Imagen
distribuida por el museo Bruning que muestra una tumba de la cultura
preinca Sicán, de unos 1.200 años de antigüedad, descubierta en la
región peruana de Lambayeque, el 10 de julio.
La
tumba de un personaje de la elite de la cultura preinca Sicán, de unos
1.200 años de antigüedad, fue descubierta por un grupo de arqueólogos en
la región Lambayeque (norte de Perú), informaron el viernes los
investigadores.
"Hemos descubierto el 4 julio una nueva tumba con los restos y joyas
de un personaje de alta jerarquía, perteneciente a la élite Sicán o
Lambayeque", dijo a AFP Carlos Wester La Torre, jefe de los
investigadores, desde la ciudad de Chiclayo, capital de Lambayeque.
En la tumba se halló un ajuar funerario formado por una orejera de
oro, una corona de cobre plateada, pectorales, además de 120 objetos
entre ornamentos de plata y cobre como emblemas de poder, así como 116
piezas de cerámica y conchas marinas.
Este jerarca preinca fue ubicado en una cámara funeraria a 6 metros
de profundidad, en el santuario Chotuna-Chornancap, cerca de Chiclayo,
790 kilómetros al norte de Lima.
Wester La Torre informó que el hallazgo se produce en el mismo lugar
donde se encontraron los restos de una sacerdotisa de la misma élite
Sicán en octubre de 2011.
"Este descubrimiento es sumamente importante, porque podremos conocer
una de las jerarquías de la élite de la cultura Lambayeque", señaló el
estudioso al explicar que la excavación se lleva a cabo con dificultad
porque se realiza al nivel en que las aguas del subsuelo comienzan a
brotar.
La cultura Sicán rendía culto al Señor de Sicán, el personaje de la cultura religiosa más prestigioso del norte de Perú.
La cultura Sicán surgió alrededor de los años 700 a 750 d.C. y se
mantuvo vigente hasta 1375, registrándose como su etapa de apogeo entre
los años 900 y 1100.
En esa etapa existieron unos siete a ocho "señores de Sicán", que
representaban en la tierra el poder celestial, al que describían
físicamente con máscara de ojos alados y orejas en punta.
Tres fincas se extendían alrededor de la esquina de Potosí,
ahora Alsina, y la calle Tacuarí en el siglo diecinueve. Dos pertenecían
a la familia Ortiz de Rozas, padres de Juan Manuel; la tercera a los
Mansilla. La esquina que miraba al norte era conocida como “la esquina
del jorobado Zapata”. La fama de tener malas pulgas del señor Zapata se
fundaba en su aspecto enjuto y giboso, en su levita negra y sombrero de
copa, que usaba a toda hora, pero sobre todo porque al verlo los niños
gritaban: “¡Zapata!, ¡cuidado!”. Su almacén despachaba té perla, ya que
el negro sólo se encontraba en casas de mucho fuste, y un café tostado
tan fresco que perfumaba las casas de los alrededores.
Según cuenta en sus Memorias
Lucio V. Mansilla, sus padres al casarse se instalaron en la finca
sureña, frente a la esquina de la pulpería de San Pío, su inquilino. San
Pío, puntual en el pago, acompañaba el importe del alquiler con un
queso de Goya fresco, muy apetecido por los niños. En oposición al señor
Zapata, San Pío era bonachón y cariñoso, adorado por los más pequeños
no sólo por su temperamento afable sino por las golosinas que les vendía
de contrabando. En el vecindario murmuraban que aunque San Pío era
oriundo de Italia, no sabía hablar italiano, pero tampoco español o
genovés, ni siquiera otro dialecto itálico, sino una media lengua de su
autoría. Me pregunto si esta habladuría no habrá nacido de la mezcla de
arrogancia y condescendencia que la clase patricia empleaba en su trato
con los inmigrantes, en sus intentos por convertirlos en personajes
jocosos.
La niña Agustina de Rozas, “la belleza de la Federación”,
sólo tenía quince años al casarse con el general Mansilla, de cuarenta y
uno, ya abuelo y gallardo militar, guerrero de la Independencia. Cuando
nació su hijo Lucio, en diciembre de 1831, seguía siendo tan aniñada y
aficionada a los juegos como nueve meses antes. De regreso de la calle,
por las tarde, el general muchas veces escuchaba el llanto de su hijo,
por lo que amonestaba a la niñera, la “negra” María Antonia. Un día se
decidió a despedirla, furioso: -¡Prontito! ¡Prontito! Haga usted su
atado.
Al oírlo, Agustina confesó que era ella quien hacía llorar
al niño, al quitarle sus muñecas y juguetes. ¿Sería cierto? ¿O tal vez
la joven mintió a su maduro esposo para evitar que la madre de leche
de su hijo quedara a la intemperie? Si fue un embuste, nunca lo
desmintió, porque el general siguió contando esta historia a sus hijos
hasta su muerte.
En la pulpería de San Pío los niños compraban
clandestinamente una golosina color chocolate claro que se llamaba
tortita de Morón, y los mayores chorizos fritos. Los apetitosos efluvios
del aceite hirviendo tentaban con frecuencia a la familia. “Que vayan a
traer algunos chorizos”, ordenaba el general Mansilla durante la cena,
ante la decepción de sus hijos Eduardita y Lucio, los dos futuros
escritores, que tenían interdicta la fritura porque su padre,
higienista, la consideraba “muy pesada” para los niños. Debían
contentarse con sentir el perfume, aunque calladamente se sentían muy
satisfechos, y con una leve sensación de culpabilidad, a causa de las
tortitas de Morón que habían engullido a escondidas antes de la comida.
San Pío les guardaba el secreto.
