Alberto Benegas Lynch (h),
intelectual y pensador de fuste, escribe y recuerda a Jorge Luis Borges
con notable agudeza y su proverbial pluma. A un cuarto de Siglo de la
muerte del insigne escritor, bien vale recordarlo y homenajearlo bajo el
enfoque de este reconocido economista y catedrático de la libertad.
MI RECUERDO DE BORGES
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Cuando era rector de la Escuela Superior de Economía y Administración
(ESEADE) los alumnos me pidieron tenerlo a Borges entre los invitados.
Intenté el cometido por varios caminos indirectos sin éxito, incluso
almorcé en su momento con mi pariente Adolfo Bioy Casares con quien en
aquel entonces éramos miembros de la Comisión de Cultura del Jockey Club
de Buenos Aires, pero me dijo que “Georgie se está poniendo muy difícil
de modo que prefiero no intervenir en este asunto”. Finalmente decidí
llamarla por teléfono a la famosa Fanny (Epifanía Uveda de Robledo)
quien actuaba como ama de llaves en la casa de Borges desde hacía más de
un cuarto de siglo. Ella me facilitó todo para que Borges fuera a
hablar a ESEADE y arregló los honorarios conmigo.
La velada fue muy estimulante y repleta de ironías y ocurrencias
típicamente borgeanas todo lo cual se encuentra en la filmación de ese
día en los archivos de esa casa de estudios, acto al que también nos
acompañó por unos instantes Adolfito antes de ir a la regular sesión de
masajes para aliviar su dolor de espalda. Cuando nos dirigíamos al aula
Borges me preguntó “¿Dónde estamos Benegas Lynch?” y cuando le informé
que en el ascensor me dijo “¿por qué ascensor y no descensor?”.
Cuando lo dejé en su departamento en la calle Maipú me invitó a pasar
y nos quedamos conversando un buen rato atendidos por Fanny que nos
sirvió una taza de té que al rato repitió con la mejor buena voluntad.
Hablamos de los esfuerzos para difundir las ideas liberales y las
dificultades para lograr los objetivos de la necesaria comprensión de la
sociedad abierta. Se interesó por la marcha de mis cátedras y
especialmente por la reacción de los estudiantes. Volvió a sacar el
intrincado tema del arte objetivo o subjetivo que habíamos tocado en el
automóvil cuando lo buscamos con María, mi mujer, ocasión en la que al
intercalar la relación entre el arte y la religión señaló que la
referencia religiosa más sublime que había escuchado era que “el sol es
la sombra de Dios”.
Sé que María Kodama ha tenido serias desavenencias con Fanny (y con
algunos allegados y allegadas a Borges) pero no quiero entrar en esos
temas, sólo subrayo que con María tenemos una muy buena relación y ella
me invitó a exponer en el primer homenaje a Borges que le rindió la
Fundación que lleva su nombre junto al sustancioso y extrovertido
español José María Álvarez y a otros escritores. Mi tema fue “Spencer y
el poder: una preocupación borgeana” lo cual fue muy publicitado en los
medios argentinos (a veces anunciado equivocadamente como Spenser, por
Edmund, el poeta del siglo xvi, en lugar de aludir a Herbert Spencer el
filósofo decimonónico anti-estatista por excelencia). Con Maria Kodama
nos hemos reunido en muy diversas oportunidades solos y con amigos
comunes pero siempre con resultados muy gratificantes.
Son muchas las cosas de Borges que me atraen. Sus elucubraciones en
torno a silogismos dilemáticos me fascinan, por ejemplo, aquel examen de
un candidato a mago que se le pide que adivine si será aprobado y a
partir de allí como el consiguiente embrollo que se desata no tiene
solución. Por ejemplo, su cita de Josiah Royce sobre la imposibilidad de
construir un mapa completo de Inglaterra ya que debe incluir a quien lo
fabrica con su mapa y así sucesivamente al infinito. Por ejemplo, la
contradicción de quienes haciendo alarde de bondad sostienen que
renuncian a todo, lo cual incluye la renuncia a renunciar que significa
que en verdad no renuncian a nada.
