EL PRINCIPITO CUMPLE 70
Y SIGUE SIENDO UNO DE LOS MÁS LEÍDOS DEL MUNDO.

El relato, escritor por Antoine de Saint-Exupéry, fue y es una iniciación en la lectura para millones de personas.

Un chico de otro planeta. El Principito en su mundo: los dibujos también son de mano del escritor francés.

Por Patricia Suárez 

Después de La Biblia, El Corán y tal vez de El Capital de Marx, El Principito es el libro más leído en el mundo, traducido a 180 lenguas y dialectos. Fue el último texto publicado en vida por su autor, un aviador francés, de 43 años, de nombre Antoine de Saint-Exupéry, al que llamaban Saint-Ex. Ya había escrito otras cosas como Tierra de hombres –que suele considerarse su mejor novela y a la que el escritor argentino Fabián Casas considera de imprescindible lectura– o Vuelo Nocturno. Entre 1929 y 1930 estuvo por Argentina, para hacerse cargo de la Compañía Aeropostale Argentina, ya que habían creado la línea de Patagonia que unía Buenos Aires y Punta Arenas, línea que acabó con el aislamiento de los pueblos del sur. En su estadía en nuestro país pasó largas veladas con Victoria Ocampo, quien después le editaría la novela Correo del Sur en SUR.
No obstante, por ninguno de todos sus libros fue reconocido como por aquel que narra las aventuras de un pequeño príncipe de cabello enrulado y largo abrigo (las ilustraciones son del mismo Saint-Ex), dueño de tres volcanes y una rosa en su planeta y problematizado por el crecimiento enredado de los baobabs. En el desierto solitario, el Principito se encuentra con el narrador, un aviador con su máquina descompuesta. Le habla de un Zorro, metáfora del amigo ideal, que todos los lectores guardaremos para siempre. Un día, el Principito decide regresar a su planeta y para eso se hace morder por una serpiente. Vuelve a su planeta en espíritu, porque su cuerpo queda en brazos del aviador. Sin duda, un libro metafórico sobre la importancia de la libertad y el amor al prójimo, teñido de una melancolía tal que le arranca lágrimas al más pintado. Michéle Petit, una de las teóricas de la lectura más importantes hoy día, comenta en su libro Una infancia en el país de los libros que al leer El Principito a los ocho años concluyó entristecida que el arte y la literatura “no servían más que para revelarnos lo infortunado de nuestra condición”.

El autor piloto. Saint-Exupery desapareció en su avión en 1944./AFP

No todos los lectores –sobre todo los niños– reciben a El Principito con palmas de alegría, pero ninguno permanecerá indiferente a su lectura. El texto dejará una huella imperecedera. Todos conocemos el cuento de Caperucita Roja, haya llegado a nosotros a través de la fuente que nos haya llegado (oral, película, adaptaciones del original) y quizás nunca nos interese conocer la versión original de la nena con la capota roja devorada por el lobo feroz. Esta indiferencia es imposible con El Principito: él es la versión original. Más allá de los productos fílmicos y teatrales que hubo sobre el personaje, el pequeño príncipe tuvo émulos en el estilo de escritura, haciendo pie en la metáfora, como Juan Salvador Gaviota, o en argumentos sobre niños de las estrellas con una sabiduría especial como Ami, de Enrique Barrios o, más recientemente, Oups de Kurt Hörtenhuber. De más está decir que en calidad y profundidad no le llegan al Principito a los talones: la frescura de Saint-Ex provenía posiblemente de sus reflexiones durante los largos vuelos. Los otros, son la idiotez del mercado.
El 31 de julio de 1944, durante una misión de reconocimiento en el sur de Francia, Saint-Exupéry iba a bordo del avión Lightning P-38. Había partido pocas horas antes de la isla de Córcega, cuando los radares dejaron de ver el avión que pilotaba y nunca más se supo de él. La desaparición cubrió al escritor y piloto de un halo de misterio: de alguna manera se fue de este mundo como se fue su pequeño príncipe. No obstante, en 1998, un pescador halló en las aguas de Marsella una pulsera que pudo haber sido de Saint-Ex. Diez años después, un ex piloto alemán llamado Horst Rippert confesó al diario francés La Provence que había sido él quien derribara el avión de Saint-Exupéry. El ex militar de 88 años declaró: “Pueden dejar de buscar. Fui yo quien abatió a Saint-Exupéry”, y agregó: “Fue después cuando supe que se trataba del escritor. Yo esperaba que no fuera él, porque en nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y los adorábamos.” Ya sea que Rippert de verdad acabó con el escritor o que es la declaración de un anciano gagá, lo real es que a Saint-Ex ni siquiera sus enemigos dejaban de leerlo. Saint-Ex escribió: “No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo”: tal vez éste es el misterio que se opera en nosotros: uno se vuelve amigo del Principito. Y sucede después que a los libros, a veces, se los olvida, pero los amigos nunca jamás entrarán en el corredor del olvido. Larga vida al Principito.

Un longseller en el corazón

“Es un libro que se vende siempre, pasa por todas las generaciones porque puede reinterpretarse cada vez que lo leés; está en el corazón de los lectores”. Lo dice Antonio Segura, librero desde hace 30 años y encargado de la sucursal de Cúspide en Belgrano. Habla de El Principito, el clásico de Antoine de Saint-Exupéry publicado en 1943: en esa sucursal, estima Segura, se venden unos 3 ejemplares por día de la edición de bolsillo, de 45 pesos. A pesar de no ser una novedad editorial, la obra está constantemente exhibida entre los destacados de las cajas.
“Como hay diferentes formatos, es un libro que llega a más gente”, explica Segura, que sostiene que lo compran adolescentes y padres para sus hijos, y que es un libro que se regala mucho. Para el librero, El Principito es como El libro de la arena, de Jorge Luis Borges: “Es un texto que volvés unas páginas atrás y lo leés de otra manera, siempre le encontrás algo nuevo”.
En El Ateneo, los ejemplares de El Principito ocupan una puntera en el sector infantil: están también en una ubicación preferencial.
Según Carla Francolini, que trabaja en una sucursal del mismo barrio, lo compran en general jóvenes de entre 25 y 35 años: “Muchos lo hacen para regalar, y es un libro que se usa como comodín cuando no saben qué comprarle a alguien”, explica.
Allí se venden unos 8 ejemplares por semana, y de la edición de lujo, que cuesta 449 pesos, dos al mes. “Es un libro de venta constante”, sostiene.
Con los libreros coincide Alberto Díaz, editor de Emecé, sello que publica el libro en la Argentina. “Es un longseller de venta pareja”, explica, y agrega que, entre las cuatro ediciones –tradicional, de bolsillo, escolar y de lujo– se venden en la Argentina entre 133 mil y 143 mil ejemplares al año. De ese total, entre el 60 y el 65 por ciento se distribuye en la ciudad de Buenos Aires y su área metropolitana, y el resto, a lo largo y lo ancho del país.