En esas tertulias su madre solía
contarles una historia sucedida en el otoño de 1831, cuando la pareja
estaba recién casada. A punto de irse a dormir, antes de apagar la vela,
Agustina había lanzado un grito aterrador: “¡Mansilla! ¡Mansilla!”.
Temblando, había echado los brazos alrededor del cuello de su marido.
Sin dudar, el general había tomado de inmediato su espada, posada en la
cabecera de su cama, la misma de la batalla de Ituzaingó y de Obligado,
la que su hijo luego blandió en Pavón. De un salto estaba dispuesto a
enfrentar al enemigo. La camisa de dormir no alcanzaba a tocar sus
rodillas.
-¡Un ratón! ¡Un ratón sobre la cómoda! -había gritado Agustina, parada sobre el lecho.
Repuesto de la sorpresa, el guerrero la había tranquilizado: -No tengas miedo, hijita.
Al
no encontrar cueva alguna en el cuarto, el ratón había huido ágilmente
entre los muebles hasta que, estrechado en un rincón, un segundo antes
de que una estocada acabara con él, había saltado sobre la hoja para
deslizarse hasta la taza de metal amarillo que cubría la mano de
Mansilla. En un veloz movimiento se había posado sobre la piel del
general, que, espantado, había soltado el arma. Mientras se reunía junto
a su esposa sobre la cama, ella había exclamado: -¡Y yo que te creía
tan valiente!
La idea de hacer un jardín de rosas data de 1910, y hoy tiene unas 18.000 plantas.
Ejemplares. El lugar, cargado de belleza e historia:
donde tenía su casa Juan Manuel de Rosas se realizó medio siglo después
el jardín. / marcelo genlote
Por Eduardo Parise
Es cierto. Al lugar se lo conoce como El Rosedal de Palermo
porque allí hay unas 18.000 plantas de rosas. Pero antes de 1852 muchos
también lo identificaban con ese nombre aunque no aludían a los rosales
sino a los dominios de Juan Manuel de Rosas, aquel gobernador de Buenos
Aires que tenía allí su residencia, esa que demolieron tras su
derrocamiento. Fue en esos terrenos expropiados donde se diseñó el
Parque Tres de Febrero (fecha de la batalla que decretó la caída de
Rosas), tarea que estuvo a cargo del paisajista francés Carlos Thays. Y
donde, 62 años más tarde, se iba a inaugurar ese sitio que ya es
Patrimonio Cultural e Histórico de la Ciudad, el mismo que en los
últimos días fue noticia por saber quién se iba a encargar de su
mantenimiento después de que la empresa YPF volviera al Estado
argentino.
La idea de que allí hubiera un jardín de rosas fue de
Joaquín Samuel de Anchorena, intendente porteño entre 1910 y 1914. Y el
encargado de realizarlo fue el ingeniero agrónomo Benito Carrasco, un
discípulo de Thays, quien esos tiempos era el director de Parques y
Paseos. Para El Rosedal se destinaron más de tres hectáreas que están
entre las actuales avenidas Infanta Isabel, Iraola y Pedro Montt.
Justamente
sobre la avenida Infanta Isabel está un puente de acceso al parque. Se
lo conoce como el puente helénico por su arquitectura de estilo griego.
La
obra de instalación de todos los rosales y el desarrollo de sus
senderos se realizó entre mayo y noviembre de 1914. Y la inauguración se
hizo el 24 de noviembre de ese año. En aquel momento se habían plantado
casi 15.000 rosales de unas 1.200 variedades.
En el mundo, la
rosa siempre tuvo una gran valoración. Es que, al margen de su fragancia
y su bella forma, significó un símbolo de amor. Aquello viene de lejos.
Tanto que griegos y romanos siempre identificaron a sus respectivas
diosas del Amor (Afrodita para los primeros; Venus, para los segundos)
con las rosas. Y dicen que en los primeros tiempos del cristianismo,
muchos sostenían que los cinco pétalos que tiene una rosa silvestre eran
como las cinco llagas de Cristo. También cuentan que la rosa roja fue
considerada como una representación de la sangre de los mártires
cristianos, aunque algunos no aceptaban esa asociación porque creían que
las rosas habían estado vinculadas a ritos paganos.
Las
variedades de rosas más antiguas se identifican con nombres como
Damasco, Gallica, Centifolia o Alba, que tuvieron gran popularidad en
los viejos jardines imperiales de Francia, Austria y otras zonas de
Europa. Y muchos de esos países aún mantienen rosaledas importantes como
la del Valle del Marne en Francia (creada en 1894); la rosaleda comunal
de Roma, en Italia, (donde cada vecino puede plantar y mantener su
propio rosal) o la del Jardín Botánico de la Universidad de Birmingham,
donde hay una colección que muestra la historia de la rosa en todo el
continente europeo.
Por supuesto que El Rosedal porteño figura
también entre los más importantes del mundo y no sólo por sus plantas
sino también por su diseño que incluye, además del bello puente de la
entrada, una gran pérgola también de estilo griego, un embarcadero junto
a un pequeño lago y un templete.
Para completar los atractivos
del lugar se puede decir que en esa área del parque también está el
Patio Andaluz, que incluye una hermosa pérgola, una glorieta y una
espectacular fuente hecha con mayólicas. Ese sector fue un regalo que la
ciudad española de Sevilla le hizo a Buenos Aires en 1929.
Abre en San Pablo una muestra del fotógrafo modernista argentino, con imágenes de su visita a Brasil en 1945.
