Gucemas, en su lugar de trabajo. El artista tiene claro que "el cuadro que vale es el que aporta alguna inquietud". |
Por Rubén Elsinger
Vivió aquí más de la mitad de sus 71 años, pero viéndolo y escuchándolo hablar uno no se convence de que sea “más argentino que español”, como él asegura. Cabellos y barba blancos que alguna vez fueron rubios, chispeantes ojos celestes, vozarrón ronco, casi un rugido, en el que unos pocos fonemas tucumanos incrustados sucumben a la dicción ibérica, el pintor Gerardo Ramos Gucemas es para todos “el Gallego”. Aunque no acierten con el apelativo, pues en realidad es oriundo de Extremadura.
Vivió aquí más de la mitad de sus 71 años, pero viéndolo y escuchándolo hablar uno no se convence de que sea “más argentino que español”, como él asegura. Cabellos y barba blancos que alguna vez fueron rubios, chispeantes ojos celestes, vozarrón ronco, casi un rugido, en el que unos pocos fonemas tucumanos incrustados sucumben a la dicción ibérica, el pintor Gerardo Ramos Gucemas es para todos “el Gallego”. Aunque no acierten con el apelativo, pues en realidad es oriundo de Extremadura.
Inconfundiblemente española es también su pintura. Sobre todo la que él llama su “pintura esencial” para distinguirla de sus retratos, paisajes y naturalezas muertas. Esos cuadros de habilísima factura, carnales y cruentos, en los que el colorido vibrante y una luz implacable parecen coagular la violencia que la opresión o el deseo ejercen sobre unos cuerpos vulnerados. Cuadros que “rara vez se venden”, acota, pero que le valieron –prácticamente desde que pisó la Argentina, hace 42 años– un entusiasta reconocimiento de espectadores, jurados de importantes concursos y críticos, que lo posicionó en un lugar destacado entre los artistas plásticos activos en el país. Gucemas tiene muy clara la filiación de su manera de pintar: “Soy hijo de Goya; él es mi padre putativo”, afirma.
No había cumplido los 20 cuando “descubrió”, juntos, a Goya y Madrid. Por entonces hacía la “mili” en esa ciudad, ganaba un premio en un concurso de tarjetas navideñas, retrataba a un coronel y su familia y visitaba a diario el Museo del Prado, cuyos bedeles se habituaron a verlo pasar horas en las salas dedicadas a las Pinturas negras del genial zaragozano.
Vástago de una familia campesina, Gucemas había crecido en su Llerena natal –antigua sede de la Santa Inquisición y hogar de Zurbarán, el gran pintor religioso del Siglo de Oro– indiferente al pasado del pueblo. Sólo la alta torre mudéjar de la Iglesia de la Virgen de la Granada atraía la atención del niño Gerardín, que la dibujaba una y otra vez con una destreza que confirmaría después como retratista de sus tíos abuelos. Más tarde, los libros que dejó un profesor difunto y de la biblioteca pública le abrieron ventanas hacia otros mundos. Convirtió el “doblado” (desván) de su casa en su taller de sueños adolescentes y se tornó una celebridad local cuando uno de sus retratos del “tonto del pueblo” se exhibió en la principal tienda.
“Después de Goya, fui otro. En esas horas en El Prado sentado en esos bancos sin respaldo, pensando a partir de su obra, descubrí qué hacer con la pintura y mi propio mundo”, recuerda Gucemas. Lo que al joven pintor se le reveló fue un concepto no formalista ni constructivista de la pintura al que se mantuvo fiel desde entonces: “Sin ideas ni emociones la pintura no puede existir; debe romper con el buen gusto y decir cosas. El cuadro que vale es el que aporta alguna inquietud, algún malestar; algo que haga sospechar que las cosas, que el mundo, no están bien”, proclama.
Corrían ya los años 60 y se quedó en Madrid. Mientras se ganaba la vida haciendo grabados químicos sobre metal para una fábrica de Barcelona, realizó algunas muestras y tuvo que soportar la censura del régimen, que reprimía lo que consideraba, con en su caso, pintura “fea” o “agresiva”. Adhirió a la Asociación Libre de Artistas Plásticos Españoles, que dirigía el escultor Eduardo Chillida, y participó en contestaciones al franquismo que ella organizaba, como “sentadas” en El Prado y muestras callejeras de grabados.
En 1968 conoció en Madrid a la tucumana Imelda Cuenya, con la que se casó al año siguiente y se embarcó hacia la Argentina en 1971, harto ya del franquismo. Echó nuevas raíces en Tucumán, donde en cuatro décadas produjo sin pausa (aunque no sin sobresaltos durante la última dictadura militar) una extensa obra que periódicamente exhibió en galerías, salas y museos de diversas capitales provinciales y de Buenos Aires, a veces en grandes muestras retrospectivas, como la que hizo en 2004 en el Museo Sívori. En 2011, la diputación de Badajoz, su provincia española, le rindió homenaje con una importante exhibición de sus cuadros. Para 2014, Gucemas planea hacer otra gran exposición en el Museo de Bellas Artes “Timoteo Navarro” de Tucumán para mostrar los frutos más recientes de su labor incesante.
Trabaja al mismo tiempo en decenas de cuadros, que comienza sin ningún plan: “Simplemente, me tiro a la pileta”, metaforiza. Y confiesa, al desmenuzar cómo funciona la “cocina” de su pintura: “Lo que más odio es la tela en blanco”. Por eso, cuenta, comienza “ametrallándola” y “abofeteándola” con pintura y luego deja “que esa superficie así excitada empiece a tirarme ondas, que las manchas entablen relaciones entre ellas y las ideas vayan incorporándose a partir de indicadores temáticos que surgen solos”.
Gucemas está al tanto de que lo que pasa en el arte a nivel mundial (“Ahora, con Internet, puedo entrar desde aquí a todas las galerías de Nueva York o de Berlín”, explica), pero a esta altura de su vida, advierte, “ya tienes claro qué debes hacer y, más aún, qué no debes hacer”. Es consciente, también, de que tal vez habría logrado un reconocimiento mayor de su obra si la hubiese producido en un lugar menos periférico. Sin embargo, no lo lamenta: “Me gusta la vida de provincias. Estoy cómodo. Sigo haciendo en mi taller tucumano lo mismo que hacía en el doblado de mi casa en Llerena”, constata con una sonrisa.
Fuente: Revista Ñ Clarín
Fuente: Revista Ñ Clarín