Aprendizajes placenteros y crueles


Por Federico Jeanmaire*


Sospecho que nuestra memoria almacena los libros que hemos leído junto a otro montón de cosas. Que en nuestra cabeza no existe algo así como una biblioteca más o menos ordenada, quiero decir.
Quedan por ahí, los libros. Dando vueltas. Mezclados para siempre con una montaña de recuerdos que tienen que ver con ellos.
El Principito llegó a mi vida a los diecinueve años. Tarde, quizá. Aunque, en verdad, no sé a qué edad uno debería leerlo o dejar de leerlo. No lo sé, realmente, no lo sé. Me lo regaló Mary, una novia algo mayor que yo, que sabía que me gustaban los libros y que, incluso, pretendía convertirme en escritor. Entonces.
El Principito es en gran parte Mary, para mí. Una época repleta de aprendizajes. Algunos placenteros y otros muy crueles, eran los comienzos de la dictadura.
Todavía lo guardo. Con su amorosa dedicatoria. Sin embargo, acabo de buscarlo durante un buen rato y no he podido encontrarlo. Puede pasar. Como en El Principito, el mundo del afuera suele ser bastante más caótico que nuestro mundo íntimo.

*Escritor

De la fábula a la autoayuda

Por Gabriela Adamo*


Cómo no rescatar –y admirar– un libro que logró la proeza de ser leído por los públicos más dispares del mundo entero, a lo largo de ya más de medio siglo.
Creo que un texto que logra despertar la sonrisa cómplice del “yo lo leí” entre tantas personas –que enseguida recuerdan la rosa, el baobab y el zorro domesticado– merece todos los elogios.
Este tipo de lecturas son puertas entreabiertas que, según quién les dé el empujón, pueden llevar a todo tipo de mundos paralelos: las fábulas, la ciencia ficción, el Bildungsroman, y sí, también a la autoayuda.
Pero libros son libros y cada uno es un ladrillo en la construcción de la biblioteca personal. Nada mal si El Principito está entre los que conforman la base y, por qué no, la argamasa que releemos de vez en cuando.

*Directora de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires

Fuente: clarin.com

SERES HECHOS DE PAPEL QUE DE PRONTO ADQUIEREN CUERPO

Sobre escritores más o menos conocidos, vivos o muertos, que se aparecen en cualquier esquina. Además, escenas artísticas sobre el dormir y clásicos del cine en Youtube.
La ciudad está continuamente haciéndose visible e invisible. Para ser más preciso: la ciudad está llena de personas y fenómenos que uno puede ver o no, según su predisposición. Una vez, por ejemplo, hace mucho tiempo, estaba haciendo una investigación sobre enanos y me pasaba que veía enanos todos los días y en cualquier lugar. Pero desde que terminé ese trabajo no los veo más. Ahora, por un hábito que ya es crónico, siempre estoy pensando en escritores     –porque leo sus libros, pero también porque los imagino, supongo, como si fueran ellos mismos personajes de una gran novela–, entonces siempre veo escritores por las calles. El otro día, almorzando en un comedor en la esquina de Ecuador y Arenales, Sergio Chejfec se sentó en la mesa delante de la mía, y luego entró –altísimo y vestido de negro, como siempre, pero sin bigotes– Martín Caparrós. No lo conozco, pero lo vi y le dije, “¡Hola, Caparrós!” Me miró confundido y yo le expliqué, “No me conocés. Te leo nomás.” Me sonrió amablemente y se sentó con Chejfec. La semana pasada me compré Historia del dinero en la librería La Barca y fui a almorzar a un café de la calle Cabello. Me senté en un ventanal sobre la vereda, mirando hacia el sur, y me puse a leer, muy contento. Al rato miré para arriba y vi venir caminando a Alan Pauls. Como un boludo, le di la señal de pulgar para arriba y alcé su libro casi como si alzara una paleta en una subasta. Me sonrió pero no detuvo el paso; más bien, lo aceleró. Una noche, en un café que sé que le es habitual, sobre la calle Santa Fe, vi a Juan José Sebreli e impulsivamente saqué mi teléfono para hacerle una foto. El ensayista me pescó en el acto y me miró perplejo. Intenté disimular, sonriendo y saludando exageradamente, como si estuviera sobre un crucero que zarpara a Europa en el año 1930. El otro día sobre Charcas vi a Eduardo Galeano, caminando con paso firme. Frené sin decir nada e inmediatamente me dio una enorme tristeza no haberle dicho nada. ¿Pero qué le iba a decir?
Una vez vi a Samuel Beckett. Era el invierno de 1997, un domingo por la tarde. Bajaba en bicicleta a toda velocidad por Corrientes. Recién había pasado el Abasto que aún no era shopping. Vi a Beckett parado en una esquina. No paré, fue un instante. Ya sé que murió en diciembre de 1989. Ya sé que no era Beckett. Pero era él. Se los juro.


Los grandes del cine en la pantalla del ordenador


Por Andrés Hax

YouTube estará tramando algo, porque su sitio está lleno de excelentes películas completas, muchas con subtítulos. Dentro de poco, me imagino, anunciarán un servicio pago. Pero mientras tanto, hay que aprovechar. Un lugar excelente para enterarse de nuevos posts de cinearte (para usar esa palabra detestable) es el blog biblioklept.org debajo del tag “Film”. Orson Welles, Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Werner Herzog, Pier Paolo Pasolini, Andrei Tartovsky, son algunos de los directores que encontrarán. De paso, el blog, aunque en inglés, tiene sus encantos, en particular sus frecuentes posts de cuadros de gente leyendo.


Fuente: Revista Ñ Clarín

EL BELLO ARTE DE EXPLORAR EL DORMIR


La actriz Tilda Swinton en la performance llamado "The Maybe" en el MoMA. (EFE)
La actriz Tilda Swinton en la performance llamado "The Maybe" en el MoMA. (EFE)

Llevo en mi mente un inventario de cuadros de personas solitarias durmiendo sobre camas espartanas. Hay un cuadro en el Museo de Bellas Artes de Boston que se llama, “Young man asleep” (1931) de un pintor llamado Eugene Berman. Hay otro, en el museo de Oberlin College, en Ohio, que se llama “General Thaddeus Kosciusko” (1797), de Benjamin West. Otro de mis favoritos es de Lucian Freud que se llama “Leigh on a green sofa” (1993). También acumulo frases y escenas sobre el dormir en la literatura. En el libro de sabiduría y códigos del samurai, el Hagakure, (del siglo XVIII), el autor dice: “La vida humana es, realmente, una cosa muy breve. Es mejor vivir haciendo las cosas que te gustan. Es tonto vivir dentro de este sueño de un mundo mirando lo desagradable y sólo haciendo cosas que no te gustan. Pero es importante no decirle esto a la gente joven ya que es algo potencialmente dañino si no es comprendido correctamente. Personalmente, a mí me gusta dormir. Y tengo la intención de recluirme cada vez más en mis dormitorios y pasarme la vida durmiendo”. Y está también, el largo comienzo de En búsqueda del tiempo perdido (Proust) y la novela Un hombre que duerme, de Perec. Bueno, tengo un nuevo ítem para mi archivo. El domingo, 24 de marzo en el MoMa de Nueva York, la actriz escocesa, Tilda Swinton, encarnó una obra de arte performance que creó con su amiga Cornelia Parker, titulada The maybe. La descripción de materiales de la instalación dice: “The maybe 1995/2013. Artista viviente, vidrio, acero, colchón, almohada, lino, agua y anteojos”. La obra (foto) consiste en Swinton durmiendo en una caja –transparente y elevada– por unas seis horas. En este mundo agotado creo que el dormir es uno de los territorios aún inexplorados. La obra de Swinton, burlada y criticada, es una celebración de este universo fantasmagórico que nos envuelve a todos.