Profeta Habacuc. En el Santuário do Senhor Bom Jesus de Matosinho
Por Matilde Sánchez
El Instituto Moreira Salles de San Pablo inaugura este martes
una muestra de Horacio Coppola, con su ensayo fotográfico sobre el
barroco del estado de Minas Gerais, el gran conjunto escultórico de
Antonio Francisco Lisboa, conocido como el Aleijadinho, en el Brasil
colonial del siglo XVIII.
Luz, cedro y piedra será la segunda muestra del fotógrafo modernista argentino en este museo.
La
mirada de curadores y críticos de Brasil, en algunos casos, argentinos
emigrados a ese país, tanto como la labor del galerista Jorge Mara, han
motivado en los últimos años la adeudada celebración global de Coppola,
artista clave de las vanguardias culturales argentinas de los años 30,
esposo además de la brillante fotógrafa alemana Grete Stern. Coppola
falleció en junio pasado, cuando le faltaban pocos días para cumplir
106 años.
Las exposiciones se suceden cada año. Roxana Marcoci y
Sarah Meister, del departamento de Fotografía del MOMA, de Nueva York,
serán las curadoras de la muestra “De Bauhaus a Buenos Aires: Horacio
Coppola y Grete Stern”, programada para 2015. A sus dos adquisiciones
iniciales de obras de Coppola, el Moma agregó en 2011 otras cuatro
imágenes, buscando repertoriar el diálogo entre las vanguardias
históricas europeas, en este caso la de Berlín y la escuela Bauhaus, y
los artistas latinoamericanos. En diálogo con Marcoci, nos adelanta su
lectura: “Es claro que tanto Coppola como Grete habían absorbido todas
las lecciones modernistas de la Bauhaus y de un ambiente en el que ya
habían despuntado Bertolt Brecht, Ellen Weigel y Karl Korsch, pero
desde luego, también Jorge L. Borges. Las importaron a Buenos Aires y
así revolucionaron no sólo la práctica del arte sino también, a través
de sus estudios, la foto comercial y la publicidad”. Si algunas voces
solían señalar que Stern era la más radical de los dos, Marcoci lo
desestima: “No tiene sentido hacer una competencia por ver quién era el
más vanguardista; a cada quien le corresponde lo suyo: Grete, cerca del
psicoanálisis, un emblema protofeminista. Horacio, más próximo a la
arquitectura y el cine. Recordemos que él abre el primer cineclub de
Argentina y rueda cortometrajes”.
En Argentina Coppola es más
conocido como el gran testimoniante de Buenos Aires por los años 30 y
40, con sus alardes de modernidad urbanística y también los microclimas
callejeros: documentó el fulgor nocturno de las avenidas, las
perspectivas en fuga de sus diagonales, junto a la vida interior de los
cafés y vidrieras, donde lo inerte convive con lo animado. Pero también
fue un virtuoso fotógrafo viajero, y no sólo de las grandes urbes. El
Moreira Salles paulista recoge ahora 81 fotografías tomadas en 1945 en
el Brasil minero, las obras del Aleijadinho. “La colección es muy
impresionante y hermosa”, observó Jorge Schwartz, argentino emigrado y
curador del Museo Segall de San Pablo. “Alguna vez vi los cientos de
negativos en vidrio y no puedo imaginarme cómo se las arregló con todo”.
Este “barroco minero”, uno de los mejores ejemplos del rococó
latinoamericano, comprende el portal de la iglesia de San Francisco de
Asís, en Ouro Preto, la fachada y el púlpito de la iglesia de Nuestra
Señora del Carmelo, en Sabará, y culmina en el coro de Profetas y las
Estaciones de la Pasión en Congonhas do Campo. El curador, Luciano
Migliaccio, profesor del Departamento de Historia de la Arquitectura de
la Universidad de San Pablo, apunta que la revalorización de esta obra
hecha por un mestizo ya estaba establecida entre los modernistas de
Brasil (ver rec.), pero agrega motivaciones personales del argentino
para emprender la excursión a Minas Gerais: las imágenes tomadas por
Coppola en museos de Londres y París, publicadas por los Cahiers d´art en el capítulo L’ art de la Mesopotamie , en 1935, sin duda fueron estimulantes. El escultor Henry Moore lo había felicitado por ellas.
En
los años 40 ya se tenían aquí noticias del Aleijadinho; Ramón Gómez de
la Serna, exiliado en Buenos Aires, había escrito sobre él. En 1944 se
publica el libro El Aleijadinho, de Newton Freitas, un amigo de
Mario de Andrade y con fotos bastante improvisadas, que seguramente lo
acicatearon. Coppola tuvo que estar al tanto, pues la portada tenía un
dibujo de su amigo, el grabador Luis Seoane. Sabemos que la agencia de
Patrimonio de Brasil le allanó el acceso a las obras pero no pagó un
peso de la producción; la estadía duró varias semanas. Coppola solía
amar su Leica, traída de su segundo viaje a Alemania, pero esta vez
empleó una Plaubel y probablemente una Makiflex. En su cuaderno de
artista, que fue comprado por el Instituto Salles junto con 150 copias
de este ciclo, Coppola llevó un registro minucioso de cada toma:
objetivo, distancia, máquina, material, diafragma, luz y tiempo de
exposición. En el sitio tuvo que maniobrar con casi 400 negativos de
vidrio, de más de 25 centímetros. Todas las tomas están repetidas dos
veces al menos y hechas con trípode, según la lección de su maestro
Walter Peterhans, de la Bauhaus.
Dice Migliaccio: “Fotografiar
esculturas es siempre un asunto de puntos de vista. Sobre todo si se
trata del Aleijadinho y su grandioso teatro religioso. Su interpretación
de las obras es muy original. El tratamiento de la luz les restituye la
vida y su carácter decorativo y poético. Algunas tomas, a contraluz,
resultan muy modernistas. Es que en esas siluetas se identificó con el
maestro berlinés y su interés por las distintas cualidades de la
materia”.
