La extraordinaria muestra de un artista que se adelantó a su época
                 
 
Giambattista Piranesi 
Por Mario Vargas Llosa
MADRID.-
 Soñó toda su vida con ser arquitecto, actividad a la que consideró "una
 profesión divina", y orgullosamente firmó todos sus libros como 
"Giambattista Piranesi, arquitecto veneciano", pero la única obra que 
llegó a diseñar y ejecutar fue la restauración de la iglesita de Santa 
María del Priorato, en el Aventino, que le serviría también de tumba. 
Su maestro en la técnica del aguafuerte, en Roma, 
Giuseppe Vasi, debió decepcionarlo mucho cuando le dijo que no tenía 
aptitudes para ser un buen artesano grabador porque era "demasiado 
artista" y debía dedicarse más bien a la pintura. Pero tenía razón, 
porque un grabador en aquellos tiempos, mediados del siglo XVIII, era 
sobre todo un diestro técnico fabricante de imágenes en serie a las que 
se consideraba, por lo general, en la periferia de lo artístico. 
Felizmente, Piranesi, que, además de malhumorado, inconforme y polémico,
 era terco, persistió, e hizo bien, porque convirtió el aguafuerte en un
 arte tan creativo y osado como la pintura y la escultura. El, gracias a
 sus aguafuertes y diseños, llegó a ser uno de los más grandes artistas 
de su tiempo y uno de los que crecerían más y ejercerían una influencia 
mayor después de muerto.
La muestra que se exhibe de él ahora en Madrid, en 
Caixaforum, "Las artes de Piranesi, arquitecto, grabador, anticuario, 
vedutista y diseñador", es extraordinaria. Tiene, entre otros, el mérito
 de mostrar buen número de los objetos que Piranesi concibió y diseñó 
pero nunca llegó a ver materializados, pues eran demasiado excéntricos e
 insólitos para el gusto de sus contemporáneos. Los ha producido, con 
escrupulosa fidelidad y utilizando la tecnología más avanzada, el 
laboratorio madrileño Factum Arte, que dirige Adam Lowe. Esos 
candelabros, trípodes, sillas, chimeneas, adornos, apliques, jarrones en
 los que Piranesi dio rienda suelta a su desbocada fantasía y su amor 
por las civilizaciones del pasado -Roma, Egipto, los etruscos- fascinan 
casi tanto como las invenciones carcelarias que lo han hecho famoso o 
las "Vistas" de esa Roma de los siglos grandiosos que él creyó 
documentar en sus grabados cuando en realidad la rehacía e inventaba.
Esos objetos constituyen una representación fantástica.
 No hay en ellos asomo de realismo, pese a estar constituidos de 
fragmentos, símbolos y otros ingredientes del pasado histórico y 
arqueológico. Pero estos materiales han sido combinados y reconstruidos 
con tanta libertad y siguiendo unos patrones de gusto y belleza tan 
personales que se han emancipado de sus fuentes y alcanzado plena 
soberanía. Lo que en ellos destaca es la imaginación desalada y la 
maestría formal de su inventor, que era capaz de abandonarse a los 
delirios más rebuscados sin perder jamás el gobierno de aquel simulacro 
de desorden al que daba coherencia un orden secreto. Cada uno de estos 
objetos es un verdadero laberinto hecho de simetría, intuición y 
desacato a los cánones establecidos en que se vuelca una vida profunda, 
aquella que, como escribió Goya, produce "el sueño de la razón". Como 
los poemas "oscuros" de Góngora o los monólogos interiores de Joyce, los
 artefactos domésticos que fantaseó Piranesi son testimonio de esa 
dimensión de la vida que llamamos el inconsciente. Estos delirantes 
muebles o adornos que ahora podemos ver (y hasta tocar), Piranesi sólo 
pudo soñarlos.
Le apasionaban las piedras antiguas, las ruinas, los 
caminos imperiales medio desaparecidos por la incuria de la gente y la 
fuerza destructora de la naturaleza, los monumentos víctimas de la usura
 del tiempo, y seguía con hipnótica perseverancia las excavaciones 
arqueológicas que iba revelando a pocos aquella antigüedad de la que 
vivió siempre prendado. Sobre todo, los hallazgos en torno a la 
civilización etrusca lo deslumbraron y toda su vida sostuvo, aun en 
contra de la evidencia histórica, que aquella, y no la griega, habría 
sido la fuente cultural de la civilización romana. Muy sinceramente 
creyó que el casi millar de grabados que produjo tenían como fin salvar 
de la desaparición y el olvido de las nuevas generaciones esos 
edificios, templos, puentes, arcos, pórticos, sepulcros, murallas, 
caminos, pozos, tuberías, que atestiguaban sobre la grandeza histórica y
 artística de los antiguos romanos.