Fuente: Revista Ñ Clarín

EL PREMIO BRAQUE, UN CICLO DE TANGO Y FOLCLORE
Y ÓPERAS PRIMAS DEL CINE INDEPENDIENTE


PREMIO BRAQUE 2013.


Por María Luján Picabea

“A diferencia de muchos otros artistas que trabajan con objetos, yo no planteo una resignificación de los objetos corrientes sino una ‘designificación’. Lo que me interesa es vaciarlos de significado, llevarlos al grado cero”, dice el artista Leonardo Damonte, reciente ganador del Premio Braque 2013, y habla de la totalidad de su producción pero específicamente de la instalación sin título con la que ganó el certamen.
El Premio Braque tiene una larga historia en la promoción y proyección internacional de artistas locales y luego de un período interrumpido este año se relanzó, por iniciativa de la Embajada de Francia y la Universidad de Tres de Febrero e inauguró una muestra para la cual un jurado integrado por Fernando Farina, Albertine de Galbert, Valeria González, Tulio de Sagastizábal y Eduardo Stupía invitó a 25 artistas contemporáneos, de entre los cuales el comité de premiación –Juan Carlos Romero, Aldo Herlaut y Aníbal Jozami– destacó a Damonte.
“De ninguna manera me esperaba el premio porque había una cantidad de obra que me parecía tan merecedora como la mía”, comenta el artista y señala que la muestra “es un recorte interesante de lo que está pasando en el ámbito del arte contemporáneo local”. Con obras de Marcelo Abud, Hugo Aveta, Gabriel Baggio, Diego Bianchi, Viviana Blanco, Joaquín Boz, Eugenia Calvo, Julián D’Angiolillo, Leticia Obeid El Halli, Verónica Gómez, Mauro Guzmán, Mauro Koliva, Paula Landoni, Catalina León, Valentina Liernur, David Maggioni, Adriana Minoliti, Santiago Porter, Marisa Rubio, Andrés Sobrino, Leandro Tartaglia, Mariana Tellería y Leonello Zambón, la muestra estará en exhibición hasta el domingo 28 abril en el Muntref (Valentín Alsina 3838, Caseros).
La instalación de Damonte se levanta en el espacio como un ser vivo, una especie de organismo autoensamblado con una lógica interna coercitiva que le impide descomponerse en cada una de sus piezas. Un organismo luminoso, amarillo y vibrante. “Es una instalación realizada a partir del montaje de una serie de materiales de uso corriente, pero que tienen la particularidad de no haber sido utilizados nunca para tales fines. Esto es esencial para el concepto de mi trabajo, porque es lo que me permite que la obra pierda referencialidad”, explica el artista y confiesa que llegó a la inauguración y premiación exhausto. Había pasado días de montaje y cuando por fin todo parecía listo y se disponía a fotografiar la obra esta se vino abajo obligándolo a reensamblar y reponer varias piezas. La instalación que se inscribe en una línea de exploración que Damonte abona desde 2005 es la pieza final de una trilogía, que inauguró con una pieza que mostró en 2011 en el Palais de Glace, con la que obtuvo el tercer premio del Salón Nacional de Artes Visuales, y continuó con otra obra exhibida en Galería Fiebre, en el Patio del Liceo en 2012. Ahora, el premio le pone por delante a Damonte un semestre en París, en la Ciudad de las Artes, donde dispondrá de un espacio para vivir, trabajar y exhibir en diversos estudios abiertos. “Es una oportunidad de la que no pienso desaprovechar ni un segundo”, cuenta el artista sin ocultar su excitación.

Músicas de estas tierras entreveradas (Ciclo de tango y folclore)


Prendido a su guitarra Juan Quintero canta su “Maricón”: “Me han dicho por ahí que te han visto triste y mal de golpe y porrazo. Quejándote a cada paso. Arisco y malhumorado” y es una fiesta entrar en el tobogán de su voz. Quintero es, junto a Andrés Beeuwsaert y Mariano Cantero, Aca seca trío (foto) y “Maricón” es el track tres de su celebradísimo disco Avenido (2006). Los Aca seca serán los encargados de tender lazos con el tango de Lautaro y Emiliano Greco y juntos escarbar las entrañas de nuestra tierra musical en la apertura de ciclo Músicas entreveradas, de conciertos dobles. Hoy, sábado 6 a las 21.30, en Almagro Tango Club (Medrano 688). El ciclo, que tendrá lugar todos los sábados de abril y mayo reunirá a Pablo Agri Cuarteto junto a Lo pez (20/4); Damián Bolotín Cuarteto y Duratierra (27/4); Cuasimodo trío y Juan Falú (11/5); Juan Pablo Navarro Orquesta y Liliana Herrero (25/5), entre muchos otros.

Cine: la magia de las primeras obras

Muchos grandes creadores, artistas, músicos, escritores, cineastas han querido echar tierra una y mil veces sobre sus primeras creaciones; las han cuestionado y negado. Pero en buena parte de esas primeras obras están aunque en estado latente, quizá, todas las inquietudes, terrores y pasiones que agitan sus espíritus. Es por ello que la octava temporada del ciclo de cine independiente y de autor impulsado por La nave de los sueños y la Biblioteca Nacional lleva por nombre Soy tu aventura y está dedicado a las óperas primas y nuevas experiencias del cine argentino.
La primera proyección será la premiada Topos (2012), de Emiliano Romero, el martes 9 de abril a la 19 en la Biblioteca (Agüero 2502). El martes 16 se exhibirá Un rey para la Paragonia (2012), de Lucas Turturro y además habrá una charla sobre la realización de una ópera prima de la que participarán los directores de todos los filmes que componen el ciclo. 

Fuente: Revista Ñ Clarín

¿QUIÉN LE PONE EL PRECIO AL ARTE?

Cada vez que una obra se vende en el mercado internacional por una cifra astronómica surge esta pregunta, planteada en un nuevo libro de la crítica alemana Isabelle Graw. Investigadores, curadores, galeristas y expertos explican aquí cómo influye la crisis financiera global y cómo se manipulan y distorsionan los valores del arte.

Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y menos reglamentado del mundo”, comenta el hombre viejo, de gesto escéptico y mirada lapidaria. Lo dice mientras va sentado en un taxi rumbo al Armory Show, la glamorosa feria de arte contemporáneo que se realiza cada año en Nueva York. El hombre sabe perfectamente de lo que habla: es Robert Hughes, ácido crítico de arte de la revista Time, fallecido el año pasado. Antes de morir, Hughes se encargó de dejar un par de testimonios claros, sobre todo algunos relacionados con el mercado del arte. Declaró, por ejemplo, que “mucho del arte se ha convertido en una apuesta para ricos e ignorantes”, que “tener una fantasía y pagar 135 millones de dólares por ella no la hace necesariamente cierta”, y un par de cosas más que no deben haber caído nada bien entre los coleccionistas, las casas de subastas y los galeristas. Usted mismo puede deleitarse con más declaraciones de Hughes sobre el tema, en su documental La maldición de la Mona Lisa (2009), fácilmente accesible, subtitulado en español, en YouTube. Allí podrá observar también otros detalles: cómo, por ejemplo, en las filmaciones que lo retratan como un joven crítico de arte entrevistando a los grandes artistas de los 70, o queriendo salvar, a puro idealismo, las obras de arte de la ciudad de Florencia de la inundación de 1966, la cara del periodista estaba relajada y sonriente. Con el paso de las décadas su rostro se convierte en roca. La mueca de Hugues, a medida que se metió en el mundo del arte contemporáneo, devino un rictus descendente. La de la Mona Lisa, en cambio, sigue intacta.
“Lo que alguna vez se llamó el negocio del arte se ha transformado en una industria enfocada en la producción de visualidad y significado”, explica la investigadora alemana Isabelle Graw, especialista en mercado de arte, en su libro ¿Cuánto vale el arte?, que acaba de publicar en español la editorial Mardulce. “Ese significado que se les asigna a las obras de arte es mucho mayor que su equivalente monetario. Eso explica que a veces se pidan sumas astronómicas por ellas”, dice la autora del libro, que lleva el subtítulo nada conciliador de Mercado, especulación y cultura de la celebridad.
Lo que Graw menciona coincide con lo que me explicó hace meses el especialista Axel Stein, de Sotheby´s de Nueva York, en ocasión de la venta en 120 millones de dólares de “El grito”, del artista noruego Edvard Munch (la pintura más cara jamás vendida en una subasta). Cuando le pregunté cómo podía ser que esa obra –un pequeño cuadro realizado en pasteles– costara 120 millones de dólares, Stein me dijo: “Para responder eso no hay una sola razón sino un conjunto de razones. Una puede ser su importancia histórica: la obra de Munch es una pintura icónica del pasaje del siglo XIX al XX, una pintura que se diferencia mucho de la producción normal del artista. No se sabe si el personaje es mujer u hombre, no cae en la caricatura pero se acerca, y resume en un solo cuadro la angustia de ciertos tiempos. Frente a ella, nadie puede quedar impávido”. Escuché lo que Stein me dijo; noté que estaba intentando otorgarle más significado a la obra, un significado que pudiera justificar su precio. Graw, una vez más, tenía razón.
Claro que la pintura de Munch es de principios del s. XX, es decir, moderna, y entonces ya ha pasado un cierto tiempo durante el que demostró un determinado protagonismo dentro de la historia del arte. Se podría, entonces, esgrimir con un poco más de fuerza algunos justificativos para el increíble monto que alcanzó en la subasta. Porque, claro: se trata de arte y ése es el único mercado en el que las mercancías tienen un estatus especial: la “mercancía arte” es la única que posee tanto un valor simbólico como un valor de mercado. Pero hay otra situación que está bien presente en todos lados: la del arte contemporáneo.
Con él no pasa lo mismo que con el arte de los viejos maestros (Old Masters, si usamos la jerga de las subastas) ni con el arte previo a 1945 (categoría que llaman “Arte Impresionista y Moderno”), ya que en el caso del arte contemporáneo no hay un valor simbólico sólido que pueda ser traducido en dólares, simplemente porque la obra no ha tenido aún tiempo de adquirirlo.

Le Rêve, de Picasso. Lo adquirió hace días un magnate de Wall Street por 155 millones de dólares.
Le Rêve, de Picasso. Lo adquirió hace días un magnate de Wall Street por 155 millones de dólares.

¿Cómo hacer, entonces, para que una obra nueva, de un artista contemporáneo, adquiera un significado tal que justifique su elevadísimo precio? (en caso de que esos precios fuesen justificables gracias a su valor simbólico, algo bastante improbable: ¿qué valor simbólico justifica que se paguen 255 millones de dólares por una pintura al óleo de tamaño mediano –90 x 130 centímetros–, en la que se ven representados dos jugadores de cartas, aun cuando se trate de una obra histórica de Paul Cézanne, la más cara de la historia, según se dice?) Para crear un sentido que justifique el valor de mercado –o sea, una excusa con ribete histórico y científico–, es necesario poner en marcha toda una construcción, un sistema de diversos agentes –galeristas, marchands, asesores, casas de subastas, coleccionistas, críticos, investigadores, historiadores del arte, los medios y los mismos artistas– que hagan que una obra de arte determinada parezca valer un precio específico y que, además, eso tenga veracidad. La idea es que los coleccionistas o compradores verdaderamente lo crean y que, en el caso del arte contemporáneo, llamen a los consultores, galeristas y marchands con ese tipo de preguntas que tanto se escucha en el mundillo, a puertas cerradas: “¿Qué es lo último, qué es lo más nuevo, qué es lo que busca todo el mundo?” Es que en el arte, sí, los artistas también se ponen de moda.
Por teléfono desde los Estados Unidos, donde se encuentra dando un seminario, Graw comenta a Ñ : “Para mí es crucial hacer notar que los dos valores, el simbólico y el de mercado, son interdependientes: se constituyen entre sí. Doy un ejemplo: se necesita al valor simbólico para la fundación del valor de mercado. Aunque existieron momentos en el mundo del arte –como el del último art boom –, en que el valor de mercado tuvo la autoridad total. Pienso en artistas como Anselm Reyle, cuyo trabajo tiene muy poco valor simbólico ya que los historiadores del arte no lo han considerado relevante, pero que igual alcanzó precios altos en las subastas. Pero si un artista es considerado célebre –como Martin Kippenberger, recuerdo la recepción póstuma que se hizo de su obra–, su personalidad y su vida ‘excesiva’ son cruciales para la emergencia del valor simbólico y también de mercado. Esto pasa porque su obra está cargada del mito sobre su ‘vida excesiva’, lo que hace que el valor simbólico parezca auténtico o creíble. Entonces, los hechos relacionados con la vida de un artista son una precondición para que el valor de su obra ocurra.” Volviendo al tema anterior: en el caso del arte contemporáneo reciente, ¿cómo es posible que obras recién creadas, recién salidas del horno, adquieran tanto valor simbólico como para costar 100 millones de dólares? ¿O acaso se trata sólo de su valor de mercado? Bueno, parece que todo comenzó en los años 80, cuando la venta de una pintura –paradójica, ya que se trataba de un artista que había vendido una sola obra en vida, y por unos pocos pesos–, dejó al descubierto no sólo las cifras increíbles hasta donde podía llegar el arte, sino también las acciones especulativas que se escondían por detrás: me refiero a la pintura “Los lirios”, de Vincent Van Gogh. En el año 87, cuando Sotheby’s la subastó, fue un gran récord histórico: el magnate cervecero Alan Bond pagó por ella 53,9 millones de dólares. Fue, hasta ese momento, la suma más grande jamás pagada por una obra. Pero esa venta también indicó cómo puede inflarse un precio: cuando Sotheby’s la vendió, otorgó a Bond un crédito de 27 millones de dólares para que pudiera comprarla al precio altísimo al que fue vendida. Este tipo de créditos que las casas de subastas otorgaban (¿otorgan?) crean la gigantesca escalada –artificial– y ayudan a mantener precios irreales. La operación quedó al descubierto, Sotheby’s declaró que no iba a otorgar más créditos a sus clientes, y un punto más: Bond nunca pudo pagarle a la casa subastadora. Tuvo que volver a poner en venta “Los lirios”.
Respecto a los gigantescos precios que alcanza el arte contemporáneo, hay un ejemplo paradigmático: “Por el amor de Dios”, la calavera de platino recubierta de diamantes del artista inglés Damien Hirst, máximo exponente, junto a Tracey Emin –reciente visitante de nuestro país para asistir a la inauguración de su muestra en el Malba– de los YBA (Young British Artists), valuada en 100 millones de dólares durante 2007. Su costo de producción fue de unos 25 millones y medio de dólares.
Pero la mayoría de los especialistas consideraron la venta de esa obra como un gran fiasco, que trajo como cola todo un debate ético. El caso muestra cómo el mercado de arte puede ser manipulado. El periodista de arte británico Ben Lewis sostiene que, a diferencia del resto de los mercados –como el inmobiliario, por ejemplo– en el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en otros, como las prácticas monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista– concentra la mayor cantidad de obras importantes de un artista “fundamental” y eso puede llegar a influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro mercado esto no estaría permitido. Retomando el “caso Hirst”: durante 2006 el artista tenía más de seis estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es decir, Hirst producía obras en serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez con su “teoría de la industrialización” del arte, en la que propone que los artistas son gobernados por agentes corporativos y por la idea de celebridad).