Aunque Coppola procuró hacer una muestra con este
ensayo, las imágenes esperaron una década; fueron conocidas en 1955,
con el libro El Alejaidinho. El barroco mestizo, este lujo de la piedra, festeja ahora el triunfo de la luz.
La “caravana modernista” redescubre el barroco mestizo
Un contemporáneo lo describió como un fenómeno: pardo oscuro, de
voz fuerte e irritable, el cuerpo bajo y contrahecho, una cabezota de
orejas grandes con pescuezo corto. La biografía de Antonio Francisco
Lisboa (1730-1814), llamado “El Aleijadinho” -el Tullidito- acrecienta
la leyenda del gran barroco de América latina. Durante décadas se puso
en duda que él fuera el artista detrás del conjunto sacro de Minas
Gerais, con sus estatuas de santos y profetas, hechas en piedra jabón
(esteatita), y las tallas en cedro.
Antonio fue el hijo mulato de
un apreciado constructor portugués que emigró a Brasil en el siglo
XVIII; aunque era bastardo, creció en la misma casa que sus medio
hermanos, junto a su padre, quien le enseñó el oficio. A los 40 años
enfermó de un mal degenerativo (¿lepra, porfiria?); a medida que sus
manos se iban deformando, se recluyó y avanzó en la ornamentación con
destreza, mártir de su enfermedad. Carcomidas las manos y ya sin dedos,
siguió trabajando con martillos y punzones, que le ataban a las muñecas.
Murió en la bancarrota, a pesar de que algunos indicios en las tallas
sugieren que era un Masón de alto grado.
En 1924, ante la visita
del poeta franco-suizo Blaise Cendrars, el grupo de vanguardistas
nucleados en torno de los escritores Mario y Oswald de Andrade le
organizó una famosa “caravana modernista”, desde San Pablo hasta Minas
Gerais y la obra del Aleijadinho. El poeta quedó arrebatado por el
conjunto, anunció un libro que nunca concretó, pero en el camino sus
acompañantes, entre ellos Tarsila do Amaral, reconfirmaron el inmenso
valor del barroco minero. En un ensayo clásico sobre Coppola, el crítico
Jorge Schwartz puntualiza que la mención inicial al Aleijadinho en
Buenos Aires aparece en 1931, en el primer número de “Sur”, con el
artículo “Notas de viaje a Ouro Preto”, del narrador franco-uruguayo
Jules de Supervielle. En ese mismo número, Coppola coincide con su
primer ensayo fotográfico extenso: “Siete temas. Buenos Aires”.
Nació en Irán, donde sufrió cárcel y
tortura por su labor como fotoperiodista. Exiliado en Francia, recorre
el mundo con proyectos humanitarios que buscan cambiar el mundo.
Es
la forma de relacionarme con los otros lo que me permite ser optimista.
No me considero un fotógrafo de guerra. Más bien soy un fotógrafo de la
paz. Tengo la ilusión de que mostrando la guerra voy a poder cambiar
algo del modo en que la gente la percibe." Este pensamiento pertenece a
uno de los hombres más destacados de una corriente de la fotografía de
prensa que, a principios del siglo pasado, buscó trascender el
restringido mundo de los medios gráficos, profundizando en temas
sociales con la intención de provocar un cambio positivo en la realidad
que describían. El hombre que pronuncia tamaña frase es el iraní Reza
Deghati, cuyo comienzo como reportero estuvo signado por el abismo
emocional que provoca el exilio. Nacido en 1952 en Tabriz, sufrió la
cárcel y la tortura del régimen del Sha por su actividad como fotógrafo
independiente. El exilio en Francia en su juventud y su destacada labor
como corresponsal en zonas de conflicto para la revista National
Geographic fueron el punto de partida de una actividad que se ha
extendido por más de treinta años y que lo involucra no sólo como
fotógrafo y cineasta: su trabajo humanitario ha superado los límites de
la profesión hasta culminar en 2001 con la fundación de AINA, una
organización no gubernamental para impulsar el desarrollo de la sociedad
civil a través de la educación, la comunicación y la diseminación
democrática de la información.
Este hombre -como sus contemporáneos Steve McCurry,
Sebastiao Salgado o James Natchweiy- es ejemplo cabal de esa corriente
que cree en la imagen como una fuerza transformadora: uno de esos
fotoperiodistas que han logrado, aunque sea circunstancialmente, cambiar
en algunos casos el rumbo de los acontecimientos.
Jugar
al espejito. Niños afganos se divierten mientras imitan al fotógrafo,
en una imagen de 1985. Reza Deghati pasó su vida retratando las calles y
la gente de los lugares más crudos donde, a través de su cámara, busca
cambiar la realidad.
"En 1995, después del genocidio en Ruanda, quedaron más
de 20.000 niños separados de sus padres en los campos de refugiados. Me
pregunté si la fotografía tenía algún poder para cambiar esta
situación. En conjunto con la Cruz Roja y Unicef iniciamos un trabajo de
identificación de esos niños. Se llamó Retratos de los niños perdidos.
Instalamos una gran cantidad de puestos para entrenar a los refugiados
en la técnica básica del retrato y les dimos cámaras. Hicimos cinco
copias de esas fotografías y montamos varias de muestras en puntos
estratégicos de los campos. Allí, los padres podían identificar al menos
por el parecido a algunos de sus niños perdidos. Luego, tenían que
contestar un cuestionario de 25 preguntas para asegurarnos de que la
conexión entre ellos estuviera fundamentada por otros datos. En cuatro
meses, más de 3500 niños se reencontraron con sus familias", cuenta Reza
a LNR, en una entrevista realizada en Buenos Aires, adonde el fotógrafo
vino invitado por la filántropa Afshan Almassi y con el asesoramiento
de la galerista argentina María Casado para explorar la posibilidad de
traer alguna de sus iniciativas en el campo de la fotografía y la lucha
humanitaria por primera vez a América del Sur.
