Arqueólogos japoneses y
salvadoreños descubrieron esculturas de piedra y fragmentos de estela de
hace 2.000 años en una finca de café de la zona arqueológica de
Chalchuapa, 80 km al oeste de San Salvador, constató este viernes un
periodista de la AFP.
Arqueólogos japoneses y salvadoreños descubrieron
esculturas de piedra y fragmentos de estela de hace 2.000 años en una
finca de café de la zona arqueológica de Chalchuapa, 80 km al oeste de
San Salvador, constató este viernes un periodista de la AFP.
Los resultados de las excavaciones dirigidas por Nobuyuki Ito y
Shione Shibata, ambos de la Universidad de Nagoya, en Japón, fueron
presentados este viernes en el parque arqueológico Casa Blanca de
Chalchuapa.Entre los hallazgos sobresalen dos cabezas que podrían ser de jaguar o murciélago que fueron confeccionadas en roca basáltica y que constituyen un "descubrimiento importante" porque son únicas en Mesoamérica, según dijeron los expertos. Ese descubrimiento podría relacionarse, según el arqueólogo Julio Alvarado, con el relato del "inframundo" planteado en el Popol Vuh (libro sagrado de los Mayas) en el que se mencionan varios niveles, entre otros la Casa del Jaguar y la Casa del Murciélago. Con las dos esculturas, que fueron localizadas al pie de una de las principales pirámides de Chalchuapa, suman ya 55 las encontradas en todo el oeste de El Salvador. Ito y Shibata, este último director de Arqueología de la Dirección Nacional de Patrimonio Cultural, destacaron que el hallazgo fue posible utilizando un georradar (subterráneo) en el sitio conocido como El Trapiche, en la finca de Café San Antonio, en la periferia de Chalchuapa. Con las investigaciones, "se han aclarado cada vez más, aspectos relacionados a las culturas olmeca, maya y nahua, entre otras", explicó Shibata. Los hallazgos, que corresponden al período preclásico tardío, según Shibata, ayudan a determinar que el aspecto que caracterizan a las culturas que se desarrollaron entre 800 años a.C. y 300 años d.C. "es la elaboración de esculturas de piedra tallada, al igual que en otros sitios arqueológicos de México, Guatemala y Honduras". La zona de Chalchuapa y otras comunidades de la región oeste de El Salvador, según los arqueológos, fueron escenario de constantes migraciones en la época prehispánica. Fuente: AFP |
DESCUBREN ESCULTURAS DE PIEDRA de HACE 2.000 AÑOS
EN EL SALVADOR
PARA LOS HOPI, SUS MÁSCARAS "AYUDAN A ENCONTRAR
LA ARMONÍA EN LA TIERRA"
Las máscaras ceremoniales de los Hopi, que una casa de subastas francesa adjudicará próximamente, "no son objetos de arte para los Hopi, sino objetos sagrados que ayudaron a nuestro pueblo a encontrar la armonía sobre la Tierra", afirma LeRoy Shingoitewa, presidente de la tribu amerindia. |
Por Fabienne Faur
Las máscaras ceremoniales de los Hopi, que una casa de
subastas francesa adjudicará próximamente, "no son objetos de arte para
los Hopi, sino objetos sagrados que ayudaron a nuestro pueblo a
encontrar la armonía sobre la Tierra", afirma LeRoy Shingoitewa,
presidente de la tribu amerindia.
Los "objetos que son puestos a subasta no son considerados arte por
nuestro pueblo. Son sagrados, nos aportan armonía y nos benefician",
declaró el dirigente de esta tribu de Arizona, en el sureste de Estados
Unidos, compuesta por unos 18.000 miembros, en una entrevista telefónica
con la AFP.
En su primera intervención en un país extranjero, la tribu acaba de
pedir a la casa de subastas Néret-Minet Tessier et Sarrou de París
"detener la venta y restituirles" unas 70 máscaras que deben ser
subastadas el 12 de abril.
Las 'kachinas', estas magníficas máscaras de cuero, madera, decoradas
con crines de caballo o pinturas, muy apreciadas por los
coleccionistas, son utilizadas en sus ceremonias rituales.
Con forma de muñecas, estos objetos "se dan a los jóvenes, para su
educación religiosa, a las niñas pequeñas, cuando crecen", afirma LeRoy
Shingoitewa, que precisa que son igualmente sagradas para todos los
pueblos de Arizona y de Nuevo México, los pueblos Zuni, Acoma y Laguna.
"Es como si entrase en una catedral, tomase una estatua de María y fuera
a preguntar ¿Quién la compra?: los católicos estarían impactados",
afirmó.
-- "Somos una pequeña tribu" --
"Queremos saber quién es el propietario, cómo llegaron los objetos a
Francia, por qué se los llevó, es muy importante para nosotros", añadió
el dirigente hopi. El líder envió una carta a la casa de subastas para
"solicitar su cooperación" y demandó la representación diplomática
estadounidense "para hacer intervenir al gobierno francés".
La casa de subastas, por su parte, indicó a la AFP que mantenía esta
venta porque "estas máscaras fueron adquiridas de forma legal por un
gran coleccionista francés" que vivió durante más de 30 años en Estados
Unidos.
La tribu no asistirá a la subasta, porque no va a comprar los
objetos: "no fueron creados para hacer dinero. Si lo hacemos, tendrá
consecuencias, un poco como cuando un cristiano comete un pecado y debe
pedir perdón a un cura", añade.
En Estados Unidos, tras la puesta en marcha en 1990 de la ley federal
NAGPRA, que prohíbe el comercio de objetos de culto indígenas, los Hopi
pudieron recuperar objetos sagrados que poseían museos estadounidenses,
así como la osamenta de ancestros. En el caso de las máscaras, "es
difícil. Está relacionado con las leyes internacionales, con otro
gobierno. Somos como una pequeña tribu", señala el dirigente.
Si ellos "tuvieran la decencia de retrasar un poco la venta, la tribu
podría realizar su investigación. Estoy seguro de que encontraríamos un
acuerdo amigable", añade el abogado de los Hopi, James Scarboro, de
Denver.
Las galerías estadounidenses saben cómo lidiar con el problema.
"Nosotros no vendemos máscaras 'kachinas' porque sabemos que es muy
sensible religiosamente", señala Jim Haas, quien dirige el departamento
de arte indio de la casa Bonhams en San Francisco. Cerámicas, vasijas de
barro, obras modernas, telas, pero no estas máscaras, "por respeto y
también por no desatar manifestaciones ante nuestras puertas", explica.
"Estados Unidos debe arreglárselas para que otros países no comercien
con estos objetos sensibles", añade el galerista neoyorquino John
Molloy.
"Tenemos confianza", concluye LeRoy Shingoitewa, "rezamos, esperamos
desde el fondo del corazón que la casa de subasta tenga compasión y
diga: 'Comprendemos, anulamos la venta y vamos a ayudar a devolver los
objetos al pueblo Hopi".
Fuente: AFP
EL PRINCIPITO CUMPLE 70
Y SIGUE SIENDO UNO DE LOS MÁS LEÍDOS DEL MUNDO.
El relato, escritor por Antoine de Saint-Exupéry, fue y es una iniciación en la lectura para millones de personas.
Un chico de otro planeta. El Principito en su mundo: los dibujos también son de mano del escritor francés. |
Por Patricia Suárez
Después de La Biblia, El Corán y tal vez de El Capital de Marx, El Principito
es el libro más leído en el mundo, traducido a 180 lenguas y
dialectos. Fue el último texto publicado en vida por su autor, un
aviador francés, de 43 años, de nombre Antoine de Saint-Exupéry, al que
llamaban Saint-Ex. Ya había escrito otras cosas como Tierra de hombres
–que suele considerarse su mejor novela y a la que el escritor argentino
Fabián Casas considera de imprescindible lectura– o Vuelo Nocturno.
Entre 1929 y 1930 estuvo por Argentina, para hacerse cargo de la
Compañía Aeropostale Argentina, ya que habían creado la línea de
Patagonia que unía Buenos Aires y Punta Arenas, línea que acabó con el
aislamiento de los pueblos del sur. En su estadía en nuestro país pasó
largas veladas con Victoria Ocampo, quien después le editaría la novela Correo del Sur en SUR.
