Qué estás buscando, mamita?”, me dice la señora desde el puesto
de ropa, falsas marcas de segunda, el reino de lo trucho. Allí –plafón
de lencería y guirnaldas doradas– unos policías detienen a inmigrantes
haitianos, otros hombres destripan ristras de ajos y yo –quizás ilusa–
espero ver en este fin de año, a algún artista contemporáneo buscando
materiales para crear obras. Porque ésta, La Saladita, no es una feria
común: es uno de esos lugares donde termina el arco iris, donde se
esconde un tesoro secreto del mundo del arte. Es, también, la hija
favorita de la Reina-Madre de las ferias informales: La Gran Salada, la
más grande de América Latina. Y los artistas lo saben. Y lo callan (no
sea cosa que se corra la bola: no todo participante del sistema del arte
se banca lo popular). Pero cuando algún protagonista habla, ahí sí,
larga puntas: este es el tipo de arcón donde nos divertimos, me dicen
los artistas. Una especie de juguetería a escala urbana. “Y para buscar
materiales, cuanta más pobreza, mejor”, detallará luego el maestro Enio
Iommi, quien crea obras con objetos comprados. “Porque entonces los
objetos tienen expresión. Si no, no me interesan.” Ahora, en vísperas
del Año Nuevo, lo compruebo por mí misma aquí, en La Saladita, donde el
paraíso entero de lo existente desfila ante mis ojos, la génesis de la
creación clase B: blancos camellos inflables, zapatillas desnikeadas,
duras mariposas de plástico, mucho jean, lentejuela, calzoncillo y
dinosaurio encogido. A un lado de la feria, el Mburukuyá Klub. Del otro,
la estación Constitución. Cerca, muy cerca, el Hotel Autopista.
Ciudadela street por detrás.
Tierra de cruce, eso es lo que
buscan, los artistas de hoy en día. Depósitos de los últimos eslabones
de la cadena de consumo, donde puedan encontrar nuevas ideas,
materiales, inspiración. Donde exista todo eso que traen las nuevas
inmigraciones a Capital y alrededores, sobre todo las de Bolivia y
Paraguay, tan influyentes en la producción del arte local. Ellas son,
para los artistas, bocanadas de aire limpio, divino maná caído del
cielo. Las influencias se ven nítidas en las obras recientes de la
pintora Marcia Schvartz, por ejemplo, en las que incorpora ekekos,
imanes para heladeras, chanchitos-alcancía, el vestuario de los
bailarines de Bolivia… O en los trabajos de Marcos López y Martín
Churba. Aunque desde que lo específico guaraní se puso últimamente de
moda, aparecen sus marcas en las obras de artistas más jóvenes, como
Javier Barilaro, por ejemplo. Pero su verdadero origen está acá, en
estas ferias, en esta nueva irrupción migratoria, estos flamantes
mini-países delimitados por el mercado, que despiertan la curiosidad y
la imaginación, y que los artistas detectan rápidamente. Si no, que lo
digan el colectivo Yaguareté y Judith Villamayor, quienes durante 2007
se apropiaron, no de los objetos de La Salada, pero sí de su mecanismo
de compra y venta, poniendo su propio puestito en medio de la feria para
vender falsas pinturas de Kuitca. “Yaguareté, único importador de
Kuitca (artista internacional). Ventas directas, pasillo 10, puesto 112.
Punta Mogotes. La Salada”, rezaba la tarjeta de presentación, colorida
como un póster de bailanta.
“Lo de sub-alquilar un puesto en La
Salada fue performático”, explica Villamayor. “Lo hicimos durante cuatro
domingos. Allí, nuestro puesto de venta de falsos Kuitcas era uno más.
La gente miraba y miraba las pinturas, y no compraba nada. Y eso que
valían diez, veinte pesos… Pero nos gustaba que la gente las tocara sin
prejuicios. Además, nadie sabía quién era Kuitca”.
¿Pero por qué
quisieron hacer esa performance en La Salada? ¿Para qué? “Tenía que ver
con valorar la copia”, explica la artista. “Pensábamos que el objeto es
modificado por el observador. Entonces, al vender obras de arte fuera
del circuito clásico del mercado de arte de Buenos Aires, y al venderlas
justamente en esa feria –que es el mundo de la copia por excelencia–,
quienes señalaban al producto no lo veían como obra de arte. Así, se
cortaba la cadena.” A pesar de la fascinación que despierta, La Salada
queda lejos de los talleres de los artistas más instalados en el
circuito. Y claro, muchas veces ellos necesitan buscar materiales
rápidamente. Por eso lo resuelven yendo a Once, por ejemplo. Es el caso
de León Ferrari, Leandro Torres, Eduardo Navarro y Daniel Leber. O van a
Parque Centenario, como Enio Iommi. O buscan en la misma calle. “Si yo
voy por ahí y encuentro algo que me interesa –cuenta Iommi–, trabajo con
eso. Una vez por mes, también, me doy una vuelta por las ferias, a ver
qué veo. En la de Parque Centenario hace poco encontré tres cabezas de
maniquíes muy fantásticas. La feria de San Telmo, en cambio, a veces me
parece demasiado exquisita. Allí, cuando veo una escultura de bronce
bien pulida, trato de no mirarla, porque eso es la exquisitez, no tiene
vida. A mí me interesa que se note la expresión de lo usado, que tenga
humanidad.” Para entender cómo determinados materiales en ciertas
situaciones despiertan ideas a los artistas, Iommi cuenta la creación de
su última obra: “Me pasó que tenía que arreglar el calefón porque
estaba todo podrido. Cuando lo sacaron, lo vi y le dije al gasista: “¡No
me lo tire!”. Y con eso hice un trabajo. Le puse encima una bicicleta
de juguete con un personaje al que le corté un brazo y una pierna. Llamé
a la obra “Todos tenemos nuestros desgastes”. Acá aparece otra línea
estética fuerte del arte contemporáneo en general, y específicamente el
de nuestro país, sobre todo post-2001: la basura metamorfoseada en arte.