El
retrato más famoso. Ahmad Shah Massoud, líder de la rebelión afgana
contra la invasión rusa en los años 80 y contra los talibanes en los 90,
fue muy cercano a Reza.
Durante la charla, Reza, que en 1983 obtuvo un World
Press Photo por su serie de fotos sobre la resistencia afgana a la
invasión soviética, se refirió a la fotografía que este año obtuvo el
gran premio en el concurso de fotoperiodismo más importante del mundo.
Se trata del retrato de una mujer yemenita cuidando de un herido. En su
evaluación, el jurado destacó el parecido de la composición de esa
imagen con la Pietà de Michelángelo. Reza cree que existe esa similitud y
que hay una transmisión de experiencias visuales a través del tiempo,
pero difiere en ciertos criterios. "Creo que hay una memoria visual,
común a toda la humanidad, que es transmitida de maestro en maestro
-afirma el fotógrafo-. La primera pintura humana en las cavernas de
Francia fue hace 40.000 años. Esos hombres transmitieron lo que hacían
de generacion en generación. Somos los mismos que grababan las rocas.
Nosotros también somos las mismas personas que esos artistas que
pintaban frescos en las tumbas de los faraones, solamente que ahora la
herramienta es la cámara. Aun así estamos influidos por esos
antepasados. Pero no aumentamos la credibilidad de una imagen porque nos
recuerda a la Pietà. Si yo hubiera sido jurado, la imagen ganadora
habría sido la foto de la mujer golpeada por la policía egipcia en la
plaza Tahir. Nunca habíamos visto esas imágenes, pero sí hemos visto
mucho las fotos que nos recuerdan a la Pietà de Michelangelo."
-¿Por qué es tan optimista sobre el futuro de la humanidad?
-Me hace sentir optimista ver a un niño o a un animal.
Estoy enamorado de la continuación de la vida, que es tan hermosa y
fuerte en sí misma. Todos los grandes males que vemos (la guerra, las
hambrunas, la corrupción) hay que tomarlas en el contexto de la
historia. Estamos en el comienzo de la humanidad. Hace 200.000 años
peléabamos y comíamos en la selva. Si comparamos esos períodos en los
que hemos estado viviendo como animales con la vida de un humano, se
darán cuenta de que la historia recién empieza. Para mí la humanidad es
com o un niño de menos de 4 años. Y todos sabemos que un niño tan
pequeño no sabe siquiera quién es, y que lo que hace tal vez no es lo
que debería hacer. No sabe ni cómo limpiarse a sí mismo. ¿Cuánta gente
murió en la Segunda Guerra Mundial que ni siquiera sabía lo que estaba
ocurriendo? Ahora, en Siria, todo el mundo sabe lo que está pasando. En
1982, el padre de Bashar al-Assad [actual presidente de Siria] mató a
40.000 personas en una semana en una misma ciudad. Y el mundo se enteró
cinco meses después.
En las últimas tres décadas, muchas de las fotografías
de Reza fueron tapas de National Geographic y otras tantas se
publicaron en los principales medios de comunicación del mundo. Es
también autor de 25 libros, incluyendo Guerra y paz, el primero de la
serie Maestros de la fotografía, de National Geographic.
Un mundo, una tribu, en 2006, fue la primera muestra en
un espacio público exterior creada por el Museo de National Geographic;
fue inagurada en Washington y su reedición en París atrajo a un millón
de visitantes. En 2009 Reza inauguró Guerra y paz, una muestra
itinerante que abarca 30 años de pasión por el fotoperiodismo.
Pero sus exposiciones no son para nada convencionales.
"Mis exhibiciones son como una frase, un capítulo de una historia más
grande. En cada ciudad que visito me gusta crear una nueva forma de
mostrar mis fotografías y tengo un millón de imágenes en mi archivo.
¿Cómo las voy a mostrar? Voy a mi archivo y elijo de acuerdo con la
historia que quiero contar y la ciudad donde voy a llevar ese material.
La muestra, un taller de trabajo, la relación con fotoperiodistas
locales, el intercambio con universidades y programas escolares... Una
exposición itinerante por varias ciudades e instituciones. Tengo diez
películas documentales no sólo hechas por mí, sino por personas que
comulgan con el mismo concepto."
Su fotografía más famosa es el retrato de Ahmad Shah
Massoud, líder de la rebelión afgana contra la invasión rusa en los años
80 y contra los talibanes en los 90, asesinado en 2001. "Mi relación
con Massoud fue un tema de confianza -cuenta-. La primera vez que nos
encontramos noté algo detrás de su apariencia. Hubo una conexión
inmediata. Teníamos la misma edad, hablábamos las mismas lenguas. El era
un ingeniero civil, yo soy arquitecto. Estábamos luchando por las
mismas cosas, la libertad y la democracia en nuestros respectivos
países. Y los dos jugábamos ajedrez. Empezamos a jugar juntos y
compartimos 17 años esta amistad."
En 2001, Reza fundó AINA (que significa espejo en
persa), una ONG dedicada a la educación y al fortalecimiento de las
mujeres y niños afganos a través del desarrollo y la creación de medios
de comunicación.
A girar. Un ritual tradicional en un monasterio en Turquía, donde mevlevíes o derviches giradores realizan su clásica danza.