No
obstante, por ninguno de todos sus libros fue reconocido como por aquel
que narra las aventuras de un pequeño príncipe de cabello enrulado y
largo abrigo (las ilustraciones son del mismo Saint-Ex), dueño de tres
volcanes y una rosa en su planeta y problematizado por el crecimiento
enredado de los baobabs. En el desierto solitario, el Principito se
encuentra con el narrador, un aviador con su máquina descompuesta. Le
habla de un Zorro, metáfora del amigo ideal, que todos los lectores
guardaremos para siempre. Un día, el Principito decide regresar a su
planeta y para eso se hace morder por una serpiente. Vuelve a su planeta
en espíritu, porque su cuerpo queda en brazos del aviador. Sin duda, un
libro metafórico sobre la importancia de la libertad y el amor al
prójimo, teñido de una melancolía tal que le arranca lágrimas al más
pintado. Michéle Petit, una de las teóricas de la lectura más
importantes hoy día, comenta en su libro Una infancia en el país de los libros que al leer El Principito
a los ocho años concluyó entristecida que el arte y la literatura “no
servían más que para revelarnos lo infortunado de nuestra condición”.
El autor piloto. Saint-Exupery desapareció en su avión en 1944./AFP |
No todos los lectores –sobre todo los niños– reciben a El Principito con palmas de alegría, pero ninguno permanecerá indiferente a su lectura. El texto dejará una huella imperecedera. Todos conocemos el cuento de Caperucita Roja, haya llegado a nosotros a través de la fuente que nos haya llegado (oral, película, adaptaciones del original) y quizás nunca nos interese conocer la versión original de la nena con la capota roja devorada por el lobo feroz. Esta indiferencia es imposible con El Principito: él es la versión original. Más allá de los productos fílmicos y teatrales que hubo sobre el personaje, el pequeño príncipe tuvo émulos en el estilo de escritura, haciendo pie en la metáfora, como Juan Salvador Gaviota, o en argumentos sobre niños de las estrellas con una sabiduría especial como Ami, de Enrique Barrios o, más recientemente, Oups de Kurt Hörtenhuber. De más está decir que en calidad y profundidad no le llegan al Principito a los talones: la frescura de Saint-Ex provenía posiblemente de sus reflexiones durante los largos vuelos. Los otros, son la idiotez del mercado.
El 31 de julio de 1944, durante
una misión de reconocimiento en el sur de Francia, Saint-Exupéry iba a
bordo del avión Lightning P-38. Había partido pocas horas antes de la
isla de Córcega, cuando los radares dejaron de ver el avión que pilotaba
y nunca más se supo de él. La desaparición cubrió al escritor y piloto
de un halo de misterio: de alguna manera se fue de este mundo como se
fue su pequeño príncipe. No obstante, en 1998, un pescador halló en las
aguas de Marsella una pulsera que pudo haber sido de Saint-Ex. Diez años
después, un ex piloto alemán llamado Horst Rippert confesó al diario
francés La Provence que había sido él quien derribara el avión de
Saint-Exupéry. El ex militar de 88 años declaró: “Pueden dejar de
buscar. Fui yo quien abatió a Saint-Exupéry”, y agregó: “Fue después
cuando supe que se trataba del escritor. Yo esperaba que no fuera él,
porque en nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y los
adorábamos.” Ya sea que Rippert de verdad acabó con el escritor o que es
la declaración de un anciano gagá, lo real es que a Saint-Ex ni
siquiera sus enemigos dejaban de leerlo. Saint-Ex escribió: “No era más
que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y
ahora es único en el mundo”: tal vez éste es el misterio que se opera en
nosotros: uno se vuelve amigo del Principito. Y sucede después que a
los libros, a veces, se los olvida, pero los amigos nunca jamás entrarán
en el corredor del olvido. Larga vida al Principito.
Un longseller en el corazón
“Es un libro que se vende siempre, pasa por todas las
generaciones porque puede reinterpretarse cada vez que lo leés; está en
el corazón de los lectores”. Lo dice Antonio Segura, librero desde hace
30 años y encargado de la sucursal de Cúspide en Belgrano. Habla de El Principito,
el clásico de Antoine de Saint-Exupéry publicado en 1943: en esa
sucursal, estima Segura, se venden unos 3 ejemplares por día de la
edición de bolsillo, de 45 pesos. A pesar de no ser una novedad
editorial, la obra está constantemente exhibida entre los destacados de
las cajas.
“Como hay diferentes formatos, es un libro que llega a más gente”, explica Segura, que sostiene que lo compran adolescentes y padres para sus hijos, y que es un libro que se regala mucho. Para el librero, El Principito es como El libro de la arena, de Jorge Luis Borges: “Es un texto que volvés unas páginas atrás y lo leés de otra manera, siempre le encontrás algo nuevo”.
En El Ateneo, los ejemplares de El Principito ocupan una puntera en el sector infantil: están también en una ubicación preferencial.
Según Carla Francolini, que trabaja en una sucursal del mismo barrio, lo compran en general jóvenes de entre 25 y 35 años: “Muchos lo hacen para regalar, y es un libro que se usa como comodín cuando no saben qué comprarle a alguien”, explica.
Allí se venden unos 8 ejemplares por semana, y de la edición de lujo, que cuesta 449 pesos, dos al mes. “Es un libro de venta constante”, sostiene.
Con los libreros coincide Alberto Díaz, editor de Emecé, sello que publica el libro en la Argentina. “Es un longseller de venta pareja”, explica, y agrega que, entre las cuatro ediciones –tradicional, de bolsillo, escolar y de lujo– se venden en la Argentina entre 133 mil y 143 mil ejemplares al año. De ese total, entre el 60 y el 65 por ciento se distribuye en la ciudad de Buenos Aires y su área metropolitana, y el resto, a lo largo y lo ancho del país.
“Como hay diferentes formatos, es un libro que llega a más gente”, explica Segura, que sostiene que lo compran adolescentes y padres para sus hijos, y que es un libro que se regala mucho. Para el librero, El Principito es como El libro de la arena, de Jorge Luis Borges: “Es un texto que volvés unas páginas atrás y lo leés de otra manera, siempre le encontrás algo nuevo”.
En El Ateneo, los ejemplares de El Principito ocupan una puntera en el sector infantil: están también en una ubicación preferencial.
Según Carla Francolini, que trabaja en una sucursal del mismo barrio, lo compran en general jóvenes de entre 25 y 35 años: “Muchos lo hacen para regalar, y es un libro que se usa como comodín cuando no saben qué comprarle a alguien”, explica.
Allí se venden unos 8 ejemplares por semana, y de la edición de lujo, que cuesta 449 pesos, dos al mes. “Es un libro de venta constante”, sostiene.
Con los libreros coincide Alberto Díaz, editor de Emecé, sello que publica el libro en la Argentina. “Es un longseller de venta pareja”, explica, y agrega que, entre las cuatro ediciones –tradicional, de bolsillo, escolar y de lujo– se venden en la Argentina entre 133 mil y 143 mil ejemplares al año. De ese total, entre el 60 y el 65 por ciento se distribuye en la ciudad de Buenos Aires y su área metropolitana, y el resto, a lo largo y lo ancho del país.
Aprendizajes placenteros y crueles
Por Federico Jeanmaire*
Sospecho que nuestra memoria almacena los libros que hemos leído junto a
otro montón de cosas. Que en nuestra cabeza no existe algo así como una
biblioteca más o menos ordenada, quiero decir.
Quedan por ahí, los libros. Dando vueltas. Mezclados para siempre con una montaña de recuerdos que tienen que ver con ellos.
Quedan por ahí, los libros. Dando vueltas. Mezclados para siempre con una montaña de recuerdos que tienen que ver con ellos.