Los jugadores de cartas, de Cézanne, que compró la familia real de Qatar por 250 millones de dólares en 2011.
Los jugadores de cartas, de Cézanne, que compró la familia real de Qatar por 250 millones de dólares en 2011.

En junio de 2007 sale a la venta la famosa obra-calavera de Hirst, yendo directamente del taller del artista a la venta en la galería, es decir, no tuvo exhibiciones previas ni recorridos por las manos de varios coleccionistas, que es, también, lo que ayuda a valorizar un trabajo. En agosto del mismo año, los galeristas de Hirst –una de las galerías más importantes del mundo, la inglesa White Cube– y el mismo artista, declararon a la prensa que habían vendido el cráneo por el precio solicitado a un consorcio de inversores. Tiempo después, el mismo propietario de la galería declaró que él y Hirst formaban parte de ese consorcio y poseían más del 50 por ciento de la obra; es decir, que el propio artista y su galerista habían comprado más de la mitad del trabajo que habían puesto en venta. Fue, lo que se dice, un gran paso anti-ético y una maniobra especulativa oculta.
Cosas semejantes ocurren en todo el mundo: a otra escala, en nuestras regiones, los artistas y galeristas también especulan, a veces, con sus propias obras: ocurre con los que son considerados históricos, por ejemplo, que duplican ellos mismos o sus galeristas algunos trabajos, o amplían las series, aun cuando la original fue realizada hace décadas.
“Creo que la calavera de Hirst es un grandioso ejemplo de fiasco de marketing”, comenta a Ñ la socióloga y periodista Anne Thornton –autora de otro libro revelador, Siete días en el mundo del arte–, desde Río de Janeiro, donde se encuentra realizando una investigación. “Lo que hicieron fue una manipulación desastrosa, porque comercializaron y armaron todo el marketing alrededor de esa obra basándose en el precio que ellos mismos le habían puesto, que no era el que la obra, en realidad, valía”.
Aquí no está de más mencionar lo que dice respecto al mercado Orly Benzacar, directora de la galería Ruth Benzacar, una de las más importantes de la Argentina: “Como galerista, vos podés decir que una obra vale 100 millones de dólares, pero si nadie te los paga, entonces eso no es lo que la obra vale. Se trata de mercado”.
Sigue diciendo Thornton sobre Hirst: “Creo que hay muy buenas razones que explican por qué algunos trabajos de arte contemporáneo nunca han sido vendidos. La calavera, por ejemplo, fue directamente del estudio del artista a la venta; y esto no es así, las obras de arte tienen que ir adquiriendo significado, necesitan de un tiempo, necesitan ganar interpretación. Un caso muy diferente es cómo trabajan las casas de subastas, que venden obras de mercado secundario (es decir, obras más antiguas, que ya pasaron por más de un dueño, que no provienen directamente del artista, como ocurre en las galerías de arte). Además, actualmente las obras de artistas como Hirst pasan del taller a la galería y lo más importante que se sabe sobre ellas es el precio que por ellas se pide (que ni siquiera es real, porque una cosa es el precio real de venta y otra, el precio que los galeristas le ponen). De esta manera la obra no tiene la oportunidad de adquirir otros significados, porque el dinero siempre habla más fuerte. Creo que la venta de esa calavera –que, hasta donde sé, es copropiedad de Hirst y de su galería londinense–, fue una inmensa vergüenza para él, no sólo porque la calavera, en realidad, no se vendió, sino porque mintieron al respecto”, concluye Thornton.
Viene entonces a cuento un comentario de Hughes en su documental: “El arte ya no es valorado por su perspectiva crítica sino por sus precios. Estos tienen una función central: la de dejarte ciego.” Anteriormente, Hirst había protagonizado otro capítulo importante dentro del sistema de cortocircuitos y resortes que es el mercado de arte: como empresario brillante que es, organizó en Nueva York durante 2008, en plena bancarrota de Lehman Brothers, una subasta de sus propias obras, saltándose pasar por sus galerías. Fue la primera vez en la historia que un artista hizo esto; y esta acción fue su obra maestra, más aun que sus tiburones y vacas mantenidos en formol. La subasta se hizo el mismo día en que se hundió Lehman Brothers y, dado el contexto, llevaba todas las de perder. Ya hacía años –desde fines de los 90– que el mercado del arte contemporáneo había devenido una burbuja, es decir, había abundancia de bienes (obras) en el mercado (por eso es importante que los artistas contemporáneos exitosos tengan muchos asistentes y talleres, necesitan producir); los precios subían y los compradores los seguían; había créditos disponibles de las principales casa de subastas para lograr que los precios subieran más a la hora de pujar; a los coleccionistas norteamericanos que donaran obras de arte a museos públicos se les descontaban impuestos –hasta un 30 por ciento–; existía manipulación de los precios por parte de los galeristas y casas de subastas con la complicidad de los artistas; y claro, por último, el amor al arte. Todo esto había creado la burbuja del arte, al igual que la llegada al mercado de nuevos compradores.En 2003 hubo toda una generación de nuevos millonarios de fondos de riesgo, a los que un par de años más tarde se unieron los nuevos magnates rusos y los jeques árabes del petróleo. 

For the Love of God, calavera de platino y diamantes. Hirst es su autor y, en parte, también su comprador.
For the Love of God, calavera de platino y diamantes. Hirst es su autor y, en parte, también su comprador.