"Como fotógrafo, cubriendo las guerras y los
conflictos, me di cuenta de que hay dos tipos de destrucciones. Una que
es visual, palpable y que puede ser captada por la cámara: los edificios
colapsados por las bombas, los cuerpos destrozados. Podemos fotografiar
toda esa destrucción material. Pero la segunda destrucción es mucho más
importante y profunda: la destrucción invisible; la destrucción de las
almas, el trauma de la guerra, la extinción de las relaciones humanas",
explica Reza, y utiliza una imagen implacable para graficarlo: "Imagine
que usted ha vivido por 30 años con su vecino y ha compartido todo, y
luego viene la guerra y su vecino termina matando a su padre. Me di
cuenta de que todo el trabajo humanitario de las Naciones Unidas está
concentrado sobre la primera clase de destrucción. Si hay que reparar
los edificios para los refugiados, si queremos ayuda en la educación,
construimos escuelas. Si queremos ayudar en la salud, construimos
hospitales. Pero todos sabemos que la educación, la sanidad, no son
solamente edificios. Si queremos educar, hay que llenar esas escuelas
con docentes, con materiales educativos. Hay que crear las condiciones
para que los niños puedan ir a la escuela también. Nosotros quisimos
inventar una nueva forma de ayuda humanitaria. Y esta idea tenía que
surgir de la gente que había sufrido, y no de afuera".
A
la sombra. Siluetas de afganos y fusiles, durante la invasión
soviética. Esta imagen integró la serie premiada en 1983 con un Word
Press Photo.
¿Quiénes eran los que habían sufrido y podían ayudar a
reparar esa destrucción invisible? Para este hombre, la respuesta es muy
clara. "Las mujeres, las mujeres son madres y no hacen la guerra.
Tienen una realción diferente con el mundo. ¿Cuál es la mejor
herramienta que les podemos dar a las mujeres para realizar esta
reconstrucción? Un medio, los medios de comunicación, la cultura. Si
construyo un centro de entrenamiento y traigo la mayor cantidad de
mujeres (aunque también se incorporan un porcentaje menor de hombres; no
hay que ser sectarios); si las ayudamos a ser periodistas, escritoras,
cineastas, programadoras de radio y, por qué no, a crear su propia
radio, revista o película, en una o dos generaciones veremos que ellas
van a cambiar el paisaje."
Este retratista de causas justas tiene una visión muy
particular sobre la educación de los niños. "En Afganistán la educación
de las niñas es una pesadilla. «Si quieren ayudar en la educación no
construyan escuelas», les dije a los responsables de la ayuda
internacional. «¿Está usted loco?», me decían. Las escuelas son
edificios, por lo que constituyen un blanco fácil para los talibanes. Si
queremos traer educación, hay que crear estaciones de radio para que la
escuela esté dentro de la casa. Incluso hay que entrenar a las mujeres
en cómo instalar las antenas, cómo reparar las computadores. El único
hombre en estas estaciones de radio es el chico que sirve el té."
En pantalla. Dos niños kurdos cruzan la calle cargando restos de un televisor (1993).
-¿Considera su trabajo humanitario más importante que su labor como fotógrafo?
-Diez meses al año estoy trabajando en el campo social
y sólo dos como fotógrafo, pero puede pasar al revés también. No hay un
solo día en el que no trabaje. Nunca quise ser una cosa o la otra. Los
dos aspectos son parte de una misma misión.
-¿Qué futuro ve para el fotoperiodismo en la era de Internet?
-Internet no está matando al fotoperiodismo, está
matando a la prensa impresa. Nunca el futuro del fotoperiodismo ha sido
tan brillante como ahora. ¿Cuántas páginas son impresas en la Argentina
todos los días? En este mundo en transición, los diarios, las revistas,
van a desaparecer. Pero la fotografía va a permanecer, en miles y miles
de páginas virtuales. La edad de oro del fotoperiodismo está por
comenzar.
Pero las imágenes que perduran son las que llegan al
corazón. Cómo blindarse ante la tragedia y la crueldad humana para poder
construir es algo que Reza tiene muy claro: "He visto las peores cosas
en la historia reciente de la humanidad. Leer mucha poesía me ha
ayudado. La poesía persa es el pilar de mi cultura. Ese es mi alivio, y
mi inspiración está en la gente de la calle, los niños, la gente común.
Mi desafío es nunca comprometerme con una idea predeterminada de la
historia. Y siempre mantengo mi independencia. Cuando una imagen llega a
mi corazón, en ese momento soy consciente de que también puede llegar
al corazón de otros".
Retratos de los niños perdidos
Así se llamó el proyecto que realizó junto con la Cruz
Roja y Unicef luego del genocidio de Ruanda, en 1995, por el que 20.000
chicos quedaron separados de sus padres. A partir del trabajo
fotográfico, más de 3500 se reencontraron con sus familias.
La viuda del maestro del Pop Art impulsa una
retrospectiva con obras que rescató de las manos del maestro del pop
cuando las estaba destruyendo: todas pinturas anteriores a su época de
esplendor.
Dorothy Lichtenstein prestó numerosas pinturas de su difunto esposo, Roy, para una exposición en Chicago.
