Histórico. El Maldonado antes de ser entubado, a principio del siglo XX.
Por Eduardo Parise
Nadie puede discutir que el arroyo Maldonado es tan porteño como la Plaza de Mayo. Es que en su curso de más de veinte kilómetros, atraviesa diez barrios de la Ciudad: Versalles, Liniers, Villa Luro, Vélez Sarsfield, Floresta, Villa Santa Rita, Villa Mitre, Caballito, Villa Crespo y Palermo, para terminar en el ancho Río de la Plata.
Ahora, salvo cuando desborda y complica la vida de muchos, el arroyo está oculto debajo de la avenida Juan B. Justo y su continuación, la avenida Intendente Bullrich. Pero desde 1929, cuando se empezaron los trabajos, el Maldonado dejó atrás aquella imagen campera que lo había acompañado, para quedar entubado, primero bajo tierra y, desde 1936, debajo del asfalto de la zigzagueante traza de las avenidas. El entubamiento estuvo a cargo de la empresa Siemmens Schukert, contratada por Obras Sanitarias de la Nación.
Esa es la historia más reciente del famoso y más grande arroyo soterrado que tiene la Ciudad. Pero el Maldonado es conocido desde mucho antes. Tanto, que su nombre tiene origen en una de esas leyendas que, a lo largo de los años, corren de boca en boca. Es la que cuenta datos de la vida de “la Maldonado”, una de las mujeres que llegó con la expedición de Pedro de Mendoza, que el 3 de febrero de 1536 hizo la primera fundación de Buenos Aires, una precaria edificación que duraría apenas hasta 1541. Según la historia, aquella mujer se había embarcado en San Lúcar de Barrameda, desde donde zarpó la expedición en agosto de 1535. Era una más entre aquellas pocas pioneras –como María Dávila (esposa de Mendoza), Isabel de Guevara, Ana de Arrieta o Elvira Pineda– que se animaban a la aventura de cruzar el gran océano y oficiar de asistentes, obreras, enfermeras o amantes.
La suerte de aquella gente no fue la mejor: rodeados de nativos decepcionados por el trato de los españoles, el hambre y las enfermedades minaron la vida en la precaria ciudad. Fue en esa circunstancia que “la Maldonado” cruzó la empalizada de la aldea (algo prohibido) y se internó en el campo en busca de comida. Cuentan que, agotada, se refugió en una cueva cercana a aquel arroyo y que allí encontró a una puma a punto de parir. Y dicen que la mujer ayudó a aquel animal en el parto, que se presentaba difícil. Desde enconches, la fiera agradecida le proveía comida a la mujer que convivía con ella. Eso hizo que hasta los aborígenes la respetaran.
Sin embargo, la leyenda agrega que un día los españoles de la aldea la capturaron, la juzgaron y la condenaron a muerte, dejándola atada a un árbol en medio del campo, para que animales y alimañas terminaran con su vida. Aquello no ocurrió: “la Maldonado” fue rescatada y protegida por la puma a la que había ayudado. Unos cuentan que ante eso Mendoza le otorgó el perdón y la mujer volvió a la aldea. Otros, que su final se pierde en aquel terreno donde está el arroyo que lleva su nombre.
Con toda su carga dramática, la leyenda se mantiene intacta y cada tanto aparece en los relatos que hablan del Maldonado y su fama. Lo mismo pasa con otros aspectos que recuerdan lugares, hechos y protagonistas junto a ese arroyo rebelde que alguna vez fue uno de los límites naturales de la Ciudad. Es lo que pasa con la mala fama que supo tener el viejo café La Paloma, que estaba en el cruce de aquel curso de agua con la avenida Santa Fe, donde hoy hay una gran pinturería. En aquel recinto no sólo recalaron grandes de la génesis del tango como Eduardo Arolas, Tito Rocatagliata, Juan Maglio o Agustín Bardi. Cuentan que no sólo había música y mujeres de vida licenciosa: también hablan de algunas ratas que invadían el lugar y exageran mintiendo con ese jocoso mito de que hasta solían prenderse en algún bailongo. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com
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