El Principito
llegó a mi vida a los diecinueve años. Tarde, quizá. Aunque, en
verdad, no sé a qué edad uno debería leerlo o dejar de leerlo. No lo sé,
realmente, no lo sé. Me lo regaló Mary, una novia algo mayor que yo,
que sabía que me gustaban los libros y que, incluso, pretendía
convertirme en escritor. Entonces.
El Principito es en
gran parte Mary, para mí. Una época repleta de aprendizajes. Algunos
placenteros y otros muy crueles, eran los comienzos de la dictadura.
Todavía
lo guardo. Con su amorosa dedicatoria. Sin embargo, acabo de buscarlo
durante un buen rato y no he podido encontrarlo. Puede pasar. Como en El Principito, el mundo del afuera suele ser bastante más caótico que nuestro mundo íntimo.
*Escritor
De la fábula a la autoayuda
Por Gabriela Adamo*
Cómo no rescatar –y admirar– un libro que logró la proeza de ser
leído por los públicos más dispares del mundo entero, a lo largo de ya
más de medio siglo.
Creo que un texto que logra despertar la
sonrisa cómplice del “yo lo leí” entre tantas personas –que enseguida
recuerdan la rosa, el baobab y el zorro domesticado– merece todos los
elogios.
Este tipo de lecturas son puertas entreabiertas que,
según quién les dé el empujón, pueden llevar a todo tipo de mundos
paralelos: las fábulas, la ciencia ficción, el Bildungsroman, y sí,
también a la autoayuda.
Pero libros son libros y cada uno es un ladrillo en la construcción de la biblioteca personal. Nada mal si El Principito está entre los que conforman la base y, por qué no, la argamasa que releemos de vez en cuando.
*Directora de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
Fuente: clarin.com
SERES HECHOS DE PAPEL QUE DE PRONTO ADQUIEREN CUERPO
Sobre escritores más o menos conocidos, vivos o
muertos, que se aparecen en cualquier esquina. Además, escenas
artísticas sobre el dormir y clásicos del cine en Youtube.
LA PERPLEJIDAD DE SEBRELI. El escritor, en un bar, fotografiado por el autor de la nota. |
Por Andrés Hax
La ciudad está continuamente haciéndose visible e invisible.
Para ser más preciso: la ciudad está llena de personas y fenómenos que
uno puede ver o no, según su predisposición. Una vez, por ejemplo, hace
mucho tiempo, estaba haciendo una investigación sobre enanos y me pasaba
que veía enanos todos los días y en cualquier lugar. Pero desde que
terminé ese trabajo no los veo más. Ahora, por un hábito que ya es
crónico, siempre estoy pensando en escritores –porque leo sus
libros, pero también porque los imagino, supongo, como si fueran ellos
mismos personajes de una gran novela–, entonces siempre veo escritores
por las calles. El otro día, almorzando en un comedor en la esquina de
Ecuador y Arenales, Sergio Chejfec se sentó en la mesa delante de la
mía, y luego entró –altísimo y vestido de negro, como siempre, pero sin
bigotes– Martín Caparrós. No lo conozco, pero lo vi y le dije, “¡Hola,
Caparrós!” Me miró confundido y yo le expliqué, “No me conocés. Te leo
nomás.” Me sonrió amablemente y se sentó con Chejfec. La semana pasada
me compré Historia del dinero en la librería La Barca y fui a almorzar a
un café de la calle Cabello. Me senté en un ventanal sobre la vereda,
mirando hacia el sur, y me puse a leer, muy contento. Al rato miré para
arriba y vi venir caminando a Alan Pauls. Como un boludo, le di la señal
de pulgar para arriba y alcé su libro casi como si alzara una paleta en
una subasta. Me sonrió pero no detuvo el paso; más bien, lo aceleró.
Una noche, en un café que sé que le es habitual, sobre la calle Santa
Fe, vi a Juan José Sebreli e impulsivamente saqué mi teléfono para
hacerle una foto. El ensayista me pescó en el acto y me miró perplejo.
Intenté disimular, sonriendo y saludando exageradamente, como si
estuviera sobre un crucero que zarpara a Europa en el año 1930. El otro
día sobre Charcas vi a Eduardo Galeano, caminando con paso firme. Frené
sin decir nada e inmediatamente me dio una enorme tristeza no haberle
dicho nada. ¿Pero qué le iba a decir?
Una vez vi a Samuel Beckett. Era el invierno de 1997, un domingo por la tarde. Bajaba en bicicleta a toda velocidad por Corrientes. Recién había pasado el Abasto que aún no era shopping. Vi a Beckett parado en una esquina. No paré, fue un instante. Ya sé que murió en diciembre de 1989. Ya sé que no era Beckett. Pero era él. Se los juro.
Por Andrés Hax
Una vez vi a Samuel Beckett. Era el invierno de 1997, un domingo por la tarde. Bajaba en bicicleta a toda velocidad por Corrientes. Recién había pasado el Abasto que aún no era shopping. Vi a Beckett parado en una esquina. No paré, fue un instante. Ya sé que murió en diciembre de 1989. Ya sé que no era Beckett. Pero era él. Se los juro.
Los grandes del cine en la pantalla del ordenador
Por Andrés Hax
YouTube estará tramando algo, porque su sitio está lleno de
excelentes películas completas, muchas con subtítulos. Dentro de poco,
me imagino, anunciarán un servicio pago. Pero mientras tanto, hay que
aprovechar. Un lugar excelente para enterarse de nuevos posts de
cinearte (para usar esa palabra detestable) es el blog biblioklept.org
debajo del tag “Film”. Orson Welles, Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Werner
Herzog, Pier Paolo Pasolini, Andrei Tartovsky, son algunos de los
directores que encontrarán. De paso, el blog, aunque en inglés, tiene
sus encantos, en particular sus frecuentes posts de cuadros de gente
leyendo.
Fuente: Revista Ñ Clarín
EL BELLO ARTE DE EXPLORAR EL DORMIR
La actriz Tilda Swinton en la performance llamado "The Maybe" en el MoMA. (EFE)
Por Andrés Hax
Llevo en mi mente un inventario de cuadros de personas
solitarias durmiendo sobre camas espartanas. Hay un cuadro en el Museo
de Bellas Artes de Boston que se llama, “Young man asleep” (1931) de un
pintor llamado Eugene Berman. Hay otro, en el museo de Oberlin College,
en Ohio, que se llama “General Thaddeus Kosciusko” (1797), de Benjamin
West. Otro de mis favoritos es de Lucian Freud que se llama “Leigh on a
green sofa” (1993). También acumulo frases y escenas sobre el dormir en
la literatura. En el libro de sabiduría y códigos del samurai, el
Hagakure, (del siglo XVIII), el autor dice: “La vida humana es,
realmente, una cosa muy breve. Es mejor vivir haciendo las cosas que te
gustan. Es tonto vivir dentro de este sueño de un mundo mirando lo
desagradable y sólo haciendo cosas que no te gustan. Pero es importante
no decirle esto a la gente joven ya que es algo potencialmente dañino si
no es comprendido correctamente. Personalmente, a mí me gusta dormir. Y
tengo la intención de recluirme cada vez más en mis dormitorios y
pasarme la vida durmiendo”. Y está también, el largo comienzo de En
búsqueda del tiempo perdido (Proust) y la novela Un hombre que duerme,
de Perec. Bueno, tengo un nuevo ítem para mi archivo. El domingo, 24 de
marzo en el MoMa de Nueva York, la actriz escocesa, Tilda Swinton,
encarnó una obra de arte performance que creó con su amiga Cornelia
Parker, titulada The maybe. La descripción de materiales de la
instalación dice: “The maybe 1995/2013. Artista viviente, vidrio, acero,
colchón, almohada, lino, agua y anteojos”. La obra (foto) consiste en
Swinton durmiendo en una caja –transparente y elevada– por unas seis
horas. En este mundo agotado creo que el dormir es uno de los
territorios aún inexplorados. La obra de Swinton, burlada y criticada,
es una celebración de este universo fantasmagórico que nos envuelve a
todos.