Por Ted Loos - The New York Times
Un día, a mediados de la década del 70, Dorothy Lichtenstein
pasó por el taller de su marido en el Bowery después de almorzar,
suponiendo que lo encontraría trabajando en un nuevo cuadro. En vez de
estar creando, el maestro del Pop, Roy Lichtenstein, estaba dedicado a
un acto de destrucción. Con una cuchilla para cartón,
Lichtenstein que ya era famoso por sus pinturas de puntos de Benday de
los años sesenta- estaba cortando varios trabajos anteriores,
abstracciones pequeñas y llenas de color que se remontaban a fines de
los cincuenta. "Las había sacado de alguna parte y simplemente
las estaba cortando en pedazos", recordó la señora Lichtenstein
recientemente. "Su asistente y yo le gritamos `¡No sigas!’" Consiguieron
recuperar algunas de las pinturas y las guardaron. Ahora, tres
de ellas, tomadas del enorme tesoro de obras de su marido que guarda
Dorothy Lichtenstein, están siendo exhibidas en "Roy Lichtenstein: A
Retrospective", una importante exposición de obras del artista, que
murió en 1997, que se presentará en el Art Institute de Chicago hasta el
3 de septiembre. "En cierto modo, prestarlas me genera algunas
dudas ya que Roy estaba destruyéndolas", dijo Dorothy Lichtenstein, de
setenta y dos años, sentada en el living de un gran complejo en el West
Village creado por varios edificios, que hace las veces de residencia
suya en Nueva York y que también alberga el último taller de su marido y
la Fundación Roy Lichtenstein. La señora Lichtenstein agregó
que, en su opinión, él sencillamente no estaba contento con trabajos
anteriores, pero que pueden llegar a redondear la percepción que el
público tiene de su obra. "Me parece bien que estén allí", dijo.
"Él no surgió de la noche a la mañana en 1961. Antes tuvo en cierto modo
una carrera torturada como artista. Solía contar cómo ponía sus
trabajos en el techo de su viejo auto y conducía desde Ohio yendo de una
galería a otra". Por el hecho de salvarlas, en primer lugar,
Dorothy Lichtenstein ayudó a determinar la muestra de Chicago, donde hay
en exposición más de ciento setenta obras que posteriormente viajarán a
la National Gallery of Art, en Washington, la Tate Modern de Londres y
el Centro Pompidou en París. Para la exposición, prestó docenas
de obras más de sus tenencias personales, que ascienden a centenares.
Dorothy Lichtenstein venía sintiendo que a su marido le correspondía
"una muestra verdaderamente importante"; la última retrospectiva
completa fue en 1993, en el Guggenheim Museum, cuando Lichtenstein
todavía vivía. La muestra de Chicago tiene muchas de las pinturas
Pop que el público quizá ya conoce, como "Drowning Girl" (1963), pero
James Rondeau, presidente del departamento contemporáneo del Art
Institute, dijo que estaba particularmente contento de presentar casi 50
obras en papel, un soporte que no se incluyó en la muestra de 1993. La
señora Lichtenstein alentó a Rondeau a revisar 70 cajones de trabajos
en papel que están en un depósito. "Nunca antes había dado acceso a esas
obras", dijo. Que la muestra se centre en los dibujos es algo
que agradó a Dorothy Lichtenstein, dijo, porque muestran "más la mano de
Roy" y dejan bien claro que no fue simplemente un artista que se
apropió de la historieta, sino un maestro absoluto de la composición. No
obstante, dijo que nunca trata de condicionar a los curadores. "Me
gusta ver las ideas y las interpretaciones de otro", dijo. "Veré las
cosas bajo una nueva luz". Para la muestra de Chicago, la señora
Lichtenstein se enteró de que habían pedido a Agnes Gund, la
coleccionista y presidenta emérita del Museo de Arte Moderno, que
prestara una de las obras más famosas de la época Pop, "Masterpiece"
(1962), en la cual una rubia dice a un artista de mandíbula cuadrada,
"¡Vaya, Brad, querido, esta pintura es una obra maestra!" Dorothy
Lichtenstein dijo que ella sorprendió a Gund, que es amiga suya,
ofreciéndole otra obra de Lichtenstein de igual tamaño y forma para que
no tuviera un espacio en blanco en la pared durante el tiempo que dure
la exposición. "Masterpiece" acabó en la muestra de Chicago.
Rondeau dijo que ese estilo de diplomacia y esa eficiencia eran típicas
de los esfuerzos de Dorothy Lichtenstein. "Ha dedicado una enorme parte
de su vida a proteger el legado de Roy", dijo. "No todos los cónyuges de
artistas deciden tomar y mantener esa posta", agregó. "Ella lo siente
de una manera muy intensa y actúa en consecuencia. Lo considera su
tarea".
Una impecable muestra en Bellas Artes, museo históricamente clave para el arte cinético argentino, recorre en 70 obras su producción de los años sesenta.
JULIO LE PARC. “Ejemplar n° 1” (caja múltiple), 1970. Colección MNBA, Buenos Aires.
Por Ana María Battistozzi
En los últimos quince años los porteños han tenido
oportunidades de conocer las preocupaciones y experiencias del arte
óptico y cinético a través de varias muestras de importancia, algunas
colectivas y otras individuales. Entre ellas, algunas de figuras
internacionales, como Jesús Soto, en el Museo Nacional de Bellas Artes y
en Proa; la retrospectiva de Julio Le Parc en Bellas Artes en el año
2000 y, más recientemente, la gran exhibición de Carlos Cruz Diez en el
Malba. Pero ninguna de ellas llegó a ocuparse del rol fundamental que
tuvo el arte cinético en la producción artística de nuestro país entre
fines de los 50 y comienzos de los 70. Algo que sí hace Real/Virtual - Arte cinético argentino en los años sesenta.
Un conjunto de setenta piezas rigurosamente elegidas por la curadora
María José Herrera convierten al pabellón de exposiciones temporarias
del MNBA en una suerte de cámara de maravillas que acoge en sugerente
penumbra juegos de luces, reflejos y variaciones de formas que reclaman
el entusiasmo participativo del espectador. Todo para fascinarlo con
sensaciones inéditas pero también para incitarlo a pensar en el mundo en
permanente devenir que le toca vivir.