Pero era más fuerte que su voluntad: cuando se ponía a 
diseñar en el papel o a pasar el buril sobre la plancha de cobre, su 
imaginación estallaba y hacía tabla rasa de la objetividad de sus 
propósitos. Al final, lo que resultaba era un mundo tan suyo como si lo 
hubiera inventado de pies a cabeza, sin necesidad de esos modelos a los 
que pretendía ser fiel, pero a los que su genio y sus pulsiones secretas
 transformaban, imprimiéndoles un sesgo absolutamente propio.
Era un realista visionario, a la manera de Goya, como 
lo señala Marguerite Yourcenar en el luminoso ensayo que le dedicó ("El 
cerebro negro de Piranesi"). (Dicho sea de paso, pocos artistas han 
inspirado a tantos escritores a escribir sobre ellos y su obra como 
Piranesi, desde Thomas de Quincey hasta Aldous Huxley, pasando por 
Coleridge, Victor Hugo y André Breton.) Yourcenar se refiere 
específicamente al sutil parentesco que existe entre las "Carceri" del 
veneciano y los frescos de la Quinta del Sordo del aragonés, pero sin 
duda las similitudes son más vastas. En sus obras, ambos fueron no sólo 
testigos, también creadores e inventores de su tiempo pues impregnaron a
 la sociedad que describieron de una sensibilidad que era la suya 
personal. En ambos, había una mirada que sutilmente discriminaba, 
elegía, magnificaba y abolía lo real rehaciendo subjetivamente aquello 
que aspiraba sólo a representar.
Pero, en tanto que a Goya le fascinaban los tipos 
humanos, cómo lucían y qué hacían los hombres y mujeres de su entorno, 
Piranesi no tenía mucha simpatía por sus semejantes. Secretamente, los 
despreciaba, al menos como materia artística. El privilegiaba las 
piedras y las cosas, a las que infundía un poderoso  élan  vital,
 en tanto que a los hombres en sus grabados los empequeñecía y condenaba
 a la condición de simples bultos o sombras anónimas.
Una de las originalidades de esta muestra es cotejar, 
en la última sala, ciertos edificios de la Roma antigua que Piranesi 
fijó en sus grabados con las fotografías de esos mismos lugares tomadas 
en nuestros días por Gabriele Basilio, un distinguido fotógrafo de temas
 arquitectónicos. Son los mismos modelos y sin embargo se diría que una 
esencia, un alma, un aura los separa, que está presente en los grabados y
 ausente en las fotos, ese elemento añadido con que el gran artista 
dieciochesco reconstruyó y adaptó a su propio mundo interior aquella 
Roma que creía solamente rescatar.
Una leyenda pertinaz, que subsiste pese a todos los 
desmentidos de biógrafos e historiadores, es que Piranesi realizó sus 
famosas "cárceles inventadas" -apenas dieciséis placas que atravesarían 
los siglos con efectos seminales sobre el arte y la literatura modernos-
 bajo el efecto de las fiebres de la epidemia de cólera que en esa época
 asoló Roma. En verdad, no necesitaba de enfermedades ni calenturas para
 desvariar: la alucinación fue su manera cotidiana de mirar y, por 
supuesto, de crear.
Lo hizo de manera más discreta y solapada cuando grabó sus  Vedute 
 (vistas) de la antigüedad. En sus cuatro "Caprichos" y en sus 
"Carceri", en cambio, operó de manera desembozada, como en un trance 
enloquecido, y, por eso, sus contemporáneos no supieron reconocer la 
fuerza convulsiva de esas imágenes pesadillescas, teatrales y 
angustiosas. Casi nadie se interesó en ellas. Sólo la posteridad 
reconocería su hechicera originalidad. Enormes recintos poblados de 
puentes, escaleras, columnas que remiten a otros puentes, escaleras y 
columnas, monstruosos aparatos, grúas, arietes, potros de tortura, 
cadenas, asfixiantes y aterradores por su profundidad y su soledad, en 
la que lo humano se ha reducido hasta la insignificancia y alejado, 
sobreviviendo apenas en los rincones sombríos, como les ocurre a las 
alimañas más nocivas. Esas prisiones tienen un contenido simbólico que 
alude a las peores calamidades, empezando por la pérdida de la libertad.
 En ellas están sugeridas todas las formas de la represión y la crueldad
 inventadas para convertir la vida en un infierno y entronizar el 
reinado de la maldad sobre la Tierra. Es imposible no sentir un 
estremecimiento de horror al contemplarlas. Por eso, se ha dicho de 
ellos con justicia que parecen los escenarios ideales para las historias
 del Marqués de Sade.
Jacques Guillaume Legrand asegura que oyó decir a 
Piranesi alguna vez: "Necesito ideas y creo que si me encargasen el 
proyecto de un nuevo universo, un loco arrojo me empujaría a 
acometerlo". Los biógrafos discuten si pronunció esa frase atronadora e 
insolente o se la atribuyeron. La verdad, no importa nada que la dijera o
 no, pues eso que dicen que dijo es exactamente lo que hizo a lo largo 
de toda la obra imperecedera que nos dejó.
Fuente: lanacion.com