Fuente: Revista Ñ Clarín
Fuente: Revista Ñ Clarín
EL PREMIO BRAQUE, UN CICLO DE TANGO Y FOLCLORE
Y ÓPERAS PRIMAS DEL CINE INDEPENDIENTE
PREMIO BRAQUE 2013. Objetos despojados de su referencialidad (Premio Braque 2013)
Por
María Luján Picabea
“A
diferencia de muchos otros artistas que trabajan con objetos, yo no
planteo una resignificación de los objetos corrientes sino una
‘designificación’. Lo que me interesa es vaciarlos de significado,
llevarlos al grado cero”, dice el artista Leonardo Damonte, reciente
ganador del Premio Braque 2013, y habla de la totalidad de su producción
pero específicamente de la instalación sin título con la que ganó el
certamen.
El Premio Braque tiene una larga historia en la
promoción y proyección internacional de artistas locales y luego de un
período interrumpido este año se relanzó, por iniciativa de la Embajada
de Francia y la Universidad de Tres de Febrero e inauguró una muestra
para la cual un jurado integrado por Fernando Farina, Albertine de
Galbert, Valeria González, Tulio de Sagastizábal y Eduardo Stupía invitó
a 25 artistas contemporáneos, de entre los cuales el comité de
premiación –Juan Carlos Romero, Aldo Herlaut y Aníbal Jozami– destacó a
Damonte.
“De ninguna manera me esperaba el premio porque había
una cantidad de obra que me parecía tan merecedora como la mía”, comenta
el artista y señala que la muestra “es un recorte interesante de lo que
está pasando en el ámbito del arte contemporáneo local”. Con obras de
Marcelo Abud, Hugo Aveta, Gabriel Baggio, Diego Bianchi, Viviana Blanco,
Joaquín Boz, Eugenia Calvo, Julián D’Angiolillo, Leticia Obeid El
Halli, Verónica Gómez, Mauro Guzmán, Mauro Koliva, Paula Landoni,
Catalina León, Valentina Liernur, David Maggioni, Adriana Minoliti,
Santiago Porter, Marisa Rubio, Andrés Sobrino, Leandro Tartaglia,
Mariana Tellería y Leonello Zambón, la muestra estará en exhibición
hasta el domingo 28 abril en el Muntref (Valentín Alsina 3838, Caseros).
La instalación de Damonte se levanta en el espacio como un ser
vivo, una especie de organismo autoensamblado con una lógica interna
coercitiva que le impide descomponerse en cada una de sus piezas. Un
organismo luminoso, amarillo y vibrante. “Es una instalación realizada a
partir del montaje de una serie de materiales de uso corriente, pero
que tienen la particularidad de no haber sido utilizados nunca para
tales fines. Esto es esencial para el concepto de mi trabajo, porque es
lo que me permite que la obra pierda referencialidad”, explica el
artista y confiesa que llegó a la inauguración y premiación exhausto.
Había pasado días de montaje y cuando por fin todo parecía listo y se
disponía a fotografiar la obra esta se vino abajo obligándolo a
reensamblar y reponer varias piezas. La instalación que se inscribe en
una línea de exploración que Damonte abona desde 2005 es la pieza final
de una trilogía, que inauguró con una pieza que mostró en 2011 en el
Palais de Glace, con la que obtuvo el tercer premio del Salón Nacional
de Artes Visuales, y continuó con otra obra exhibida en Galería Fiebre,
en el Patio del Liceo en 2012. Ahora, el premio le pone por delante a
Damonte un semestre en París, en la Ciudad de las Artes, donde dispondrá
de un espacio para vivir, trabajar y exhibir en diversos estudios
abiertos. “Es una oportunidad de la que no pienso desaprovechar ni un
segundo”, cuenta el artista sin ocultar su excitación.
Músicas de estas tierras entreveradas (Ciclo de tango y folclore)
Prendido
a su guitarra Juan Quintero canta su “Maricón”: “Me han dicho por ahí
que te han visto triste y mal de golpe y porrazo. Quejándote a cada
paso. Arisco y malhumorado” y es una fiesta entrar en el tobogán de su
voz. Quintero es, junto a Andrés Beeuwsaert y Mariano Cantero, Aca seca
trío (foto) y “Maricón” es el track tres de su celebradísimo disco
Avenido (2006). Los Aca seca serán los encargados de tender lazos con el
tango de Lautaro y Emiliano Greco y juntos escarbar las entrañas de
nuestra tierra musical en la apertura de ciclo Músicas entreveradas, de
conciertos dobles. Hoy, sábado 6 a las 21.30, en Almagro Tango Club
(Medrano 688). El ciclo, que tendrá lugar todos los sábados de abril y
mayo reunirá a Pablo Agri Cuarteto junto a Lo pez (20/4); Damián Bolotín
Cuarteto y Duratierra (27/4); Cuasimodo trío y Juan Falú (11/5); Juan
Pablo Navarro Orquesta y Liliana Herrero (25/5), entre muchos otros.
Cine: la magia de las primeras obras
Muchos
grandes creadores, artistas, músicos, escritores, cineastas han querido
echar tierra una y mil veces sobre sus primeras creaciones; las han
cuestionado y negado. Pero en buena parte de esas primeras obras están
aunque en estado latente, quizá, todas las inquietudes, terrores y
pasiones que agitan sus espíritus. Es por ello que la octava temporada
del ciclo de cine independiente y de autor impulsado por La nave de los
sueños y la Biblioteca Nacional lleva por nombre Soy tu aventura y está
dedicado a las óperas primas y nuevas experiencias del cine argentino.
La primera proyección será la premiada Topos (2012), de Emiliano Romero, el martes 9 de abril a la 19 en la Biblioteca (Agüero 2502). El martes 16 se exhibirá Un rey para la Paragonia (2012), de Lucas Turturro y además habrá una charla sobre la realización de una ópera prima de la que participarán los directores de todos los filmes que componen el ciclo.
Fuente: Revista Ñ Clarín
La primera proyección será la premiada Topos (2012), de Emiliano Romero, el martes 9 de abril a la 19 en la Biblioteca (Agüero 2502). El martes 16 se exhibirá Un rey para la Paragonia (2012), de Lucas Turturro y además habrá una charla sobre la realización de una ópera prima de la que participarán los directores de todos los filmes que componen el ciclo.
Fuente: Revista Ñ Clarín
¿QUIÉN LE PONE EL PRECIO AL ARTE?
Cada vez que una obra se vende en el mercado
internacional por una cifra astronómica surge esta pregunta, planteada
en un nuevo libro de la crítica alemana Isabelle Graw. Investigadores,
curadores, galeristas y expertos explican aquí cómo influye la crisis
financiera global y cómo se manipulan y distorsionan los valores del
arte.
EL GRITO. El martillero de Sotheby’s alienta la puja por la obra icónica de Edvard Munch. Se subastó el año pasado a un precio récord de 120 millones de dólares. |
Por Mercedes Perez Bergliaffa
Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y
menos reglamentado del mundo”, comenta el hombre viejo, de gesto
escéptico y mirada lapidaria. Lo dice mientras va sentado en un taxi
rumbo al Armory Show, la glamorosa feria de arte contemporáneo que se
realiza cada año en Nueva York. El hombre sabe perfectamente de lo que
habla: es Robert Hughes, ácido crítico de arte de la revista Time,
fallecido el año pasado. Antes de morir, Hughes se encargó de dejar un
par de testimonios claros, sobre todo algunos relacionados con el
mercado del arte. Declaró, por ejemplo, que “mucho del arte se ha
convertido en una apuesta para ricos e ignorantes”, que “tener una
fantasía y pagar 135 millones de dólares por ella no la hace
necesariamente cierta”, y un par de cosas más que no deben haber caído
nada bien entre los coleccionistas, las casas de subastas y los
galeristas. Usted mismo puede deleitarse con más declaraciones de Hughes
sobre el tema, en su documental La maldición de la Mona Lisa
(2009), fácilmente accesible, subtitulado en español, en YouTube. Allí
podrá observar también otros detalles: cómo, por ejemplo, en las
filmaciones que lo retratan como un joven crítico de arte entrevistando a
los grandes artistas de los 70, o queriendo salvar, a puro idealismo,
las obras de arte de la ciudad de Florencia de la inundación de 1966,
la cara del periodista estaba relajada y sonriente. Con el paso de las
décadas su rostro se convierte en roca. La mueca de Hugues, a medida que
se metió en el mundo del arte contemporáneo, devino un rictus
descendente. La de la Mona Lisa, en cambio, sigue intacta.
