El dirigible alemán Graf Zeppelin surcó el cielo porteño el 30 de junio de 1934. Medía 240 metros de largo y 30 de diámetro.
Sorpresa. Para muchos, que no lo sabían, fue inesperado ver a la maquina sobre lugares icónicos de la Ciudad, como el Barolo o el Congreso de la Nación. |
Eduardo Parise
"Chicos, vengan a la terraza; vengan a ver que hay un barco en el cielo". El llamado del hombre, en Flores Sur, era para sus ocho hijos quienes, como era sábado, todavía remoloneaban en la cama. Ocurrió el 30 de junio de 1934, en una mañana muy fría. Ese día, en un cielo sin nubes, una gran nave plateada se desplazaba sobre la Ciudad y, para algunos inadvertidos, aquello era una verdadera y asombrosa sorpresa. Otros, en cambio, ya sabían de qué se trataba: después de un largo viaje transatlántico y procedente de Brasil, ese "barco" que ahora sobrevolaba Buenos Aires se llamaba Graf Zeppelin, un dirigible de origen alemán que iba a aterrizar en El Palomar, cerca de Campo de Mayo.
El Graf Zeppelin (técnicamente conocido como LZ 127) era una gran aeronave rígida que medía casi 240 metros de largo y más de 30 de diámetro. Tenía cinco motores externos, con una potencia de 550 caballos cada uno. La capacidad del armazón, realizado en duraluminio, era de 105.000 metros cúbicos, lo direccionaban con cuatro timones (dos horizontales y dos verticales), su velocidad máxima llegaba a los 128 kilómetros por hora y su autonomía de vuelo era de 10.000 kilómetros. En la barquilla estaba el puesto de mando y también una estación radiotelegráfica. Pero había mucho más: comedor para pasajeros; diez camarotes, cada uno para dos personas; un salón de estar; cocina eléctrica; servicios sanitarios; alojamiento para los 40 tripulantes; pasillos con grandes ventanas laterales y hasta un salón aislado para fumadores.
Con su nombre, aquel gigante homenajeaba al teniente general Ferdinand von Zeppelin, un pionero de la aeronavegación. Cuando la máquina llegó a Buenos Aires ya tenía hecha una gran campaña. Había volado por primera vez el 18 de septiembre de 1928, el mismo año en el que realizó el primer vuelo intercontinental de pasajeros; en 1929 había dado una vuelta al mundo en 21 días y, en 1931, había volado sobre el Artico. En todos esos viajes el protagonista había sido su comandante, el doctor Hugo Eckener (1868/1954). Para esa época, en Alemania, Eckener era un héroe nacional. Años más tarde, por sus críticas al nazismo (había llegado al poder en enero de 1933), sería declarado persona no grata. Pero en su paso sobre la Ciudad, el Graf Zeppelin lucía la cruz esvástica que luego quedaría en la historia como símbolo de horror y muerte.
Aquel sábado el Graf (conde) Zeppelin llegó a Buenos Aires apenas empezaba a clarear y se deslizó por el cielo de distintos barrios. Lo escoltaban siete aviones. Al pasar frente al Congreso Nacional, la aeronave hizo una suerte de reverencia como saludo. Después marchó hacia el Oeste y luego, siguiendo las vías del actual Ferrocarril Urquiza, llegó al lugar de aterrizaje a las 8.47. Como no había mástil de amarre, cientos de soldados conscriptos del Cuerpo de Aviación del Ejército sujetaron cuerdas que colgaban del dirigible. Otros ayudaron sosteniendo la barquilla. Eckener bajó y saludó a la gente que se había concentrado. Tras cargar 4.000 litros de agua (se llevaron con una autobomba), bolsas de correspondencia y algunos pasajeros, la aeronave volvió al cielo. Había pasado sólo una hora. Cerca de las 10.30 y después de otra pasada sobre la Ciudad, el Graf Zeppelin encaró hacia el río con rumbo a Montevideo.
