Héctor Schenone.
Fue uno de los grandes profesores e historiadores del arte en la Argentina. Figura de renombre internacional, su enseñanza influyó en la carrera y en la vida de muchas personas. Aquí, el testimonio de uno de sus alumnos.
Hace menos de dos semanas murió Héctor H. Schenone, uno de los grandes profesores e historiadores del arte en la Argentina. Era una figura de renombre internacional y su enseñanza influyó en la carrera y en la vida de muchas personas, algunas de las cuales no lo conocían y no sabían que, de algún modo, él las había marcado. Y sobre este punto quiero brindar mi propio testimonio.
Schenone fue académico de la Academia Nacional de la Historia y de la de Bellas Artes de la Argentina, y miembro correspondiente de las academias de historia de España, Bolivia, Perú, Paraguay, Guatemala, Puerto Rico, Venezuela y Brasil. Desde la publicación en 1948 de El arte de la imaginería en el Río de la Plata , del que era coautor con Adolfo Luis Ribera, fue muy claro que se trataba de un estudioso de primer nivel. A ese libro, le sucedieron volúmenes sobre la iconografía cristiana en América que su discípulo, José Emilio Burucúa, calificó de "monumentales". Además, Schenone dirigió durante varias décadas los trabajos de relevamiento del patrimonio artístico del país para la Academia Nacional de Bellas Artes. Esa labor fructificó en una admirable serie de libros catálogo.
Fui alumno del profesor Schenone en 1960, en el sexto año del Colegio Nacional de Buenos Aires. Él dictaba Historia del Arte. Las lecciones se daban en el cómodo cine del Colegio, en el subsuelo, porque, en sus clases, Schenone se valía de la proyección de diapositivas. La primera que nos mostró era, creo, la de la copa de un árbol en invierno. Las ramas desnudas, entreveradas en una lucha vegetal, eran una masa confusa, algo así como la antítesis del arte. Porque el arte, según dijo Schenone esa mañana, establece un orden y una interpretación en el mundo, aun cuando, a veces, registra el caos, pero antes, con pícara astucia, lo ordena y lo disfraza de desorden.
Schenone era un hombre amable, cordial y no practicaba ninguna clase de demagogia con sus alumnos. Empezó por los primitivos, el arte babilónico, el egipcio, el griego. Logró algo nada fácil: nos enseñó a distinguir las construcciones levantadas con un criterio arquitectónico de aquellas en las que se había seguido un modelo escultórico. Algo semejante hizo con la pintura. Analizaba los elementos estrictamente pictóricos de un cuadro: la composición, el equilibrio de los volúmenes, el uso del color, las texturas. Por supuesto, también nos describía las condiciones sociales en que se había producido una obra, la vida del autor, pero nos señaló que nada de todo eso hacía de un cuadro, un templo o una escultura una obra de arte. Lo que daba solidez a una obra y la preservaba del tiempo era el nuevo lenguaje y la coherencia con los que cada auténtico creador daba a luz un mundo propio. Schenone nos inmunizó contra la falsa monumentalidad, contra las trampas literarias e ideológicas ocultas en el surrealismo, el realismo socialista, el prerrafaelismo, los nazarenos; contra la imitación banal de la realidad, contra el kitsch involuntario. Nos llevó a preferir las corrientes más modernas y a rechazar los neos (neogótico, neoclásico, neocolonial). Produjo en nosotros una ascesis.
Purificados, devinimos talibanes. Durante la celebración de una fecha patria en el salón de actos del Colegio, un espacio de estilo neoclásico, uno de los compañeros dijo, señalando las molduras, los capiteles: "¡Tendrían que tirar abajo esta antigüedad de mal gusto". Por suerte, la antigüedad sigue en pie. Sólo aceptábamos a Mies van der Rohe, Gaudí, Frank Lloyd Wright, Le Corbusier (con reticencia) y, en la Argentina, la capilla de Fátima, de Claudio Caveri y Eduardo Ellis, en Martínez. Teníamos el esnobismo y la impiedad de los jóvenes. Bajo nuestras pedantes e ingenuas axilas, llevábamos Saber ver la arquitectura , de Bruno Zevi; Cómo se mira un cuadro , de Córdoba Iturburu, y Cómo entender la pintura: de Giotto a Chagall , de Lionello Venturi.
