El lugar del arte y su relación con el espacio fronterizo de la Nación atraviesa una serie de trabajos compilados por el filósofo Eduardo Rinesi que cruzan estética y política.
LOUVRE. Un recinto de lo sagrado adaptado, necesariamente, a las nuevas tecnologías.
Por Inés Hayes
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración”, decía Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Siete décadas más tarde, el debate sobre la pérdida del “aura” de la obra artística en las industrias culturales sigue vigente en Museos, arte e identidad, artesanías en la idea de Nación, editado por Gorla y compilado por el politólogo y filósofo Eduardo Rinesi, rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
Así como Benjamin –hijo de la burguesía más acomodada de Alemania, pero ferviente crítico del Nazismo, al punto que le costó su propia vida–, los artículos reunidos en este libro analizan el surgimiento de los museos y sus formas de organizar y legitimar la memoria y lo hacen desde la perspectiva analítica del materialismo histórico: “Las naciones son siempre el resultado (desde ya provisorio, contingente, parcial, siempre abierto a las posibilidades que ofrece la renovación perpetua de las cosas –es por eso que hay política, política de la historia y política de la memoria) de una o una serie de batallas, y desnaturalizar el orden del presente es volver a oír y a hacer audible el rumor de esas batallas por debajo del silencio sepulcral que acompaña la imposición universal de la historia que se cuenta siempre después de que el ruido de esas batallas se ha acallado, volver a mostrar las heridas abiertas bajo la superficie lisa de los vencedores. La Nación –se lee en uno de los trabajos que estamos presentando– no es ni una mera categoría analítica ni la esencia ya dada de un pueblo, sino el resultado de una serie de perpetuas y complejas luchas materiales y simbólicas”, escribe en el prólogo Eduardo Rinesi. “El arte tiene un lugar fundamental en esas luchas, y por lo tanto la crítica del arte sólo puede ser, a su vez, crítica histórica y crítica política”, concluye el compilador en la antesala del libro.
El 11 de marzo de 1882, cuando en Argentina se consolidaba el modelo agroexportador, Ernest Renan daba su magistral conferencia “Qué es una Nación” en la Sorbona: “La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo”. Si la Nación necesita un mito fundacional para nacer, los museos deben su origen al surgimiento de los estados nacionales.
“El museo moderno se ha instituido, no sin tensiones y complejidades, como espacio de la memoria ‘legítima’. Podemos fechar su nacimiento cuando el Louvre abre sus puertas en 1793 exhibiendo al gran público las obras y bienes que habían pertenecido a la monarquía”, desarrolla en su trabajo “El museo moderno y las formas de la memoria”, Florencia Gómez. El pacto implícito –propio del museo moderno– que se establece entre el espectador y la obra de arte (el individuo debe asistir al museo que encierra entre sus paredes las obras a contemplar) responde a la matriz de pensamiento que se remonta al Renacimiento: “La pintura italiana, desde Alberti hasta Miguel Angel, concebirá el lugar del pintor como un punto de vista preexistente y externo y como medida para la representación del mundo, y definirá al cuerpo humano como proporción y escala para representar todas las cosas. El mundo será aquello que es visto desde la ventana donde se sitúa el ojo del pintor”.
Del otro lado del océano Atlántico, nacía en 1896 el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires cuando, según escribe en su trabajo “Ideas de Nación”, Alejandro Boverio, un “círculo de artistas plásticos argentinos intentaban crear un espacio en la nación para el arte, al mismo tiempo que procuraban un lugar en el arte para la nación”. La relación necesaria entre Nación y museo también estuvo presente en la formación del Estado argentino. “Y como retoma el autor al citar a Laura Malosetti Costa en su trabajo. Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX, esos mismos artistas “pretendieron con sus obras y sus exposiciones no sólo educar el gusto de ese público sino también transmitir valores e ideales que se relacionaban –de una u otra manera– con su idea de nación civilizada”. En ese sentido, en “Nacional(iz)arte: la querella nacional y el arte como artillería”, Sebastián Senle Seif analiza las manifestaciones artísticas hegemónicas del Río de la Plata en la primera mitad del siglo XIX a través de la litografía y su utilización política durante el período rosista.
Por otra parte, Luis Juan Guerrero se ocupa de “las claves para una teoría de la recepción en la filosofía argentina”, mientras que María Pía López detalla las razones que llevaron a la apertura del Museo del Libro y la Galería de la Lengua en la Biblioteca Nacional: “el libro como nudo de la cultura y, a la vez, como resultado de las fuerzas productivas. Hecho de ideas, hecho de tintas y papeles. Superficie de huellas y etéreo impulso. Pocas invenciones de la humanidad existen en ese borde en el que son otras cosas, partícipes necesarios de mundos diversos. El Museo no custodiaría la historia de sus reinvenciones sucesivas ni sería clasificador de sus cambios. Más bien, tratará de mostrar la magia de esa invención, sin aplastarla en secuencias ni atenuarla en cronologías”.
Fuente: Revista Ñ Clarín