Siempre hubo historias entre unos y otros. “La plata la pongo yo”, aseguran los clientes.
Los profesionales añoran las épocas en las que trabajaban para gente “sensible”.
Desde siempre, la relación entre arquitectos y clientes (comitentes, como se denomina en la jerga) ha sido conflictiva.
Para algunos historiadores, aunque existan el Partenón, el Coliseo o de las pirámides de Egipto, la Arquitectura existe como disciplina, en los términos en que la conocemos ahora, desde el Renacimiento (siglo XV). Lo cierto es que por mucho tiempo no se ocupó de la gente común; estuvo dedicada a satisfacer las necesidades de dioses, papas, reyes y príncipes.
Las páginas de la Historia del Arte muestran iglesias, templos o castillos y sólo recién en los últimos capítulos, dedicados a la Modernidad (fines del siglo XIX y principio del XX) aparecen las viviendas. Como decía el arquitecto cordobés Ignacio “Togo” Díaz: un tema donde “el usuario tiene rostro”. Claro que no viene solo... Con las casas, las relaciones entre arquitectos y clientes se hicieron más personales, aparecieron con mayor intensidad las comedias de enredos y los conflictos.
Todos tienen un poquito de razón. Los clientes dicen: “La plata la pongo yo, por qué mi arquitecto va hacer lo que quiere”. “¿Qué se cree que me va a enseñar cómo tengo que vivir?” Los arquitectos, en muchos casos, la juegan de incomprendidos y reclaman clientes más cultos, que sepan comprender su arte. Añoran los tiempos en que la Arquitectura, así con mayúsculas, estaba allá arriba. Cuando una Victoria Ocampo buscaba a los mejores arquitectos (primero a Le Corbusier y luego a Alejandro Bustillo) para hacerse su casa en Barrio Parque, en Rufino de Elizalde 2831, donde hoy funciona la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.
Volviendo a hoy y a la tierra, se quejan porque una vez que terminan las obras, cuando llegan los dueños y las habitan, se las arruinan. Se sabe, dicen como un secreto a voces, la foto hay que sacarla inmediatamente antes de que se muden.
También, pobres, se sienten ultrajados porque luego de parir la obra durante más de un año, les cierran las puertas y en el mejor de los casos pueden pedir permiso para visitarla.
En la última recorrida que hice acompañado por arquitectos visitando “sus” casas, recogí nuevos testimonios que ¿echan luz? sobre estas relaciones peligrosas.
Uno de los arquitectos me contó que hasta le ofreció regalar al cliente los planos con los diseños de los muebles de la casa supervanguardista que estábamos visitando para evitar que pusiera los horrendos muebles de caño que finalmente puso e imposibilitaron cualquier foto digna.
Otro me confesó que para evitar que su obra quede desdibujada por los gustos de los dueños, su estrategia es hacer una arquitectura tan fuerte, de tanta presencia, que resista cualquier cachivache. El susodicho las crea con unas potentes estructuras de hormigón visto que concentran la atención de cualquier distraído y ningunean el equipamiento.
El más conceptuoso me aseguró, mientras visitábamos una fantástica casa donde estaba cuidadosamente diseñado hasta el más mínimo detalle, que los arquitectos necesitan de un cómplice para hacer una buena obra. Una curiosa definición que deja implícito que la intención profunda del proyectista es llevar a cabo una tropelía, un capricho o, si seguimos al pie de la letra la acepción de la palabra cómplice, simplemente algo así como un delito.
También hubo de los otros, de esos que se llenan la boca con discursos políticamente correctos. Son los que dicen respetar el gusto de la gente, que no hay que imponerles nada, que la gente no come vidrios y sabe perfectamente qué quiere.
Ni tanto ni tan poco, qué tal una comparación gastronómica. Habito todos los días como desayuno, almuerzo, meriendo y ceno. Puedo asegurar que la carne me gusta a punto, jugosa o medio pasadita. Con mucha o poca sal. Que prefiero tal o cual corte. Pero todas esas sabidurías no me convierten ni en cocinero ni me habilitan para hacer un programa gourmet.
Un buen chef me puede sorprender con los más exquisitos manjares. Puede guiarme a descubrir una impensable combinación de gustos, colores, aromas y texturas. Puede aconsejarme en la elección del vino adecuado. Y, en algunos casos, hasta programarme una dieta saludable. Para mí, los buenos arquitectos son los que hacen eso. Guían, asesoran, acompañan al cliente para hacer su casa. Los ayudan a decidir, a descubrir las mejores posibilidades aunque estén fuera de libreto. No buscan en el cliente un cómplice para llevar a cabo “su” obra, ni un instrumento para obtener una buena foto que rankee para ser publicada. En todo caso, buscan un compinche. Alguien con quien compartir la aventura de generar un proyecto con intereses que se potencien: “tu mejor casa, mi mejor proyecto”.