“Lo que
alguna vez se llamó el negocio del arte se ha transformado en una
industria enfocada en la producción de visualidad y significado”,
explica la investigadora alemana Isabelle Graw, especialista en mercado
de arte, en su libro ¿Cuánto vale el arte?, que acaba
de publicar en español la editorial Mardulce. “Ese significado que se
les asigna a las obras de arte es mucho mayor que su equivalente
monetario. Eso explica que a veces se pidan sumas astronómicas por
ellas”, dice la autora del libro, que lleva el subtítulo nada
conciliador de Mercado, especulación y cultura de la celebridad.
Lo
que Graw menciona coincide con lo que me explicó hace meses el
especialista Axel Stein, de Sotheby´s de Nueva York, en ocasión de la
venta en 120 millones de dólares de “El grito”, del artista noruego
Edvard Munch (la pintura más cara jamás vendida en una subasta). Cuando
le pregunté cómo podía ser que esa obra –un pequeño cuadro realizado en
pasteles– costara 120 millones de dólares, Stein me dijo: “Para
responder eso no hay una sola razón sino un conjunto de razones. Una
puede ser su importancia histórica: la obra de Munch es una pintura
icónica del pasaje del siglo XIX al XX, una pintura que se diferencia
mucho de la producción normal del artista. No se sabe si el personaje es
mujer u hombre, no cae en la caricatura pero se acerca, y resume en un
solo cuadro la angustia de ciertos tiempos. Frente a ella, nadie puede
quedar impávido”. Escuché lo que Stein me dijo; noté que estaba
intentando otorgarle más significado a la obra, un significado que
pudiera justificar su precio. Graw, una vez más, tenía razón.
Claro
que la pintura de Munch es de principios del s. XX, es decir, moderna, y
entonces ya ha pasado un cierto tiempo durante el que demostró un
determinado protagonismo dentro de la historia del arte. Se podría,
entonces, esgrimir con un poco más de fuerza algunos justificativos para
el increíble monto que alcanzó en la subasta. Porque, claro: se trata
de arte y ése es el único mercado en el que las mercancías tienen un
estatus especial: la “mercancía arte” es la única que posee tanto un
valor simbólico como un valor de mercado. Pero hay otra situación que
está bien presente en todos lados: la del arte contemporáneo.
Con él no pasa lo mismo que con el arte de los viejos maestros (Old Masters,
si usamos la jerga de las subastas) ni con el arte previo a 1945
(categoría que llaman “Arte Impresionista y Moderno”), ya que en el caso
del arte contemporáneo no hay un valor simbólico sólido que pueda ser
traducido en dólares, simplemente porque la obra no ha tenido aún tiempo
de adquirirlo.
Le Rêve, de Picasso. Lo adquirió hace días un magnate de Wall Street por 155 millones de dólares. |
¿Cómo hacer, entonces, para que una obra nueva, de un artista contemporáneo, adquiera un significado tal que justifique su elevadísimo precio? (en caso de que esos precios fuesen justificables gracias a su valor simbólico, algo bastante improbable: ¿qué valor simbólico justifica que se paguen 255 millones de dólares por una pintura al óleo de tamaño mediano –90 x 130 centímetros–, en la que se ven representados dos jugadores de cartas, aun cuando se trate de una obra histórica de Paul Cézanne, la más cara de la historia, según se dice?) Para crear un sentido que justifique el valor de mercado –o sea, una excusa con ribete histórico y científico–, es necesario poner en marcha toda una construcción, un sistema de diversos agentes –galeristas, marchands, asesores, casas de subastas, coleccionistas, críticos, investigadores, historiadores del arte, los medios y los mismos artistas– que hagan que una obra de arte determinada parezca valer un precio específico y que, además, eso tenga veracidad. La idea es que los coleccionistas o compradores verdaderamente lo crean y que, en el caso del arte contemporáneo, llamen a los consultores, galeristas y marchands con ese tipo de preguntas que tanto se escucha en el mundillo, a puertas cerradas: “¿Qué es lo último, qué es lo más nuevo, qué es lo que busca todo el mundo?” Es que en el arte, sí, los artistas también se ponen de moda.
Por teléfono desde los Estados Unidos,
donde se encuentra dando un seminario, Graw comenta a Ñ : “Para mí es
crucial hacer notar que los dos valores, el simbólico y el de mercado,
son interdependientes: se constituyen entre sí. Doy un ejemplo: se
necesita al valor simbólico para la fundación del valor de mercado.
Aunque existieron momentos en el mundo del arte –como el del último art
boom –, en que el valor de mercado tuvo la autoridad total. Pienso en
artistas como Anselm Reyle, cuyo trabajo tiene muy poco valor simbólico
ya que los historiadores del arte no lo han considerado relevante, pero
que igual alcanzó precios altos en las subastas. Pero si un artista es
considerado célebre –como Martin Kippenberger, recuerdo la recepción
póstuma que se hizo de su obra–, su personalidad y su vida ‘excesiva’
son cruciales para la emergencia del valor simbólico y también de
mercado. Esto pasa porque su obra está cargada del mito sobre su ‘vida
excesiva’, lo que hace que el valor simbólico parezca auténtico o
creíble. Entonces, los hechos relacionados con la vida de un artista son
una precondición para que el valor de su obra ocurra.” Volviendo al
tema anterior: en el caso del arte contemporáneo reciente, ¿cómo es
posible que obras recién creadas, recién salidas del horno, adquieran
tanto valor simbólico como para costar 100 millones de dólares? ¿O
acaso se trata sólo de su valor de mercado? Bueno, parece que todo
comenzó en los años 80, cuando la venta de una pintura –paradójica, ya
que se trataba de un artista que había vendido una sola obra en vida, y
por unos pocos pesos–, dejó al descubierto no sólo las cifras increíbles
hasta donde podía llegar el arte, sino también las acciones
especulativas que se escondían por detrás: me refiero a la pintura “Los
lirios”, de Vincent Van Gogh. En el año 87, cuando Sotheby’s la subastó,
fue un gran récord histórico: el magnate cervecero Alan Bond pagó por
ella 53,9 millones de dólares. Fue, hasta ese momento, la suma más
grande jamás pagada por una obra. Pero esa venta también indicó cómo
puede inflarse un precio: cuando Sotheby’s la vendió, otorgó a Bond un
crédito de 27 millones de dólares para que pudiera comprarla al precio
altísimo al que fue vendida. Este tipo de créditos que las casas de
subastas otorgaban (¿otorgan?) crean la gigantesca escalada –artificial–
y ayudan a mantener precios irreales. La operación quedó al
descubierto, Sotheby’s declaró que no iba a otorgar más créditos a sus
clientes, y un punto más: Bond nunca pudo pagarle a la casa subastadora.
Tuvo que volver a poner en venta “Los lirios”.
Respecto a los
gigantescos precios que alcanza el arte contemporáneo, hay un ejemplo
paradigmático: “Por el amor de Dios”, la calavera de platino recubierta
de diamantes del artista inglés Damien Hirst, máximo exponente, junto a
Tracey Emin –reciente visitante de nuestro país para asistir a la
inauguración de su muestra en el Malba– de los YBA (Young British
Artists), valuada en 100 millones de dólares durante 2007. Su costo de
producción fue de unos 25 millones y medio de dólares.
Pero la mayoría de los especialistas consideraron la venta de esa obra como un gran fiasco, que trajo como cola todo un debate ético. El caso muestra cómo el mercado de arte puede ser manipulado. El periodista de arte británico Ben Lewis sostiene que, a diferencia del resto de los mercados –como el inmobiliario, por ejemplo– en el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en otros, como las prácticas monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista– concentra la mayor cantidad de obras importantes de un artista “fundamental” y eso puede llegar a influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro mercado esto no estaría permitido. Retomando el “caso Hirst”: durante 2006 el artista tenía más de seis estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es decir, Hirst producía obras en serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez con su “teoría de la industrialización” del arte, en la que propone que los artistas son gobernados por agentes corporativos y por la idea de celebridad).