En los últimos diez días, quienes fuimos alumnos de Schenone en el Colegio cambiamos varios e-mails sobre él. Dos de mis ex compañeros, Ernesto Szlotolow y Oscar Carreño, comentaron que resolvieron hacerse arquitectos por el influjo de aquellas clases memorables. Cito el testimonio de otros, el de Jesús Beltrán, por ejemplo: "Recuerdo que a principios del año (Schenone) nos mostró fotos de la iglesia de la Madeleine en París, que por afuera es un templo griego y por dentro está llena de arcos y bóvedas renacentistas. A ninguno nos llamó la atención. A fin de año volvió a mostrar las mismas fotos y nos chocó la falta de calidad artística del edificio". Las clases que el profesor dio sobre la catedral de Chartres fueron inolvidables. Cuenta mi ex compañero Nicolás von der Pahlen: "Cuando mis padres viajaron a Europa les recomendé ir a Chartres. Más tarde, viajé a Francia, fui a Chartres y le dediqué horas a ver sus dos torres dispares (eran de siglos distintos), los vitrales, la virgen negra (que no era negra), el zodíaco dentro de la iglesia."
Cuando egresé del Colegio, mis padres y yo emprendimos un viaje de cuatro meses por Italia, Francia, Suiza y el sur de Alemania. Mi padre, inmigrante italiano, era un hombre muy inteligente, de formación técnica y de extracción muy humilde. Jamás había pisado un museo. Mi madre, nacida en la Argentina, era hija de italianos por completo iletrados. Ella, en cambio, había podido terminar el colegio primario. En ese viaje a Europa, los (y me) sometí a una dieta despiadada de museos e iglesias. Dentro de los museos, me improvisaba en guía del trío y repetía a mi modo lo que había aprendido de Schenone. Al mes, me sorprendí cuando, después de haber estado en Venecia, pasamos por Milán, entramos al Castello Sforzesco y, en una de las salas, mi madre, desde lejos, señaló un pequeño cuadro y dijo: "Mirá, ése es un Guardi (Francesco Guardi). ¡Qué raro Guardi en Milán!". Y, contra todo lo que cabía suponer, mis padres prefirieron la Pietà Rondanini, de Miguel Ángel, la del Castello Sforzesco (mucho más moderna), a la Pietà del Vaticano. En Boloña, admiraron las naturalezas muertas de Giorgio Morandi. Mi padre se detuvo frente a una y utilizó una metáfora (rarísimo en él) para explicar su emoción: "Aquí -dijo señalándola-, aquí hay silencio". También él había terminado por ser alumno de Schenone.
En mi casilla de correo, se suman en estos días los mensajes de varios ex compañeros sobre el profesor: José María Monner Sans, Cristián Fernández Prati, Ricardo Cohen, Norberto Machline, Daniel Schere, Ernesto Taboada, Roberto Weimann, Juan Carlos Migliorini, Jorge Quintana, Jorge Schiariti y Antonio Marino, el actual obispo de Mar del Plata. Antonio me informó que Schenone era diácono permanente en la parroquia del Pilar. No lo sabía; del profesor sólo sabía lo esencial: la catedral de Chartres. Lamento no haber podido decirle a ese hombre que me descubrió el mundo íntimo que hoy me sostiene todo lo que le debo; aunque en los negocios espirituales, las deudas siempre quedan impagas. Es imposible pagar lo que es invalorable. Sólo se puede decir, aunque sea tarde: "Gracias". O quizás: "Aquí hay silencio".
Fuente: adn Cultura La Nación
Fuente: adn Cultura La Nación