Por Ana María Battistozzi
A través de la ventana la ciudad luce pálida en extremo. Tranvías y caminantes la surcan en medio de una bruma de leve tono azul. Hace frío en Viena y el Kunsthistorisches Museum es un refugio tibio y agradable. Lo es para Anne, que viajó desde Montreal para acompañar a una prima suya en un sueño del que ya no habrá de despertar. Ella la visita todos los días, le acaricia las manos y le susurra canciones que imagina en alguna instancia la habrán de animar. Luego parte y vaga por esa ciudad fría y distante hasta que llega al Kunsthistorisches Museum. Allí, Johann, uno de los guardias de sala, presiente su desorientación y se le acerca. Con voz tranquilizadora le ofrece algunas pistas sobre la ciudad, una recorrida por el propio museo y de a poco ambos entablan una amistad. De esto trata Museum Hours , la película de Jem Cohen que se exhibe los viernes y domingos en Malba Cine y lleva agotadas prácticamente todas las localidades del verano 2014. De su director, una de las figuras más destacadas del cine independiente actual, conocimos algunos ex celentes filmes por la retrospectiva que le dedicó el Bafici en 2007.
Cohen elige el Kunsthistorisches, museo solemne si los hay, como escenario privilegiado de una historia, que habrá de hilvanar unos vínculos sencillos y entrañables dentro y fuera de ese ámbito. La ciudad, desangelada en invierno, será parte del afuera que ambos exploran y un sostén fundamental para el vínculo que llegan a tejer.
Mucho antes de esta película, el Kunsthistorisches Museum de Viena había sido escenario de Maestros antiguos , la penúltima novela de Thomas Benhard, publicada en 1985. Como en la película de Cohen el museo era también un refugio para Reger, su protagonista. Musicólogo y crítico del Time de Londres, acudía mañana por medio al museo y se sentaba invariablemente en el mismo banco tapizado de terciopelo de la sala Bordone, frente a “El hombre de la barba blanca” de Tintoretto. Eso hizo Reger durante treinta años y muy especialmente tras la muerte de su mujer, a quien había conocido allí mismo, frente a la pintura del Tintoretto.
La sala Bordone y el banco tapizado de terciopelo frente a “El hombre de la barba blanca” eran una rutina imprescindible a la que contribuía Irrsigler, el guardián de sala a quien Atzebacher –el relator elegido por Bernhard– definía como alguien cuyo “mayor deseo habría sido entrar en la policía vienesa”. Con todo, el guardia era capaz de cerrar la sala al público para no interrumpir la concentración del musicólogo ante su pintura predilecta. La complicidad entre ambos había llegado a ser tan estrecha que el guardia solía repetir como propias las reflexiones del musicólogo -que no eran pocas y casi todas lapidarias. “Todas las pinturas son espléndidas pero ni una sola es perfecta” o “si escuchamos a los guías sólo oímos una charlatanería artística que nos ataca los nervios: la insoportable charlatanería de los historiadores del arte”, decía. Desde su banco del museo, el crítico musical tampoco vacilaba al despacharse en contra de las grandes figuras de la cultura germana. Ya fueran Heidegger, Beethoven, Mozart o los propios Maestros antiguos del Kunsthistorisches Museum, a quienes consideraba “unos entusiastas de la mentira que se congraciaron con el Estado católico”.
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JOHANN. El guardián, en una escena de la película, en la que se hacen interesantes reflexiones sobre el arte. |
Más sencillos, y sobre todo menos escépticos, la visitante canadiense y el guardián de sala de la película de Cohen llegan a encontrar en el museo otros réditos. Básicamente porque es más lo que se preguntan que lo que arriesgan en sus conclusiones. El, que tras un pasado ligado a una banda de rock pesado, pasa seis horas diarias frente a las grandes obras del museo siente que nunca las llegará a conocer del todo y todos los días puede descubrir algo nuevo. Cada visitante, a quienes observa con delicada atención, es para él un interrogante. Ella intenta tímidamente comprender esas pinturas del pasado desde su propia experiencia en el presente. Quizá por eso mismo, a diferencia del musicólogo de Bernhard, no le irritan las guías y se permite escuchar a la historiadora de arte cuando se detiene en la sala Brueghel y describe al pintor flamenco del siglo XVI como un documentalista de su época proponiendo detenerse en la obsesión que lo ocupa en cada detalle.
La mayor colección de pinturas de Peter Brueghel (el viejo) puede verse en ese museo vienés. Entre ellas, “Los cazadores en la nieve”, “La boda campesina”, “La torre de Babel”, “La masacre de los Inocentes”, “Juegos de niños” y “Camino al Calvario”. Buena parte de ellas son temas religiosos que Brueghel convirtió en escenas de aldea.
Construido hacia fines del siglo XIX para albergar las colecciones que los Habsburgo habían acumulado por centurias, el edificio de este museo fue diseñado por de Gottfried Semper, al igual que su similar, el Museo de Historia Natural. Enfrentados y separados por los jardines y fuentes de la Marie Theresien Platz, ambos articulan un espacio de impronta imperial que el filme de Cohen soslaya. Sus colecciones replican el modelo enciclopedista que fijó la ilustración y, como tantos otros museos europeos, alentó la ilusión de abarcar el universo conocido: desde el Antiguo Egipto y las civilizaciones del Oriente próximo, a los gabinetes de curiosidades que se fueron ampliando durante los siglos XVII, XVIII a las galerías de Maestros Antiguos con pinturas de Arcimboldo, Rembrandt, Caravaggio y tantos otros.
No es por azar que este museo lleva por nombre Museo de Historia del Arte en la cuna de la Historia del arte como disciplina moderna. Al fin fue la pregnancia del relato que construyó lo que convirtió a las salas y paredes de los museos en un laberinto de escuelas y estilos.
Pero lo interesante de Museum Hours es que, si bien refleja un poco de todo esto, toma distancia de la impronta de órdenes, contextos y taxonomías propios de una institución de esa naturaleza para destacar la condición de refugio y detenerse en la experiencia más que en la información. Pero sobre todo, para abarcar la ciudad, más allá de sus gruesas paredes. Detenerse en lo que ofrecen las calles y cafés a seres en soledad, que se vinculan haciendo un admirable ejercicio de cuidado del otro a través de una gentileza tan extrema como inusual.
Fuente: Revista Ñ Clarín