Algo de esto postulaba
Umberto Eco, uno de los teóricos evocados por esta muestra, en un texto
de 1962 que escribió para el catálogo de Arte programado,
la muestra de arte cinético que se exhibió en Milán y suscitó una
interesante reflexión dirigida a comprender esas experiencias en el
marco de novedades que fueron cambiando la percepción del tiempo y el
espacio. “Los hombres del siglo XX hallan placer no en una forma sino en
una serie de formas co-presentes y simultáneas (…) Este hecho no
significa una depravación del gusto sino una adecuación a una dinámica
que las nuevas condiciones perceptivas y sociales han promovido”,
escribió en aquel texto en el que se preguntaba también: ¿Cuántas
puestas de sol y cuántas auroras han visto Titov y Glenn en unas pocas
horas?
Real/Virtual revela un perfil inédito: por
primera vez despliega un horizonte exhaustivo del arte cinético
argentino, cuyo punto de partida fue la exhibición de Víctor Vasarely
en el MNBA en 1958 y el impacto que provocó en el medio local. Pero
también su ascendencia, tanto en los premios más destacados de la época
como en el Salón Nacional que en 1968 llegó a dedicarle una sección
que se llamó “Investigaciones visuales”.
GREGORIO VARDANEGA. "Relieve electrónico", c. 1965.
“La muestra de Vasarely
nos abrió la cabeza”, han coincidido Rogelio Polesello y Julio Le Parc,
artistas que por entonces eran alumnos de la Escuela de Bellas Artes.
En ese círculo ampliado se contaban Horacio García Rossi, Luis
Tomasello, Jorge E. Lezama, Hugo de Marziani, Jorge Luna Ercilla y Juan
Carlos Romero. Cada uno acusó el impacto en su producción –ya fuera
grabado, pintura u objetos– aplicando el método serial que Vasarely
plasmó en dibujos y pinturas de vibrantes oposiciones ópticas.
“Es
evidente que la muestra de Vasarely abrió ante los jóvenes artistas
argentinos una salida a la geometría posconcreta”, opina María José
Herrera apoyada en el estudio de Cristina Rossi, incluido en el
catálogo, que sostiene que el germen del cinetismo ya estaba en todas
las tendencias concretas de los años 40, fundamentalmente en la
Asociación Arte Concreto Invención y MADI.
Acaso por ello
alrededor de aquella emblemática muestra, que exhibió el sello
vanguardista y la vocación internacionalista de la gestión de Romero
Brest, gira el primer núcleo de la muestra, donde conviven trabajos del
artista franco húngaro pertenecientes a la colección del MNBA y
trabajos de Tomasello (unas muy interesantes pinturas cinéticas de la
colección del Macla de La Plata del 57, un año antes de la muestra de
Vasarely). También, otras muy sutiles y poco conocidas de Juan Carlos
Romero, incluidas aquí junto a otras de García Rossi, Polesello, Hugo
De Marziani y Julio Le Parc.
La muestra de Vasarely llegó a Buenos
Aires auspiciada por la galería Denise René de París, que tres años
antes había exhibido la exposición Le Mouvement,
considerada como la primera salida a escena del arte cinético. A
instancias de Vasarely, integró a artistas de distintas nacionalidades
que coincidían en trabajar el movimiento real y virtual y también la luz.
ARY BRIZZI. "Construcción a partir de una circunsferencia", s/f. Todas las obras, Colección del MNBA.
Otro
capítulo de la historia que cuenta esta muestra es el del GRAV (Groupe
de Recherche d’Art Visuel) creado en París en 1961 por Le Parc y
Horacio García Rossi.
Allí se encontraban ambos desde 1958 y 1959,
respectivamente, e integraron un grupo de artistas argentinos y
franceses, entre ellos, Francisco Sobrino, otro compañero de la Escuela
de Bellas Artes; Francoise Molnar; Francisco García Miranda; Jöel
Stein, y Hugo Demarco. Pero la consagración del aporte argentino al
cinetismo internacional tendrá lugar en 1963 en la III Bienal de París
cuando el GRAV ganó el primer premio con la obra “La
inestabilidad-laberinto” –trabajo también presente en esta exhibición–,
que hace un uso en extremo sutil de la tecnología y convoca la
participación del espectador. Al año siguiente el GRAV paseó su éxito
por San Pablo y Río e hizo pie en el MNBA en una recordada muestra que
justamente se llamó La inestabilidad. Romero Brest ya no dirigía el museo, pero su sucesor, Samuel Oliver, siguió de cerca la ruta por él marcada en este sentido.
Antes
o después de esa gestión, el rol del MNBA en la formación de una
colección de arte cinético y en su difusión fue clave. De allí que esta
muestra adquiera especial significación institucional. Como proyecto,
se materializó de manera impecable gracias al aporte imprescindible de
la Asociación Amigos del Museo desde la investigación que la precedió y
fue volcada en el excelente catálogo, con aportes de destacados
especialistas: el de la curadora, y los de Elena Oliveras, Cristina
Rossi, María Florencia Galesio, Patricia Corsani y Paola Melgarejo,
del Departamento de investigación del Museo, y Florencia Cherñajovsky,
que apoyó desde la reconstrucción de la obra de Nicolás Schöffer, que
estuvo en la Bienal de San Pablo de 1961 y fue adquirida por el museo
también a instancias de Romero Brest. Todo funciona de manera precisa:
la penumbra, el montaje y hasta los botones que ponen en marcha el
mecanismo de cada obra.