha hasta el último
punto del mapa del negocio.
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