Fuente: www.lanación.com
Para algunos historiadores, aunque existan el Partenón, el Coliseo o de las pirámides de Egipto, la Arquitectura existe como disciplina, en los términos en que la conocemos ahora, desde el Renacimiento (siglo XV). Lo cierto es que por mucho tiempo no se ocupó de la gente común; estuvo dedicada a satisfacer las necesidades de dioses, papas, reyes y príncipes.
Las páginas de la Historia del Arte muestran iglesias, templos o castillos y sólo recién en los últimos capítulos, dedicados a la Modernidad (fines del siglo XIX y principio del XX) aparecen las viviendas. Como decía el arquitecto cordobés Ignacio “Togo” Díaz: un tema donde “el usuario tiene rostro”. Claro que no viene solo... Con las casas, las relaciones entre arquitectos y clientes se hicieron más personales, aparecieron con mayor intensidad las comedias de enredos y los conflictos.
Todos tienen un poquito de razón. Los clientes dicen: “La plata la pongo yo, por qué mi arquitecto va hacer lo que quiere”. “¿Qué se cree que me va a enseñar cómo tengo que vivir?” Los arquitectos, en muchos casos, la juegan de incomprendidos y reclaman clientes más cultos, que sepan comprender su arte. Añoran los tiempos en que la Arquitectura, así con mayúsculas, estaba allá arriba. Cuando una Victoria Ocampo buscaba a los mejores arquitectos (primero a Le Corbusier y luego a Alejandro Bustillo) para hacerse su casa en Barrio Parque, en Rufino de Elizalde 2831, donde hoy funciona la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.
Volviendo a hoy y a la tierra, se quejan porque una vez que terminan las obras, cuando llegan los dueños y las habitan, se las arruinan. Se sabe, dicen como un secreto a voces, la foto hay que sacarla inmediatamente antes de que se muden.
También, pobres, se sienten ultrajados porque luego de parir la obra durante más de un año, les cierran las puertas y en el mejor de los casos pueden pedir permiso para visitarla.
En la última recorrida que hice acompañado por arquitectos visitando “sus” casas, recogí nuevos testimonios que ¿echan luz? sobre estas relaciones peligrosas.
Uno de los arquitectos me contó que hasta le ofreció regalar al cliente los planos con los diseños de los muebles de la casa supervanguardista que estábamos visitando para evitar que pusiera los horrendos muebles de caño que finalmente puso e imposibilitaron cualquier foto digna.
Otro me confesó que para evitar que su obra quede desdibujada por los gustos de los dueños, su estrategia es hacer una arquitectura tan fuerte, de tanta presencia, que resista cualquier cachivache. El susodicho las crea con unas potentes estructuras de hormigón visto que concentran la atención de cualquier distraído y ningunean el equipamiento.
El más conceptuoso me aseguró, mientras visitábamos una fantástica casa donde estaba cuidadosamente diseñado hasta el más mínimo detalle, que los arquitectos necesitan de un cómplice para hacer una buena obra. Una curiosa definición que deja implícito que la intención profunda del proyectista es llevar a cabo una tropelía, un capricho o, si seguimos al pie de la letra la acepción de la palabra cómplice, simplemente algo así como un delito.
También hubo de los otros, de esos que se llenan la boca con discursos políticamente correctos. Son los que dicen respetar el gusto de la gente, que no hay que imponerles nada, que la gente no come vidrios y sabe perfectamente qué quiere.
Ni tanto ni tan poco, qué tal una comparación gastronómica. Habito todos los días como desayuno, almuerzo, meriendo y ceno. Puedo asegurar que la carne me gusta a punto, jugosa o medio pasadita. Con mucha o poca sal. Que prefiero tal o cual corte. Pero todas esas sabidurías no me convierten ni en cocinero ni me habilitan para hacer un programa gourmet.
Un buen chef me puede sorprender con los más exquisitos manjares. Puede guiarme a descubrir una impensable combinación de gustos, colores, aromas y texturas. Puede aconsejarme en la elección del vino adecuado. Y, en algunos casos, hasta programarme una dieta saludable. Para mí, los buenos arquitectos son los que hacen eso. Guían, asesoran, acompañan al cliente para hacer su casa. Los ayudan a decidir, a descubrir las mejores posibilidades aunque estén fuera de libreto. No buscan en el cliente un cómplice para llevar a cabo “su” obra, ni un instrumento para obtener una buena foto que rankee para ser publicada. En todo caso, buscan un compinche. Alguien con quien compartir la aventura de generar un proyecto con intereses que se potencien: “tu mejor casa, mi mejor proyecto”.
Fuente: www.lanación.com