El combo completo hizo que los precios de las obras, a mediados de los años 2000, enloquecieran. Pero claro, hasta las burbujas tienen reglas: la más importante es que, en determinado momento, las personas dejan de comprar y los precios comienzan a caer. Por eso Hirst, al organizar su propia subasta en semejante contexto, corría sus riesgos: estaba subastando obras de creación reciente en medio de una crisis. En el fondo, sabía que sus galeristas y coleccionistas no lo iban a dejar caer. ¿Cómo? Pujando por los precios durante la subasta y comprando ellos mismos algunas de las obras. Conclusión I: se vendió toda la obra de Hirst por 200 millones de dólares, en medio de una debacle económica. Conclusión II: queda claro que, aun cuando subaste por sí mismo, el artista no puede prescindir de las galerías.
En uno de los documentales que Ben Lewis realizó, le pregunta a Mugrabi, a la salida de la subasta de Hirst: “¿Qué explicación puede darle a eso?” Mugrabi responde: “Bueno, él es el mejor”.
¿Pero cómo se le pone el precio a una obra de arte? “Es muy difícil determinar eso, creo que son las ventas sucesivas, a lo largo de los años y en galerías –no en remates–, lo que determina verdaderamente el valor de una obra”, comenta Jorge Mara, director de la galería Mara-La Ruche, de Buenos Aires.
Tim Marlow, director de White Cube de Londres, responde la misma pregunta desde esa ciudad: “Valuar una obra es una mezcla de arte y ciencia, en la que los parámetros los define el mercado libre del capitalismo, siempre y cuando algo sea valuado en términos de que hay alguien que está dispuesto a pagar por ella. Pero en un buen mercado primario (el de las obras que pasan de las manos del artista directo a la galería), las galerías tienen que considerar una visión estratégica amplia acerca del mercado de un artista. El calentamiento excesivo del mercado de alguien determinado es malo para su reputación, y trae como consecuencia el inevitable enfriamiento de precios que le sigue. Entonces, un apoyo sostenido a largo plazo es lo mejor. Gracias a eso, el mercado de un artista puede construirse de manera sólida, los coleccionistas serios no encuentran precios fuera de él y la rabiosa especulación del mercado secundario está, así, controlada.” Desde Hong Kong, Jonathan Wong, especialista de la casa Sotheby’s de esa ciudad, le expica a Ñ: “El valor de una obra de arte se puede determinar por varios elementos, por ejemplo, el artista, su vida y su carrera; su importancia histórica; el historial de sus exhibiciones; las dimensiones y técnica de las obras; el mérito artístico; la rareza y unicidad de los trabajos. Por otra parte, entre las razones por las que los precios del arte contemporáneo asiático están subiendo, están el creciente interés mundial por Asia, sobre todo por China; el incremento de coleccionistas asiáticos y chinos cuya influencia en el mercado de arte asiático contemporáneo hace que éste aumente como nunca; el hecho de que existan, actualmente, coleccionistas chinos que construyen sus propios museos privados, generando así una gran demanda histórica por obras de períodos tempranos de los artistas: y por último, la inestabilidad del mercado financiero: las personas valoran el potencial que tiene el arte de ser una inversión alternativa.” “¿Acaso la autoridad del arte reside en una chequera?”, pensó Hughes alguna vez. “Hacer dinero es arte”, declaraba por su parte Andy Warhol en los 60. Recién comenzaba la época de euforia del mercado del arte, de la creación del artista como celebridad, de la consolidación del uso del marketing y del “buen parecer” –el artista “lindo”, “cool”– como una estrategia más; de la religión del éxito, como la llamó en algún momento Graw; del arte como un artículo de lujo. Damien Hirst, Jeff Koons y Maurizio Cattelan, sus obras, son claros ejemplos: ante ellos, los coleccionistas caen de rodillas.
Nada de lo que se menciona en esta nota tendría por qué sorprender. Es sólo una parte más de un escenario que esconde, muchas veces, sus cortinas de humo: las de las rutas del dinero y la especulación.

Graw básico

Alemania, 1962
Historiadora del arte


Es profesora de estética e historia del arte en la prestigiosa Städelschule, de Frankfurt, donde es cofundadora del Instituto de Crítica de Arte. Dirige la célebre revista de crítica de arte Texte zur Kunst, que fundó en 1990 con Stefan Germer. Publicó numerosos libros y artículos. Entre ellos, “Parpadeo de plata, textos sobre arte y política” (1999); “La mejor mitad. Lecciones de arte de los siglos XX y XXI” (2003), y “Textos sobre arte. Ensayos, reseñas y conferencias” (2010). Vive en Berlín.



Manipulación y distorsiones

En condiciones ideales, la calidad plástica de una obra, la trayectoria de su autor, antecedentes históricos y reconocimiento, bastarían para determinar con cierta aproximación el valor de una pintura mediante el empleo de la analogía con obras de características semejantes. Este es un método válido siempre y cuando se tenga en cuenta el carácter único de cada obra, que introduce un componente altamente subjetivo. Pero es una metodología ideal, casi de laboratorio, una evaluación en un ambiente aséptico sin la contaminación de otros factores que inciden en los resultados.
La necesidad de determinar un precio se debe a que la obra deja de ser exclusivamente un bien artístico para transformarse en lo que la mayoría de los operadores del mercado de arte denomina “mercadería”. De aquí en más, entran a jugar elementos que influyen y distorsionan los valores reales de la obra. La moda, la figuración social y empresaria, el esnobismo son algunos de los factores que contribuyen a la deformación de precios. Quienes tienen control sobre muchos de estos factores son las galerías, subastadoras, coleccionistas y dealers, sin olvidar a los medios propensos a acompañar a la farándula que rodea a este mercado.
Las galerías –muchas veces en coordinación con coleccionistas– realizan operaciones de marketing que potencian a niveles estratosféricos los precios de sus artistas, lo que les permite captar compradores ingenuos, atraídos por el glamour (igual que en la bolsa de valores). Un ejemplo es el pope de los galeristas, Larry Gagosian, propulsor de los fenómenos Damien Hirst, Jeff Koons y Takashi Murakami, que abandonaron la galería tras el desplome catastrófico de sus cotizaciones.
Las subastadoras, con poderosísimas herramientas de promoción, son las grandes generadoras de la política de “récords”, ya que fijan los precios en los catálogos, primer paso para la determinación del valor. El segundo paso es la validación que otorga su venta en la cotización de la base o superior. Aquí se detectan maniobras especulativas con numerosas manipulaciones en la operatoria. La más nueva es un sistema de seguro que, fuera de la sala de remate, establece un valor mínimo respaldado por un operador financiero, que determina que la obra sea vendida a un precio inferior del que se martilla en el caso de no surgir un comprador.
Todas estas maniobras, en cierto contexto del mercado financiero internacional, dan lugar a burbujas como la de 1999. Después de la fiesta de precios sin límites, vino la resaca: los compradores de ese momento debieron esperar diez años para que se recompusieran muchas de las cotizaciones.
Los coleccionistas no están a salvo de estas acciones. Cada tanto aparecen en el mercado personajes que luego de encumbrarse en esa condición, con compras supermillonarias, resultan ser aventureros de las finanzas. Llama la atención que el récord de Picasso de 155 millones de dólares, logrado hace días, fuera protagonizado por un famoso personaje de Wall Street que acaba de pagar más de 600 millones para evitar un juicio por fraude por utilización de información financiera reservada.
Como conclusión, cabe preguntarse qué validez tiene la conocida afirmación “el valor de una obra es el precio que paga un comprador”, casi una perogrullada, frente a estos factores que afectan en forma invisible cada decisión de compra en el mercado de arte.