Aquel hecho quedó en la memoria de la gente por años. Sobre todo en muchos vecinos de Coghlan por algo muy puntual. Cuando pasaba por allí, el Graf Zeppelin sobrevoló una gran fábrica que ocupaba la manzana de las calles Congreso, Forest, Quesada y Estomba, cuyo personal técnico y jerárquico era de origen alemán. La empresa se llamaba Sedalana y era pionera en la fabricación de tejidos de punto con seda artificial, lana y algodón. La había fundado Fiedrich W. Schlottmann, un empresario textil alemán, en 1924. Lo saludaron haciendo sonar la sirena de la fábrica. Algunos dicen que entre los obreros que aplaudían estaba un muchacho de 18 años que trabajaba en Cofia SA, una tintorería subsidiaria de Sedalana. Se llamaba José López Rega y tendría un rol siniestro en el futuro del país. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com
"Chicos, vengan a la terraza; vengan a ver que hay un barco en el cielo". El llamado del hombre, en Flores Sur, era para sus ocho hijos quienes, como era sábado, todavía remoloneaban en la cama. Ocurrió el 30 de junio de 1934, en una mañana muy fría. Ese día, en un cielo sin nubes, una gran nave plateada se desplazaba sobre la Ciudad y, para algunos inadvertidos, aquello era una verdadera y asombrosa sorpresa. Otros, en cambio, ya sabían de qué se trataba: después de un largo viaje transatlántico y procedente de Brasil, ese "barco" que ahora sobrevolaba Buenos Aires se llamaba Graf Zeppelin, un dirigible de origen alemán que iba a aterrizar en El Palomar, cerca de Campo de Mayo.
El Graf Zeppelin (técnicamente conocido como LZ 127) era una gran aeronave rígida que medía casi 240 metros de largo y más de 30 de diámetro. Tenía cinco motores externos, con una potencia de 550 caballos cada uno. La capacidad del armazón, realizado en duraluminio, era de 105.000 metros cúbicos, lo direccionaban con cuatro timones (dos horizontales y dos verticales), su velocidad máxima llegaba a los 128 kilómetros por hora y su autonomía de vuelo era de 10.000 kilómetros. En la barquilla estaba el puesto de mando y también una estación radiotelegráfica. Pero había mucho más: comedor para pasajeros; diez camarotes, cada uno para dos personas; un salón de estar; cocina eléctrica; servicios sanitarios; alojamiento para los 40 tripulantes; pasillos con grandes ventanas laterales y hasta un salón aislado para fumadores.
Con su nombre, aquel gigante homenajeaba al teniente general Ferdinand von Zeppelin, un pionero de la aeronavegación. Cuando la máquina llegó a Buenos Aires ya tenía hecha una gran campaña. Había volado por primera vez el 18 de septiembre de 1928, el mismo año en el que realizó el primer vuelo intercontinental de pasajeros; en 1929 había dado una vuelta al mundo en 21 días y, en 1931, había volado sobre el Artico. En todos esos viajes el protagonista había sido su comandante, el doctor Hugo Eckener (1868/1954). Para esa época, en Alemania, Eckener era un héroe nacional. Años más tarde, por sus críticas al nazismo (había llegado al poder en enero de 1933), sería declarado persona no grata. Pero en su paso sobre la Ciudad, el Graf Zeppelin lucía la cruz esvástica que luego quedaría en la historia como símbolo de horror y muerte.
Aquel sábado el Graf (conde) Zeppelin llegó a Buenos Aires apenas empezaba a clarear y se deslizó por el cielo de distintos barrios. Lo escoltaban siete aviones. Al pasar frente al Congreso Nacional, la aeronave hizo una suerte de reverencia como saludo. Después marchó hacia el Oeste y luego, siguiendo las vías del actual Ferrocarril Urquiza, llegó al lugar de aterrizaje a las 8.47. Como no había mástil de amarre, cientos de soldados conscriptos del Cuerpo de Aviación del Ejército sujetaron cuerdas que colgaban del dirigible. Otros ayudaron sosteniendo la barquilla. Eckener bajó y saludó a la gente que se había concentrado. Tras cargar 4.000 litros de agua (se llevaron con una autobomba), bolsas de correspondencia y algunos pasajeros, la aeronave volvió al cielo. Había pasado sólo una hora. Cerca de las 10.30 y después de otra pasada sobre la Ciudad, el Graf Zeppelin encaró hacia el río con rumbo a Montevideo.
Aquel hecho quedó en la memoria de la gente por años. Sobre todo en muchos vecinos de Coghlan por algo muy puntual. Cuando pasaba por allí, el Graf Zeppelin sobrevoló una gran fábrica que ocupaba la manzana de las calles Congreso, Forest, Quesada y Estomba, cuyo personal técnico y jerárquico era de origen alemán. La empresa se llamaba Sedalana y era pionera en la fabricación de tejidos de punto con seda artificial, lana y algodón. La había fundado Fiedrich W. Schlottmann, un empresario textil alemán, en 1924. Lo saludaron haciendo sonar la sirena de la fábrica. Algunos dicen que entre los obreros que aplaudían estaba un muchacho de 18 años que trabajaba en Cofia SA, una tintorería subsidiaria de Sedalana. Se llamaba José López Rega y tendría un rol siniestro en el futuro del país. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com