Pero la mayoría de los especialistas consideraron la venta de esa obra como un gran fiasco, que trajo como cola todo un debate ético. El caso muestra cómo el mercado de arte puede ser manipulado. El periodista de arte británico Ben Lewis sostiene que, a diferencia del resto de los mercados –como el inmobiliario, por ejemplo– en el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en otros, como las prácticas monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista– concentra la mayor cantidad de obras importantes de un artista “fundamental” y eso puede llegar a influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro mercado esto no estaría permitido. Retomando el “caso Hirst”: durante 2006 el artista tenía más de seis estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es decir, Hirst producía obras en serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez con su “teoría de la industrialización” del arte, en la que propone que los artistas son gobernados por agentes corporativos y por la idea de celebridad).
Los jugadores de cartas, de Cézanne, que compró la familia real de Qatar por 250 millones de dólares en 2011. |
En junio de 2007 sale a la venta la famosa obra-calavera de Hirst, yendo directamente del taller del artista a la venta en la galería, es decir, no tuvo exhibiciones previas ni recorridos por las manos de varios coleccionistas, que es, también, lo que ayuda a valorizar un trabajo. En agosto del mismo año, los galeristas de Hirst –una de las galerías más importantes del mundo, la inglesa White Cube– y el mismo artista, declararon a la prensa que habían vendido el cráneo por el precio solicitado a un consorcio de inversores. Tiempo después, el mismo propietario de la galería declaró que él y Hirst formaban parte de ese consorcio y poseían más del 50 por ciento de la obra; es decir, que el propio artista y su galerista habían comprado más de la mitad del trabajo que habían puesto en venta. Fue, lo que se dice, un gran paso anti-ético y una maniobra especulativa oculta.
Cosas semejantes
ocurren en todo el mundo: a otra escala, en nuestras regiones, los
artistas y galeristas también especulan, a veces, con sus propias obras:
ocurre con los que son considerados históricos, por ejemplo, que
duplican ellos mismos o sus galeristas algunos trabajos, o amplían las
series, aun cuando la original fue realizada hace décadas.
“Creo
que la calavera de Hirst es un grandioso ejemplo de fiasco de
marketing”, comenta a Ñ la socióloga y periodista Anne Thornton –autora
de otro libro revelador, Siete días en el mundo del arte–,
desde Río de Janeiro, donde se encuentra realizando una investigación.
“Lo que hicieron fue una manipulación desastrosa, porque comercializaron
y armaron todo el marketing alrededor de esa obra basándose en el
precio que ellos mismos le habían puesto, que no era el que la obra, en
realidad, valía”.
Aquí no está de más mencionar lo que dice
respecto al mercado Orly Benzacar, directora de la galería Ruth
Benzacar, una de las más importantes de la Argentina: “Como galerista,
vos podés decir que una obra vale 100 millones de dólares, pero si nadie
te los paga, entonces eso no es lo que la obra vale. Se trata de
mercado”.
Sigue diciendo Thornton sobre Hirst: “Creo que hay muy
buenas razones que explican por qué algunos trabajos de arte
contemporáneo nunca han sido vendidos. La calavera, por ejemplo, fue
directamente del estudio del artista a la venta; y esto no es así, las
obras de arte tienen que ir adquiriendo significado, necesitan de un
tiempo, necesitan ganar interpretación. Un caso muy diferente es cómo
trabajan las casas de subastas, que venden obras de mercado secundario
(es decir, obras más antiguas, que ya pasaron por más de un dueño, que
no provienen directamente del artista, como ocurre en las galerías de
arte). Además, actualmente las obras de artistas como Hirst pasan del
taller a la galería y lo más importante que se sabe sobre ellas es el
precio que por ellas se pide (que ni siquiera es real, porque una cosa
es el precio real de venta y otra, el precio que los galeristas le
ponen). De esta manera la obra no tiene la oportunidad de adquirir otros
significados, porque el dinero siempre habla más fuerte. Creo que la
venta de esa calavera –que, hasta donde sé, es copropiedad de Hirst y de
su galería londinense–, fue una inmensa vergüenza para él, no sólo
porque la calavera, en realidad, no se vendió, sino porque mintieron al
respecto”, concluye Thornton.
Viene entonces a cuento un
comentario de Hughes en su documental: “El arte ya no es valorado por su
perspectiva crítica sino por sus precios. Estos tienen una función
central: la de dejarte ciego.” Anteriormente, Hirst había protagonizado
otro capítulo importante dentro del sistema de cortocircuitos y resortes
que es el mercado de arte: como empresario brillante que es, organizó
en Nueva York durante 2008, en plena bancarrota de Lehman Brothers, una
subasta de sus propias obras, saltándose pasar por sus galerías. Fue la
primera vez en la historia que un artista hizo esto; y esta acción fue
su obra maestra, más aun que sus tiburones y vacas mantenidos en formol.
La subasta se hizo el mismo día en que se hundió Lehman Brothers y,
dado el contexto, llevaba todas las de perder. Ya hacía años –desde
fines de los 90– que el mercado del arte contemporáneo había devenido
una burbuja, es decir, había abundancia de bienes (obras) en el mercado
(por eso es importante que los artistas contemporáneos exitosos tengan
muchos asistentes y talleres, necesitan producir); los precios subían y
los compradores los seguían; había créditos disponibles de las
principales casa de subastas para lograr que los precios subieran más a
la hora de pujar; a los coleccionistas norteamericanos que donaran obras
de arte a museos públicos se les descontaban impuestos –hasta un 30 por
ciento–; existía manipulación de los precios por parte de los
galeristas y casas de subastas con la complicidad de los artistas; y
claro, por último, el amor al arte. Todo esto había creado la burbuja
del arte, al igual que la llegada al mercado de nuevos compradores.En
2003 hubo toda una generación de nuevos millonarios de fondos de riesgo,
a los que un par de años más tarde se unieron los nuevos magnates rusos
y los jeques árabes del petróleo.
For the Love of God, calavera de platino y diamantes. Hirst es su autor y, en parte, también su comprador. |
El combo completo hizo que los
precios de las obras, a mediados de los años 2000, enloquecieran. Pero
claro, hasta las burbujas tienen reglas: la más importante es que, en
determinado momento, las personas dejan de comprar y los precios
comienzan a caer. Por eso Hirst, al organizar su propia subasta en
semejante contexto, corría sus riesgos: estaba subastando obras de
creación reciente en medio de una crisis. En el fondo, sabía que sus
galeristas y coleccionistas no lo iban a dejar caer. ¿Cómo? Pujando por
los precios durante la subasta y comprando ellos mismos algunas de las
obras. Conclusión I: se vendió toda la obra de Hirst por 200 millones de
dólares, en medio de una debacle económica. Conclusión II: queda claro
que, aun cuando subaste por sí mismo, el artista no puede prescindir de
las galerías.
En uno de los documentales que Ben Lewis realizó,
le pregunta a Mugrabi, a la salida de la subasta de Hirst: “¿Qué
explicación puede darle a eso?” Mugrabi responde: “Bueno, él es el
mejor”.
¿Pero cómo se le pone el precio a una obra de arte? “Es
muy difícil determinar eso, creo que son las ventas sucesivas, a lo
largo de los años y en galerías –no en remates–, lo que determina
verdaderamente el valor de una obra”, comenta Jorge Mara, director de la
galería Mara-La Ruche, de Buenos Aires.