La misma obra, con otro valor

Por Angel Navarro - Consultor, historiador del arte, docente de la UBA


“La historia del arte está hecha de atribuciones”. Esta afirmación, repetida muchas veces a mis alumnos, intenta resumir la complicada trama de relaciones que plantean las obras de arte, especialmente aquellas del pasado. Ignorada o perdida su autoría, la obra ingresa en un mundo de suposiciones que incitan a los historiadores del arte y son disparadoras de un mensaje que se debe descifrar. Resultarán en una serie de opiniones que intentan establecer su paternidad. Surge una nueva atribución, esto es un cambio en su autoría algo que también podría suceder con obras que tiene ya autoría establecida.
Cuando el nuevo nombre corresponde a un gran artista, implica una promoción de la obra. La nueva paternidad surge muchas veces de sospechas que rodeaban a la obra o de su asociación con un nombre conocido. Si la obra era desconocida, se trata de algo extraordinario y valioso; a veces cumple con la soñada situación de hallar un Van Gogh en un tacho de basura, un Caravaggio en el desván de la casa de la abuela o de una compra en un mercado de pulgas. Estos hechos han sucedido y siguen alentando los anhelos de muchos buscadores de tesoros. Pero también puede suceder el caso contrario: la obra es descalificada y su situación cambia dejando un nombre célebre para ser ahora anónima u obra de taller, o de un discípulo o seguidor o también producto de un falsificador. El resultado puede surgir de una investigación sistemática sobre la obra de un artista, como sucedió con el Rembrandt Team, que descalificó obras consideradas del maestro, reduciendo más de mil obras del artista a unas 300. Localmente recordamos un cambio de atribución dramático como sucedió con una obra que partió anónima de Buenos Aires y que hoy –tras alcanzar cifra millonaria en un remate– cuelga como Ludovico Carracci en el Metropolitan Museum de Nueva York ¿Cuál es la razón de estos cambios? Ni magia ni brujería, sólo se trata de aplicar los conocimientos de la historia del arte. Los historiadores de arte parten del estudio estilístico y comparativo de la obra, de su procedencia y de la producción del autor propuesto, a los que a veces se agregan exámenes físicos (rayos X, luz ultravioleta, análisis de pigmentos) cuando son necesarios. En todos los casos, la nueva situación está regida por el veredicto del especialista, una atribución que no es otra cosa que una opinión que justifica la nueva situación de la obra que no cambió pero que se inserta de modo diverso en la historia del arte.


Alianza global de dos sectores

Por Maricarmen Ramírez - Curadora del Fine Arts Museum de Houston


Jamás en la historia existieron reglas o parámetros objetivos para determinar el valor de una obra de arte; hoy, menos que nunca. Más allá del computable “costo de producción”, el arte no posee valor económico intrínseco. Estrictamente en teoría, el “valor real” del arte responde a criterios arbitrarios, cuando no subjetivos, relacionados con la esfera de lo simbólico (satisfacción del gusto, prestigio, elevación social) y son intangibles. El valor simbólico adjudicado a una obra representa un sustrato de valores artísticos y culturales, cuya axiología prevalece más allá de su época. No debe extrañar que dicho valor oscile de acuerdo a su momento histórico y a un mercado que generan las leyes de la oferta y la demanda.En los últimos quince años, el proceso de valoración de las obras de arte ha sufrido transformaciones radicales a resultas de la desmedida especulación surgida de la alianza (sin precedentes) entre el sector financiero y el mercado del arte a nivel global. El fénomeno, que se perfilaba ya en los 60, adquirió momentum inusitado en el último lustro, impulsado por los procesos de integración económica y financiera asociados con la globalización. Un ejemplo de estos cambios es el ascenso inédito del arte contemporáneo, convertido hoy en objeto codiciado no sólo de coleccionistas y museos sino también de grupos de inversionistas y de fondos seguros. Por estos nuevos condicionantes, las obras de arte pasan a ser objetos de lujo asociados con altas ganancias y estatus social. Los límites entre coleccionismo y estrategias de lucro cada vez se borran más para el inversionismo. Tanto los estudios de Noah Horowitz sobre arte contemporáneo y mercados financieros globales como el cuadro sociológico sobre el ámbito del arte contemporáneo que traza Sarah Thornton son sumamente reveladores. Ambos desmitifican el desinterés que generalmente asociamos con el arte al señalar “la ostensiva instrumentalización” a la que ha estado sujeto; manipulación no sólo de inversionistas, coleccionistas y demás agentes, sino, incluso, de artistas que participan (o son cómplices activos) del fenómeno creciente.

“Ahora legitima el mercado, no los museos”

“Ahora legitima el mercado, no los museos”

Por Manuel Borja-Villel - Director del Museo Nacional Reina Sofía, de Madrid

¿Cuáles son las razones de una institución como el Reina Sofía al decidir la compra de una obra para su colección?
Las obras se compran según criterios de idoneidad artística o histórica, es decir, debido a que tengan una importancia artística o que sean relevantes en relación a las historias que el museo quiere narrar. La colección del Reina Sofía no es, en este sentido, una colección “nacional”, pero tampoco estamos interesados en esa especie de homogeneización internacionalista que impone el mercado por el que cada vez más las colecciones son clónicas unas de otras. También nos interesa el cruce de disciplinas.

¿Importa que los autores de las obras que compran sean reconocidos?
No nos interesa la historia canónica, oficial; por eso, una gran parte de los artistas que adquiere el museo no son necesariamente reconocidos, ni suficientemente valorados por el mercado. El museo no compra como “inversión”, sino para generar conocimiento. Dicho esto, el museo, como lugar público, ha dejado de tener poder como “legitimador” de una obra. Esta legitimación se produce ahora por la acción del mercado y son las grandes colecciones y galerías las que generan el valor del mercado.

¿Piensa que los precios elevadísimos de los artistas contemporáneos más populares, como Damien Hirst, están inflados?
Me temo que la historia va a ser muy cruel con alguno de los nombres que hoy forman parte de los top ten del mercado. El paso del tiempo no perdona. Por ejemplo, la transvanguardia italiana fue, en su momento, producto de una campaña promocional muy intensa. Los Chia, Cucchi y demás artistas italianos parecían haber revolucionado el panorama artístico internacional. Pero, ¿quién los recuerda ahora? Desde los años sesenta, con la transformación de la sociedad y su paso de una economía basada en la producción a otra centrada alrededor del consumo, el arte empezó a tener una cierta centralidad y éste ha sido transformado en una mercancía indefinidamente intercambiable.

En el arte contemporáneo, muchas veces la misma imagen del artista es tan importante como una obra. Pienso en Maurizio Cattelan, en Jeff Koons, en Damien Hirst. ¿Cree que hay acentuada, durante las últimas décadas, una construcción conjunta de la personalidad y también de la obra, por parte del artista, los galeristas y los curadores?
Eso no es nuevo, arranca con el culto romántico a la personalidad y al artista. La imagen heroica de los pintores americanos de mediados de siglo tiene bastante que ver con ello. Este culto tiene que ver con una visión mítica de la historia. En nuestra época estos mitos se han transformado, como todo, en mercancías. En este contexto lo importante no es tanto conocer, como reconocer la marca, esto es, el artista-marca. Todos somos un poco culpables de un sistema que convierte a los historiadores y comisarios en emprendedores, a los artistas en marcas y al lector-espectador en un consumidor.


Fuente: Revista Ñ Clarín

¿ARTE? SÍ, PERO ESTAMOS PARA DIVERTIRNOS PRIMERO

Algunos críticos consideran que The Hole, mezcla de galería de onda y reducto de la movida artística en Manhattan, es un emprendimiento sin consistencia donde el arte es menos importante que las inauguraciones.

