El cuarto de costura de los Bunge |
Por Laura Ramos
Josefa, la costurera de la familia Bunge Arteaga mientras vivía en la casa de la calle Tacuarí y más tarde en una más grande en la calle Reconquista, mejor dicho la poeta, había compuesto unos versos que relataban su viaje en barco desde España a la Argentina a fines del siglo XIX: “Todo lo que les como/ de cuanto aquí me dan/ es un vasito de vino/ con un poquito de pan”. Josefa se sabía de memoria la historia de Carlomagno en verso, probablemente un antiguo romance inspirado en La canción de Rolando , apunta Delfina Bunge en sus memorias Viaje alrededor de mi infancia , un libro, o una joya, inhallable excepto en esa verbena anárquica y anarquizante llamada mercadolibre. Josefa le recitó a la niña patricia, en el cuarto de costura, la batalla de Carlomagno con “doce pares de Francia” contra más de ochenta mil musulmanes, le habló de heridas curadas con el “bálsamo del Señor”, de cabezas cortadas vueltas a adherir a los cuerpos, de fábulas y prodigios de la Edad Media que encendieron su imaginación.
Josefa, la costurera de la familia Bunge Arteaga mientras vivía en la casa de la calle Tacuarí y más tarde en una más grande en la calle Reconquista, mejor dicho la poeta, había compuesto unos versos que relataban su viaje en barco desde España a la Argentina a fines del siglo XIX: “Todo lo que les como/ de cuanto aquí me dan/ es un vasito de vino/ con un poquito de pan”. Josefa se sabía de memoria la historia de Carlomagno en verso, probablemente un antiguo romance inspirado en La canción de Rolando , apunta Delfina Bunge en sus memorias Viaje alrededor de mi infancia , un libro, o una joya, inhallable excepto en esa verbena anárquica y anarquizante llamada mercadolibre. Josefa le recitó a la niña patricia, en el cuarto de costura, la batalla de Carlomagno con “doce pares de Francia” contra más de ochenta mil musulmanes, le habló de heridas curadas con el “bálsamo del Señor”, de cabezas cortadas vueltas a adherir a los cuerpos, de fábulas y prodigios de la Edad Media que encendieron su imaginación.
Una tarde de ocio en que Delfina
buscaba una estancia con luz para seguir con una lectura sobre la
divinidad de Cristo se refugió en el cuarto donde Josefa estaba
cosiendo. “¡Cómo me gustaría escuchar lo que usted lee!” le dijo Josefa.
Al leerle en voz alta, la joven se asombró de sus conocimientos sobre
Mahoma y las Sagradas Escrituras. ¿Qué clase de vida habría tenido
Josefa, esta Josefa sin apellido de los recuerdos de Delfina Bunge, con
suerte o fortuna? ¿Hubiera sido escritora, como su patroncita? ¿Mejor
escritora que su patroncita?
En una entrada de su diario de
noviembre de 1904 Delfina anotó: “Elena, la mucama. Quiso ser Hermana de
Caridad, y negándole los padres el consentimiento, se casó… No sé qué
es lo que no le ha pasado a esta pobre mujer: pérdida de dinero, de
marido, de situación (la gran situación inesperada que, como a una
Cenicienta, le trajo el casamiento). De diez o doce hijos que tuvo, sólo
le quedaron dos. Uno es Nicolás, bastante sordo, y el otro chicuelo
quedó en España, en excelentes manos. Hace dos años que no tiene
noticias. Y aquí está ella, lejos de su país y familia, flaca como un
esqueleto, y sirviendo… Eso sí, siempre muy alegre, bailando pericones.
Es un carácter muy especial; sus dos vocaciones fueron: para religiosa
enfermera, o artista teatral…” ¿Y qué hubiera sido de esa monja/actriz
española en Buenos Aires si no hubiera perdido “diez o doce” hijos, una
patria y una situación holgada? En su diario íntimo, Delfinita escribió
menos los pensamientos secretos de una adolescente que los primeros
trazos de una historia nacional.
Según detalla Lucía Gálvez en la biografía de su abuela Delfina Bunge, Diarios íntimos de una época brillante
, los Bunge Arteaga no eran ricos. Octavio Bunge, el padre, fue juez y
luego ministro de la Suprema Corte, pero no se dedicó, como sus
hermanos, al negocio redituable de la época: el campo. Sus dos hijas,
Delfina y Julia, se cosían su propia ropa, con la ayuda de una
costurera, sobre modelos que ellas mismas inventaban. Hasta 1902, en que
se mudaron a un departamento en Callao y Vicente López, en barrio
norte, habían vivido en el barrio sur y cerca de Plaza de Mayo, rodeados
de conventillos poblados por inmigrantes pobres y criollos
empobrecidos. En la calle Tacuarí no menos que en la calle Reconquista
se cruzaban con sastres, albañiles, zapateros, jornaleros, peones y las
mismas planchadoras, lavanderas y costureras que trabajaban en su casa.
Los sonidos de las fraguas del herrero y de los carros que cruzaban las
calles eran tan familiares para los niños Bunge como los olores a trapos
viejos que destilaban las casonas ocupadas por los vecinos pobres.
Recién en 1899 el Concejo Deliberante conminó a los propietarios de los
conventillos a instalar un cuarto de baño con ducha cada diez cuartos. Y
ni siquiera esa ordenanza se cumplía.
“Me gusta ver a los chicos
pobres que se juntan a escuchar cuando toco el piano. Deliciosas
criaturas que son el adorno de esta calle tan tranquila. Cuando nos ven
salir se agrupan en nuestra puerta y nos sonríen. Esa sonrisa es para mí
un regalo. Decimos con Julia que han de mirar a las grandes señoras
como nosotras imaginábamos, cuando chicas, las hadas de los cuentos. Una
vez que salíamos en coche abierto para el corso de las flores, me sentí
como humillada de nuestro relativo lujo, al pasar junto a un grupo de
aquellos chicos. En ese momento hubiera preferido ser uno de ellos en
lugar de la niña del coche”, escribió Delfina en su diario íntimo, con
un sentimiento oscilante entre la condescendencia de una dama de
beneficencia y una sobrelucidez libertaria.
Fuente: clarin.com