Tim Marlow, director de
White Cube de Londres, responde la misma pregunta desde esa ciudad:
“Valuar una obra es una mezcla de arte y ciencia, en la que los
parámetros los define el mercado libre del capitalismo, siempre y cuando
algo sea valuado en términos de que hay alguien que está dispuesto a
pagar por ella. Pero en un buen mercado primario (el de las obras que
pasan de las manos del artista directo a la galería), las galerías
tienen que considerar una visión estratégica amplia acerca del mercado
de un artista. El calentamiento excesivo del mercado de alguien
determinado es malo para su reputación, y trae como consecuencia el
inevitable enfriamiento de precios que le sigue. Entonces, un apoyo
sostenido a largo plazo es lo mejor. Gracias a eso, el mercado de un
artista puede construirse de manera sólida, los coleccionistas serios no
encuentran precios fuera de él y la rabiosa especulación del mercado
secundario está, así, controlada.” Desde Hong Kong, Jonathan Wong,
especialista de la casa Sotheby’s de esa ciudad, le expica a Ñ: “El
valor de una obra de arte se puede determinar por varios elementos, por
ejemplo, el artista, su vida y su carrera; su importancia histórica; el
historial de sus exhibiciones; las dimensiones y técnica de las obras;
el mérito artístico; la rareza y unicidad de los trabajos. Por otra
parte, entre las razones por las que los precios del arte contemporáneo
asiático están subiendo, están el creciente interés mundial por Asia,
sobre todo por China; el incremento de coleccionistas asiáticos y chinos
cuya influencia en el mercado de arte asiático contemporáneo hace que
éste aumente como nunca; el hecho de que existan, actualmente,
coleccionistas chinos que construyen sus propios museos privados,
generando así una gran demanda histórica por obras de períodos tempranos
de los artistas: y por último, la inestabilidad del mercado financiero:
las personas valoran el potencial que tiene el arte de ser una
inversión alternativa.” “¿Acaso la autoridad del arte reside en una
chequera?”, pensó Hughes alguna vez. “Hacer dinero es arte”, declaraba
por su parte Andy Warhol en los 60. Recién comenzaba la época de euforia
del mercado del arte, de la creación del artista como celebridad, de la
consolidación del uso del marketing y del “buen parecer” –el artista
“lindo”, “cool”– como una estrategia más; de la religión del éxito, como
la llamó en algún momento Graw; del arte como un artículo de lujo.
Damien Hirst, Jeff Koons y Maurizio Cattelan, sus obras, son claros
ejemplos: ante ellos, los coleccionistas caen de rodillas.
Nada
de lo que se menciona en esta nota tendría por qué sorprender. Es sólo
una parte más de un escenario que esconde, muchas veces, sus cortinas de
humo: las de las rutas del dinero y la especulación.
Graw básico
Alemania, 1962
Historiadora del arte
Es profesora de estética e historia del arte en la prestigiosa
Städelschule, de Frankfurt, donde es cofundadora del Instituto de
Crítica de Arte. Dirige la célebre revista de crítica de arte Texte zur
Kunst, que fundó en 1990 con Stefan Germer. Publicó numerosos libros y
artículos. Entre ellos, “Parpadeo de plata, textos sobre arte y
política” (1999); “La mejor mitad. Lecciones de arte de los siglos XX y
XXI” (2003), y “Textos sobre arte. Ensayos, reseñas y conferencias”
(2010). Vive en Berlín.
En condiciones ideales, la calidad plástica de una obra, la
trayectoria de su autor, antecedentes históricos y reconocimiento,
bastarían para determinar con cierta aproximación el valor de una
pintura mediante el empleo de la analogía con obras de características
semejantes. Este es un método válido siempre y cuando se tenga en cuenta
el carácter único de cada obra, que introduce un componente altamente
subjetivo. Pero es una metodología ideal, casi de laboratorio, una
evaluación en un ambiente aséptico sin la contaminación de otros
factores que inciden en los resultados.
La necesidad de determinar
un precio se debe a que la obra deja de ser exclusivamente un bien
artístico para transformarse en lo que la mayoría de los operadores del
mercado de arte denomina “mercadería”. De aquí en más, entran a jugar
elementos que influyen y distorsionan los valores reales de la obra. La
moda, la figuración social y empresaria, el esnobismo son algunos de los
factores que contribuyen a la deformación de precios. Quienes tienen
control sobre muchos de estos factores son las galerías, subastadoras,
coleccionistas y dealers, sin olvidar a los medios propensos a acompañar
a la farándula que rodea a este mercado.
Las galerías –muchas
veces en coordinación con coleccionistas– realizan operaciones de
marketing que potencian a niveles estratosféricos los precios de sus
artistas, lo que les permite captar compradores ingenuos, atraídos por
el glamour (igual que en la bolsa de valores). Un ejemplo es el pope de
los galeristas, Larry Gagosian, propulsor de los fenómenos Damien Hirst,
Jeff Koons y Takashi Murakami, que abandonaron la galería tras el
desplome catastrófico de sus cotizaciones.
Las subastadoras, con
poderosísimas herramientas de promoción, son las grandes generadoras de
la política de “récords”, ya que fijan los precios en los catálogos,
primer paso para la determinación del valor. El segundo paso es la
validación que otorga su venta en la cotización de la base o superior.
Aquí se detectan maniobras especulativas con numerosas manipulaciones en
la operatoria. La más nueva es un sistema de seguro que, fuera de la
sala de remate, establece un valor mínimo respaldado por un operador
financiero, que determina que la obra sea vendida a un precio inferior
del que se martilla en el caso de no surgir un comprador.
Todas
estas maniobras, en cierto contexto del mercado financiero
internacional, dan lugar a burbujas como la de 1999. Después de la
fiesta de precios sin límites, vino la resaca: los compradores de ese
momento debieron esperar diez años para que se recompusieran muchas de
las cotizaciones.
Los coleccionistas no están a salvo de estas
acciones. Cada tanto aparecen en el mercado personajes que luego de
encumbrarse en esa condición, con compras supermillonarias, resultan ser
aventureros de las finanzas. Llama la atención que el récord de Picasso
de 155 millones de dólares, logrado hace días, fuera protagonizado por
un famoso personaje de Wall Street que acaba de pagar más de 600
millones para evitar un juicio por fraude por utilización de información
financiera reservada.
Como conclusión, cabe preguntarse qué
validez tiene la conocida afirmación “el valor de una obra es el precio
que paga un comprador”, casi una perogrullada, frente a estos factores
que afectan en forma invisible cada decisión de compra en el mercado de
arte.
La misma obra, con otro valor
Por
Angel Navarro
- Consultor, historiador del arte, docente de la UBA
“La historia del arte está hecha de atribuciones”. Esta
afirmación, repetida muchas veces a mis alumnos, intenta resumir la
complicada trama de relaciones que plantean las obras de arte,
especialmente aquellas del pasado. Ignorada o perdida su autoría, la
obra ingresa en un mundo de suposiciones que incitan a los historiadores
del arte y son disparadoras de un mensaje que se debe descifrar.
Resultarán en una serie de opiniones que intentan establecer su
paternidad. Surge una nueva atribución, esto es un cambio en su autoría
algo que también podría suceder con obras que tiene ya autoría
establecida.
Cuando el nuevo nombre corresponde a un gran artista,
implica una promoción de la obra. La nueva paternidad surge muchas
veces de sospechas que rodeaban a la obra o de su asociación con un
nombre conocido. Si la obra era desconocida, se trata de algo
extraordinario y valioso; a veces cumple con la soñada situación de
hallar un Van Gogh en un tacho de basura, un Caravaggio en el desván de
la casa de la abuela o de una compra en un mercado de pulgas. Estos
hechos han sucedido y siguen alentando los anhelos de muchos buscadores
de tesoros. Pero también puede suceder el caso contrario: la obra es
descalificada y su situación cambia dejando un nombre célebre para ser
ahora anónima u obra de taller, o de un discípulo o seguidor o también
producto de un falsificador. El resultado puede surgir de una
investigación sistemática sobre la obra de un artista, como sucedió con
el Rembrandt Team, que descalificó obras consideradas del maestro,
reduciendo más de mil obras del artista a unas 300. Localmente
recordamos un cambio de atribución dramático como sucedió con una obra
que partió anónima de Buenos Aires y que hoy –tras alcanzar cifra
millonaria en un remate– cuelga como Ludovico Carracci en el
Metropolitan Museum de Nueva York ¿Cuál es la razón de estos cambios? Ni
magia ni brujería, sólo se trata de aplicar los conocimientos de la
historia del arte. Los historiadores de arte parten del estudio
estilístico y comparativo de la obra, de su procedencia y de la
producción del autor propuesto, a los que a veces se agregan exámenes
físicos (rayos X, luz ultravioleta, análisis de pigmentos) cuando son
necesarios. En todos los casos, la nueva situación está regida por el
veredicto del especialista, una atribución que no es otra cosa que una
opinión que justifica la nueva situación de la obra que no cambió pero
que se inserta de modo diverso en la historia del arte.