The Hole, mezcla de galería de onda y reducto más divertido de la movida artística, es un espacio de arte contemporáneo en Lower Manhattan que representa a artistas del momento como Kembra Pfahler, Lola Montes Schnabel y Matthew Stone- y que en los últimos dos años se ha convertido en un club de gente piola en el circuito social de Nueva York.
Sus inauguraciones turbulentas atraen una mezcla de chicos del grafiti, nuevas estrellas y notables del mundo del arte como Salman Rushdie y Courtney Love.
Entre los eventos hubo una "Fiesta Zombie para mayores" del artista canadiense y director de cine independiente Bruce LaBruce.
Y cada vez que llegan a la ciudad la Semana de la Moda o una gran feria de arte, los cazadores de fiestas pueden esperar que haya allí algún movimiento, ya sea un restaurante conceptual temporario o una gigantesca muestra grupal catalogada como "retrospectiva transcontinental de la pintura figurativa".
"No había una galería como ésta desde Deitch", dijo Mike Malbon, el fundador de la revista cultural Frank151. "Otras muestras de arte, para mí, son sencillamente sofocantes".
Se refería a Deitch Projects, la galería del barrio del SoHo en el Lower Manhattan, famosa por sus inauguraciones carnavalescas que combinaban arte, vida nocturna, música y moda. Si bien otras galerías intentaron replicar su ambiente desde que Jeffrey Deitch la dejó para convertirse en director del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles en 2010, The Hole es la que más se le acerca.
Esto se debe en no poca medida a Kathy Grayson, la dueña de 32 años, ex curadora de Deitch.
"Kathy es la madre de todos los hijos caprichosos de Deitch", dijo Steve Powers, famoso artista de grafiti de Nueva York conocido por su identificación, ESPO.
"No teme correr riesgos. Todos cuentan sus fichas con mucho cuidado y precisión. The Hole forma parte de un grupito pequeño de galerías que se manejan en base al instinto".
Seis meses después del cierre de Deitch Projects, Grayson y Meghan Coleman, una de las directoras de Deitch, abrieron una galería con vidriera a la calle llamada The Hole, porque era un espacio vacío, pero el nombre pasó a reflejar el vacío dejado por Deitch.
Grayson quería ser más que curadora y el espacio del SoHo era demasiado chico para otra cosa.
Después de un año, consiguió reunir un equipo de inversores y trasladó el Hole a un espacio de 370 metros cuadrados en el Bowery en Lower Manhattan.
La galería abarca varias salas imbricadas y una tienda pequeña que vende libros de arte, revistas, afiches y otros productos de artistas. Organiza alrededor de dos muestras mensuales y representa a 15 artistas.
Algunos críticos consideran que The Hole es un emprendimiento sin consistencia donde el arte es menos importante que las inauguraciones. Grayson rechaza esos comentarios. "No es que vengan a comportarse tontamente, emborracharse y consumir drogas", dijo. "Tengo muy claro que somos muy serios con respecto a las muestras y esencialmente los eventos son atracciones ligeras".
Otra área donde The Hole coquetea con la controversia son los auspicios de empresas. Hace un año, Playboy financió una instalación de E.V. Day y Pfahler. Hete aquí que la subdirectora de la galería en ese momento, May Andersen, también había sido tapa de Playboy en mayo de 2012. (Andersen ya no está en The Hole).
"No sé por qué no puede tomarse en serio una muestra de arte simplemente porque la auspicia Playboy, pero tal vez sea mi extraño punto débil", dijo Grayson.
En febrero, durante la New York Fashion Week, The Hole presentó una muestra de Herbie Fletcher, un artista y leyenda del surf que expuso seis collages hechos con tablas de surf rotas.
Yara Flinn, la diseñadora detrás de la etiqueta Nomia, asistió a la inauguración con coleccionistas de arte, directores de cine, fotógrafos de fiestas y un surtido de parásitos.
"En cada oportunidad, es un acontecimiento social", dijo. "Tengo 30 y me siento vieja".

Fuente: Revista Ñ Clarín

BIBLIOTECAS, MILAGROS DE PIEDRA

Una muestra rescata la figura de Henri Labrouste, un ingeniero-arquitecto proto-modernista, pionero de la construcción en hierro.

"Henri Labrouste: Estructura sacada a la luz" en el Museo de Arte Moderno de Nueva York es elegante y adusta, como la obra de Labrouste. El nombre tal vez no le resulte familiar, pero no deje que eso le impida ir a ver la muestra. Es fantástica.
Labrouste murió en 1875, a los 74 años, dejando dos de los mayores edificios del siglo XIX, la Bibliothèque Ste.-Geneviève y la Bibliothèque Nationale, milagros de la construcción en piedra, hierro y vidrio en París.
Hay toques maravillosos, como las mesas de dibujo realizadas siguiendo los diseños de muebles de Labrouste en Ste.-Geneviève, donde están desplegados los dibujos. Son ideales para estudiar trabajos en papel. Los dibujos de la sala inicial sirven para recordar cómo solía ser el gran oficio del dibujo. Lamento que no veamos los de otros edificios además de las bibliotecas.
Labrouste diseñó residencias privadas en distintos estilos tradicionales. La inferencia de su ausencia ­--que, obligado a ganarse la vida, tuvo que tomar encargos convencionales-- desmentiría su reputación de intransigente. Un hombre serio y orgulloso que no se doblegaba ante nadie.
El que vemos en el Modern es en gran medida el Labrouste que el crítico Sigfried Giedion identificó durante buena parte del siglo pasado como un ingeniero-arquitecto proto-modernista, un pionero de la construcción en hierro.
Aunque eso continúa vigente, Labrouste resulta como mínimo igualmente interesante en la actualidad por la complejidad de su pensamiento. En nuestra época de arquitectos-estrella él constituye un caso instructivo por su voluntad de no hacer concesiones y su estética híbrida y poco ortodoxa, que alió industria y clasicismo.
La sobriedad del exterior de Ste.-Geneviève proviene del minimalismo de su diseño: repisas continuas recorren la longitud de la larga fachada en la cornisa y entre los dos pisos, con simples coronas de piedra aparentemente colgadas de la repisa inferior sobre círculos o pomos de hierro. Ventanas de medio punto sin adornos marcan las únicas interrupciones en la pared de la planta baja, salvo por la puerta del frente.
El piso superior de la fachada, anunciando la arquitectura de la sala de lectura que alberga, presenta una galería poco profunda de arcos que contienen una grilla de placas con las inscripciones de los nombres de 810 escritores. Están enumerados en hileras debajo de las grandes ventanas-luneta, los triforios de la sala de lectura.
Tal como los que se ven entre las coronas de abajo, los círculos que hay en los espacios entre las ventanas son remaches y sostienen tirantes para los entramados del piso y las bóvedas de la estructura de hierro en el interior.
Efectivamente, Labrouste, convierte el esqueleto estructural del edificio en su motivo decorativo.
Después de Ste.-Geneviève, Labrouste trabajó durante los últimos 21 años de su vida en la Bibliothèque Nationale, con su sala de lectura cuadrada que es como una colmena bañada de luz con nueve cúpulas suspendidas sobre un bosque de delgadas columnas de hierro de 10 metros de alto. Allí donde las ventanas no perforan las paredes superiores, paisajes pintados reflexionan sobre el tema pastoral, con la bóveda de hierro de las estanterías de libros, también bajo la luz natural, visible a los lectores a través de una elevada pared de vidrio y separada por una arcada monumental.
Labrouste dedicó la mayor parte de su vida activa, con un salario gubernamental, a obras de arquitectura pública.
Trascendió los materiales para llegar a edificios funcionales de una delicadeza etérea. Nada era demasiado insignificante para su atención.
Después de 12 años, Ste.-Geneviève entró en el presupuesto.
Labrouste dio la noticia al ministro de turno y obtuvo autorización para cambiar la puerta de entrada en hierro fundido por una de bronce. Un perfeccionista hasta el más mínimo detalle.

Fuente: Revista Ñ Clarín