He recurrido muchas veces a Borges para ilustrar la falacia ad hominem,
es decir quien pretende argumentar aludiendo a una característica
personal de su contendiente en lugar de contestar el razonamiento. En
este sentido, Borges cuenta en “Arte de injuriar” que “A un caballero,
en una discusión teleológica o literaria, le arrojaron en la cara un
vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: ésto señor, es
una digresión; espero su argumento” y la importancia de saber conversar
a la que alude Borges quien ilustra la idea con la actitud hospitalaria
y receptiva de Macedonio Fernández que siempre terminaba sus
consideraciones “con puntos suspensivos para que retome el contertulio”,
a diferencia de Leopoldo Lugones que “era asertivo, terminaba las
frases con un punto y aparte; para seguir hablando con él había que
cambiar el tema”.
Siempre me ha parecido magnífico el modo en que Borges comienza “La
biblioteca de Babel”: “El universo (que otros llaman la biblioteca)…”.
Una afirmación que encierra el secreto de toda biblioteca bien formada
que representa un fragmento de la cultura universal, una porción de los
amigos del conocimiento, un segmento de los alimentos más preciados del
alma.
A mis alumnos les he citado frecuentemente el cuento borgeano de
“Funes el memorioso” para destacar la devastadora costumbre de estudiar
de memoria y la incapacidad de conceptualizar y de relacionar ideas.
Recordemos que Funes, con su memoria colosal después del accidente, no
entendía porque se le decía perro tanto a un can de frente a las cuatro
de la tarde como a ese animal a las tres y de perfil.
Es casi infinito el jugo que puede sacarse de los cuentos de Borges
(un periodista distraído una vez le preguntó cuál era la mejor novela
que publicó, a lo que el escritor naturalmente respondió: “nunca escribí
una novela”). Las anécdotas son múltiples: en una ocasión, al morir su
madre, una persona, en el velorio, exclamó que había sido una lástima
que no hubiera llegado a los cien años que estuvo cerca de cumplir, a lo
que Borges respondió “se nota señora que usted es una gran partidaria
del sistema decimal”. Con motivo del fútbol en una ocasión se preguntó
en voz alta la razón por la que ventidós jugadores se peleaban por una
pelota: “sería mejor que le dieran una a cada uno”. Un joven se le
acercó en la calle y con gran euforia le entrega un libro de producción
propia y Borges le pregunta por el título a lo que el peatón responde Con la patria adentro,
entonces el escritor que siempre rechazó toda manifestación de
patrioterismo exclamó “¡qué incomodidad amigo, qué incomodidad!”. En otra
ocasión se arrima una joven entusiasta que afirma casi a los alaridos
“Maestro, usted será inmortal” a lo que Borges respondió “no hay porque
ser tan pesimista hija” y cuando Galtieri era presidente argentino le
dijo que una de sus mayores ambiciones era parecerse a Perón: Borges
(seguramente conteniendo sus primeros impulsos) replicó lo más
educadamente que pudo, “es imposible imponerse una aspiración más
modesta”. Poco antes, en esa misma época militar, se convocó a una
reunión de “la cultura” a la que lo habían invitado reiteradamente por
varios canales y a la salida los periodistas le consultaron sobre el
cónclave a lo que Borges contestó con parquedad y con un indisimulado
tono descalificador: “no conocía a nadie”. A poco de finiquitada la
inaudita guerra de las Malvinas, Borges publicó un conmovedor poema
donde tiene lugar un diálogo entre un soldado inglés y uno argentino que
pone de manifiesto la insensatez de aquella guerra iniciada por
Galtieri al invadir las mencionadas islas (tantas personas perdieron el
juicio en esa guerra que un miembro de la Academia Nacional de Ciencias
Económicas de Argentina sugirió se lo expulsara al premio Nobel en
Economía F. A. Hayek como miembro correspondiente de la corporación
debido a que declaró con gran prudencia y ponderación que “si todos los
gobiernos invaden territorios que estiman les pertenecen, el globo
terráqueo se convertirá en un incendio mayor del que ya
es”…afortunadamente aquella absurda e insólita moción no prosperó).
Borges tenía una especial aversión por todas las manifestaciones de
los abusos del poder político por eso, en el caso argentino, sostuvo en
reiteradas ocasiones (reproducido en El diccionario de Borges compilado
por Carlos R. Storni): “Pienso en Perón con horror, como pienso en
Rosas con horror” y por eso escribió en “Nuestro pobre individualismo”
que “El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con
profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual
intromisión del Estado en los actos del individuo” y en el mismo ensayo
concluye que “el Estado es una inconcebible abstracción”.
