A diferencia del siglo pasado, cuando ocupaban construcciones ya existentes, ahora están en edificios especialmente proyectados.
Por Berto González Montaner *
Domingo, 4 de la tarde. Soleado. La calle Defensa, en San Telmo,
explota de gente. Turistas, curiosos, vecinos, domingueros... Lo que
años atrás eran solo unas pocas cuadras, ahorra rebalsa. Una fiesta. El
sonido de las batucadas, la música de artistas callejeros, los colores,
los olores y el bullicio, ahora van desde la Plaza de Mayo hasta el
Parque Lezama. Sobre San Juan se prolonga el movimiento, que se cuela en
el MAMBA y en el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires,
recientemente inaugurado.
Hasta bien entrados los 90, casi ningún
museo porteño había nacido como tal. Casi todos fueron instalados en
viejas residencias o palacios y hasta en depósitos como el de Obras
Sanitarias, que ocupó el Museo Nacional de Bellas Artes una vez
reformado por Alejandro Bustillo. La excepción, por mucho tiempo, fue el
de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, cuyo proyecto final en
Parque Centenario nunca se terminó.
En 1993 apareció un nuevo
museo que nos voló la cabeza: el Xul Solar, en Laprida al 1200.
Proyectado por el arquitecto Pablo Beitía y surgido de largas
investigaciones en la cátedra González de la FADU-UBA, fue construido en
lo que era la casa del pintor. Beitía creó un espacio difuso,
inestable, casi como un cuadro de Xul Solar, donde unos tabiques de
hormigón que parecen suspendidos en el aire van delineando los diversos
espacios de exposición.
Los museos que le siguieron fueron
atravesados por las tendencias y los debates arquitectónicos hegemónicos
de su época. En 1995, Guerrero-Laciana-De la Rosa usaron bloques de
cemento visto para construir las nuevas salas del Museo Sívori,
ampliando el ex Hostal del Ciervo. El bloque era un material que venía
en alza en las revistas extranjeras, de la mano de arquitectos famosos
como el suizo Mario Botta.
El aporte de nuestros emigrados
exitosos llega en la segunda mitad de los 90, aunque sus museos se
inauguran a fines de la primera década del 2000. Emilio Ambasz dona un
proyecto vanguardista y ecológico para el MAMBA y Rafael Viñoly inicia
un proyecto con cierto alarde tecnológico para la Fundación Fortabat en
Puerto Madero. Ambos son parte del fenómeno que dispararon el Guggenheim
de Bilbao (1997), el Museo Judío de Berlín (1998) y la Tate Modern de
Londres (2000): museos de firma como instrumento del marketing de las
ciudades.
Pero aquí hubo que esperar a comienzos del siglo para
que aparezcan los museos “nacidos y criados” como tales. El MALBA fue el
producto de un concurso del que participaron unos 900 trabajos. El
proyecto ganador: un edificio bastante sereno cuyos volúmenes, al
respetar la traza de las calles circundantes, crean en su interior un
particular espacio triangular. Su techo y una de sus caras están
cerrados por una sofisticada carpintería vidriada por la que ingresa la
luz y el verde de la calle.
El de la Fundación Fortabat (2008)
también toma partido por la tecnología. Su techo curvo tiene un parasol
que se va moviendo estratégicamente para proteger las salas del sol
directo. Y por la noche se repliega de tal manera que los cuadros se
“abren” a la Ciudad.
El MAMBA, en San Juan 350, inaugurado
parcialmente en 2010, es producto del reciclaje de la antigua fábrica de
cigarrillos Piccardo. Si bien el proyecto –teñido de la onda
preservacionista y ecológica– es de 1997, se empieza a construir en
2004. Mantiene la carcasa del edificio ladrillero original, la amplía
hacia ambos lados reproduciendo sus líneas generales, le quita las
carpinterías y, por detrás, genera un segundo plano de fachada que
cuando esté finalizado será un muro verde.
Nada de eso tiene su nuevo vecino, el Museo de Arte Contemporáneo (MACBA), recientemente inaugurado ( ver arq.clarin.com
). En vez de seguir sus líneas, homologar materiales o crear cierta
continuidad formal en esta manzana, el proyecto del estudio
Vila-Sebastian declara su más absoluta independencia. Crea dos tapas de
hormigón (las medianeras) en las cuales apila 4 niveles de salas en los
niveles inferiores (unidas por una rampa transversal) y otros 4 niveles
de oficinas. La ruptura se enfatiza más en el frente del museo con el
uso de una doble fachada de vidrio, recurso tecnológico que utilizan
para proteger el edificio del sol, para utilizarla como pantalla donde
proyectar contenidos y para acentuar su rasgo de contemporaneidad. Solo
tres materiales, el hormigón, el vidrio y la madera de los pisos, que
hacen de apropiado marco a las obras expuestas. En este caso, una
muestra titulada “Intercambio global”, que repasa la abstracción
geométrica desde los años 50. Una colorida y vibrante muestra que, más
allá de la visita del nuevo museo, disfruté ver.
* Editor General ARQ
Fuente: clarin.com