Alianza global de dos sectores
Por
Maricarmen Ramírez
- Curadora del Fine Arts Museum de Houston
Jamás en la historia existieron reglas o parámetros objetivos
para determinar el valor de una obra de arte; hoy, menos que nunca. Más
allá del computable “costo de producción”, el arte no posee valor
económico intrínseco. Estrictamente en teoría, el “valor real” del arte
responde a criterios arbitrarios, cuando no subjetivos, relacionados con
la esfera de lo simbólico (satisfacción del gusto, prestigio, elevación
social) y son intangibles. El valor simbólico adjudicado a una obra
representa un sustrato de valores artísticos y culturales, cuya
axiología prevalece más allá de su época. No debe extrañar que dicho
valor oscile de acuerdo a su momento histórico y a un mercado que
generan las leyes de la oferta y la demanda.En los últimos quince
años, el proceso de valoración de las obras de arte ha sufrido
transformaciones radicales a resultas de la desmedida especulación
surgida de la alianza (sin precedentes) entre el sector financiero y el
mercado del arte a nivel global. El fénomeno, que se perfilaba ya en los
60, adquirió momentum inusitado en el último lustro, impulsado por los
procesos de integración económica y financiera asociados con la
globalización. Un ejemplo de estos cambios es el ascenso inédito del
arte contemporáneo, convertido hoy en objeto codiciado no sólo de
coleccionistas y museos sino también de grupos de inversionistas y de
fondos seguros. Por estos nuevos condicionantes, las obras de arte pasan
a ser objetos de lujo asociados con altas ganancias y estatus social.
Los límites entre coleccionismo y estrategias de lucro cada vez se
borran más para el inversionismo. Tanto los estudios de Noah Horowitz
sobre arte contemporáneo y mercados financieros globales como el cuadro
sociológico sobre el ámbito del arte contemporáneo que traza Sarah
Thornton son sumamente reveladores. Ambos desmitifican el desinterés que
generalmente asociamos con el arte al señalar “la ostensiva
instrumentalización” a la que ha estado sujeto; manipulación no sólo de
inversionistas, coleccionistas y demás agentes, sino, incluso, de
artistas que participan (o son cómplices activos) del fenómeno
creciente.
“Ahora legitima el mercado, no los museos”
Por
Manuel Borja-Villel
- Director del Museo Nacional Reina Sofía, de Madrid
¿Cuáles son las razones de una institución como el Reina Sofía al decidir la compra de una obra para su colección?
Las obras se compran según criterios de idoneidad artística o histórica, es decir, debido a que tengan una importancia artística o que sean relevantes en relación a las historias que el museo quiere narrar. La colección del Reina Sofía no es, en este sentido, una colección “nacional”, pero tampoco estamos interesados en esa especie de homogeneización internacionalista que impone el mercado por el que cada vez más las colecciones son clónicas unas de otras. También nos interesa el cruce de disciplinas.
¿Importa que los autores de las obras que compran sean reconocidos?
No nos interesa la historia canónica, oficial; por eso, una gran parte de los artistas que adquiere el museo no son necesariamente reconocidos, ni suficientemente valorados por el mercado. El museo no compra como “inversión”, sino para generar conocimiento. Dicho esto, el museo, como lugar público, ha dejado de tener poder como “legitimador” de una obra. Esta legitimación se produce ahora por la acción del mercado y son las grandes colecciones y galerías las que generan el valor del mercado.
¿Piensa que los precios elevadísimos de los artistas contemporáneos más populares, como Damien Hirst, están inflados?
Me temo que la historia va a ser muy cruel con alguno de los nombres que hoy forman parte de los top ten del mercado. El paso del tiempo no perdona. Por ejemplo, la transvanguardia italiana fue, en su momento, producto de una campaña promocional muy intensa. Los Chia, Cucchi y demás artistas italianos parecían haber revolucionado el panorama artístico internacional. Pero, ¿quién los recuerda ahora? Desde los años sesenta, con la transformación de la sociedad y su paso de una economía basada en la producción a otra centrada alrededor del consumo, el arte empezó a tener una cierta centralidad y éste ha sido transformado en una mercancía indefinidamente intercambiable.
En el arte contemporáneo, muchas veces la misma imagen del artista es tan importante como una obra. Pienso en Maurizio Cattelan, en Jeff Koons, en Damien Hirst. ¿Cree que hay acentuada, durante las últimas décadas, una construcción conjunta de la personalidad y también de la obra, por parte del artista, los galeristas y los curadores?
Eso no es nuevo, arranca con el culto romántico a la personalidad y al artista. La imagen heroica de los pintores americanos de mediados de siglo tiene bastante que ver con ello. Este culto tiene que ver con una visión mítica de la historia. En nuestra época estos mitos se han transformado, como todo, en mercancías. En este contexto lo importante no es tanto conocer, como reconocer la marca, esto es, el artista-marca. Todos somos un poco culpables de un sistema que convierte a los historiadores y comisarios en emprendedores, a los artistas en marcas y al lector-espectador en un consumidor.
Las obras se compran según criterios de idoneidad artística o histórica, es decir, debido a que tengan una importancia artística o que sean relevantes en relación a las historias que el museo quiere narrar. La colección del Reina Sofía no es, en este sentido, una colección “nacional”, pero tampoco estamos interesados en esa especie de homogeneización internacionalista que impone el mercado por el que cada vez más las colecciones son clónicas unas de otras. También nos interesa el cruce de disciplinas.
¿Importa que los autores de las obras que compran sean reconocidos?
No nos interesa la historia canónica, oficial; por eso, una gran parte de los artistas que adquiere el museo no son necesariamente reconocidos, ni suficientemente valorados por el mercado. El museo no compra como “inversión”, sino para generar conocimiento. Dicho esto, el museo, como lugar público, ha dejado de tener poder como “legitimador” de una obra. Esta legitimación se produce ahora por la acción del mercado y son las grandes colecciones y galerías las que generan el valor del mercado.
¿Piensa que los precios elevadísimos de los artistas contemporáneos más populares, como Damien Hirst, están inflados?
Me temo que la historia va a ser muy cruel con alguno de los nombres que hoy forman parte de los top ten del mercado. El paso del tiempo no perdona. Por ejemplo, la transvanguardia italiana fue, en su momento, producto de una campaña promocional muy intensa. Los Chia, Cucchi y demás artistas italianos parecían haber revolucionado el panorama artístico internacional. Pero, ¿quién los recuerda ahora? Desde los años sesenta, con la transformación de la sociedad y su paso de una economía basada en la producción a otra centrada alrededor del consumo, el arte empezó a tener una cierta centralidad y éste ha sido transformado en una mercancía indefinidamente intercambiable.
En el arte contemporáneo, muchas veces la misma imagen del artista es tan importante como una obra. Pienso en Maurizio Cattelan, en Jeff Koons, en Damien Hirst. ¿Cree que hay acentuada, durante las últimas décadas, una construcción conjunta de la personalidad y también de la obra, por parte del artista, los galeristas y los curadores?
Eso no es nuevo, arranca con el culto romántico a la personalidad y al artista. La imagen heroica de los pintores americanos de mediados de siglo tiene bastante que ver con ello. Este culto tiene que ver con una visión mítica de la historia. En nuestra época estos mitos se han transformado, como todo, en mercancías. En este contexto lo importante no es tanto conocer, como reconocer la marca, esto es, el artista-marca. Todos somos un poco culpables de un sistema que convierte a los historiadores y comisarios en emprendedores, a los artistas en marcas y al lector-espectador en un consumidor.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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