Se ve clarísimo en las obras de los jóvenes locales Diego Bianchi,
Nicanor Aráoz e Irina Kirchuk, por ejemplo. Pero quizá la máxima
expresión de cómo utilizar la basura para hacer arte contemporáneo sea
“Basurama” –su lema: “creatividad y basura”–, un colectivo artístico
nacido en 2001 en la Escuela de Arquitectura de Madrid, focalizado en
desentrañar los procesos productivos, la generación de desechos que eso
implica y las posibilidades creativas de la basura. Fuente de
inspiración para creativos locales gracias a su paso por nuestro país
–en 2009 estuvieron por aquí analizando el fenómeno cartonero, hicieron
talleres en Buenos Aires, instalaciones e intervenciones en Córdoba
dentro de MercoRUS, “Residuos Urbanos Sólidos”, debido a su gira
“basuramericana”–, los Basurama no se andan con chiquitas y ponen el
dedo en el centro de la llaga, en muchos países alrededor del mundo: esa
herida que evidencia las estructuras informales e ilegales que se
esconden en los márgenes, en este caso, tras la basura.
Volviendo
al barrio, acá, muy cerca, hay otros artistas que también trabajan con
basura, y con chapas viejas: son los del colectivo FiebreMuy, quienes
desde 2009 intervienen autos abandonados por toda Buenos Aires, en
especial los de los barrios de Flores, Floresta y San Cristóbal.
“Hacemos acciones con autos en situación de resto, de inutilidad”,
explica Jimena Croceri, integrante fundadora del grupo. “Vamos al auto,
lo ocupamos, lo empapelamos o decoramos, llevamos algo para comer
dentro, hacemos música, leemos poesía… Estamos ahí”. Los vecinos
responden al gesto: “La gente se acerca a ver qué está pasando con los
autos-chatarra, abandonados en esas cuadras por años”, comenta la
artista.
Junto con Maite Ortiz, Mariela Arzadun y Federico
Mangiore, Croceri también se dedica con el colectivo a dorar basura: van
caminando por la calle, y donde ven algún montículo de basura que les
gusta, lo doran con aerosoles, para rescatarlos. “Los llamamos
‘Tesoros’”, agrega.
A pesar de que el mundo de los artistas
plásticos tiene un ojo puesto permanentemente en fenómenos como La
Salada, sin embargo parece que son los arquitectos, quienes más
proyectos hacen en torno a la feria. Y su material de creación es,
directamente, el espacio urbano donde la feria está enclavada. Como pasa
con el proyecto “Riachuelo express”, evento producido por el colectivo
Supersudaca dentro de la exposición PostPostPost, realizada en 2010 en
el Centro Cultural de España en Buenos Aires. “Supersudaca es un think tank
de arquitectura e investigación urbana”, se autodefinen, con postulado
propio: “Nos rehusamos a creer que el único espacio libre para los
arquitectos latinoamericanos es hacer casas de playa para clientes ricos
(¡aunque no descartamos esa posibilidad del todo!)”, escriben. “Nuestro
mayor interés ha sido conectar la usualmente desconectada arena
arquitectónica latinoamericana con proyectos directamente relacionados
con la percepción pública tales como espacios recreativos, espacios
públicos o instalaciones”, dicen. Si uno observa los distintos proyectos
del colectivo de arquitectos, confirma que, de esas locaciones, una de
las favoritas es la de nuestro Riachuelo y su cuenca; y de allí nació la
especialidad arquitectónica-gourmet, el regodeo que todo creativo del
espacio urbano ansía modificar casi utópicamente: la imaginería volcada
con todo su potencial a La Salada, por supuesto. “¿Cómo sería el río
como conexión en vez de como división? ¿Qué nuevos tipos de vivienda,
transporte, trabajo, esparcimiento, se podrían relacionar a La
Matanza-Riachuelo? ¿Cómo sería la ciudad con un río limpio
atravesándola?”, eran algunas de las preguntas planteadas durante el
seminario coordinado por los Supersudacas Martín Delgado, Sebastián
Marsiglia y Max Zolkwer, que hallaron respuesta en varios proyectos
urbanísticos, como “Riachuelo Falls” de Fedora Mora, “Nexochuelo”, de
Martín Irlich, “5 pal peso” de Agustín Nerome y “Canale Grande Matanza”,
de Juan Ruarte Alvarez.
“Paraformal, ecologías urbanas” –archivo
resultante del seminario de debate en torno a las situaciones
intermedias, llamadas “paraformales”, nacidas entre ciudades formales e
informales, organizado por el Centro Cultural de España en Buenos Aires y
otras instituciones y organismos– y “Rally Conurbano” –investigan y
exploran distintas zonas del conurbano, recorriéndolas–, dan cuenta del
potencial de la inmensa y rica cultura que crece en la zona. Inestable,
impredecible, sin tanto catastro ni planificación, precaria e ilegal, la
feria acoge al universo entero como una gran madre india. “¿Todos los
caminos van a Roma, dicen…?”, escribe el grupo de arquitectos de
“Tupartesalada”, “¡Jajajajaja!”, ríen. “Cuando está Punta Mogotes
abierto, todos van a Punta Mogotes”. Y los artistas, también.
Fuente: Revista Ñ Clarín