Pronostica Borges (lo cual queda consignado en el antedicho
diccionario) que “Vendrán otros tiempos en que seremos ciudadanos del
mundo como decían los estoicos y desaparecerán las fronteras como algo
absurdo” y en “Utopía de un hombre que estaba cansado” se pregunta y
responde “¿Qué sucedió con los gobiernos? Según la tradición fueron
cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban
guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y
pretendían imponer censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa
dejó de publicar sus colaboraciones y efigies. Los políticos tuvieron
que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos
curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este
resumen”.
Borges nos arranca la angustia del absurdo perfeccionismo al intentar
la administración de la pluma en el oficio de escribir cuando al
citarlo a Alfonso Reyes dice que “como no hay texto perfecto, si no
publicamos nos pasaríamos la vida corrigiendo borradores” ya que un
texto terminado “es fruto del mero cansancio o de la religión”.
Y para los figurones siempre vacíos que buscan afanosamente la foto, escribió Borges en El hacedor:
“Ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien para
que no se descubriera su condición de nadie” y también, en otro tramo de
esa colección, subrayaba la trascendencia de la teoría al sostener que
“La práctica deficiente importa menos que la sana teoría”. Se solía
mofar de la xenofobia y los nacionalismos, así definió al germanófilo en
la segunda guerra, no aquel que había abordado a Kant ni había
estudiado a Hoelderin o a Schopenhauer sino quien simplemente era
“anglófobo” que “ignora con perfección a Alemania, pero se resigna al
entusiasmo por un país que combate a Inglaterra” y, para colmo de males,
era antisemita. En el ensayo anteriormente mencionado sobre el
individualismo enfatiza que “el nacionalismo quiere embelesarnos con la
visión de un Estado infinitamente molesto”.
Sus muy conocidos símbolos revelan distintas facetas del mundo
interior. Los laberintos ponen de manifiesto el importante sentido de la
perplejidad y el asombro como condición necesaria para el conocimiento y
el sentido indispensable de humildad frente a la propia ignorancia. Los
espejos -cuando se mira en profundidad la propia imagen- “atenúa
nuestra vanidad” y, simultáneamente permite ver que “somos el mismo y
somos otros” en el contexto de las variaciones que operan en el yo a
través del tiempo. Los sueños como anhelos y como fantasía. La manía
borgeana por los tiempos circulares si se partiera de la premisa que
todo es materia y el universo finito, lo cual conduce a permutaciones
repetitivas (noción que, entre otros textos, la adopta en “La biblioteca
total”, en conformidad con una conjetura que comenta Lewis Carroll dado
“el número limitado de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo
el de sus combinaciones posibles o sea el de los libros”). Y, por
último, el color amarillo del tigre como su primer recuerdo “no
físicamente, sino emocionalmente” que se une al color que frecuentemente
veía en su ceguera.
Ante todo, Borges se caracterizó por su independencia de criterio y
su coraje para navegar contra la corriente de la opinión dominante y
detestaba “al hombre ladino que anhela estar de parte de los que vencen”
tal como escribió en la antes menciona nota sobre los germanófilos…“a
un caballero solo le interesan las causas perdidas” recordó con humor
nuestro personaje en el reportaje conducido por Fernando Sorrentino.
En el prólogo a unas pocas de las obras de Giovanni Papini (otro
cuentista y ensayista extraordinario con una prodigiosa imaginación)
dice Borges: “no se si soy un buen escritor; creo ser un excelente
lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector”.
Edwin Williamson, Victoria Ocampo, Rodríguez Monegal, Norman Thomas
di Giovanni, María Esther Vázquez, Alicia Jurado y tantísimos otros han
escrito sobre Borges y otros tantos lo han entrevistado (apunto al
margen que le dijo a Osvaldo Ferrari que “cuando uno llega a los ochenta
y cuatro años uno ya es, de algún modo, póstumo”) y una cantidad
notable de tesis doctorales producidas en todos los rincones del orbe
sobre este firme patrocinador del cosmopolitismo. De cualquier manera,
no por reiterado es menos cierto y necesario decir que este autor
constituye una invitación portentosa y renovada a la pregunta y al
cuestionamiento creador.