SILVINA OCAMPO RETRATADA POR PEPE FERNÁNDEZ.
Soy analfabeta. ¡Cómo podría publicar este texto! ¡Qué editorial lo recibiría! Creo que sería imposible, a menos que suceda un milagro. Creo en los milagros.
"Te quiero y prometo que seré buena", yo solía decirle para conmoverla en mi infancia y mucho tiempo después cuando le pedía algún favor, hasta que supe que era "abogada de lo imposible". Hay personas que no comprenden que uno hable a una santa como a cualquiera. Si hubieran conocido todas mis oraciones dirían que son blasfemias y que no soy devota de Santa Rita.
Las estatuas o las estatuitas representan habitualmente a esta santa con un libro de madera, misterioso, en la mano que apoya sobre su corazón. No olvidé el detalle de esta actitud cuando le hice la promesa, si me salvaba, de escribir este libro y de terminarlo para el día de mi próximo cumpleaños. Falta casi un año para esa fecha. Comencé a inquietarme. Pensé que costaría mucho sacrificio cumplir con mi promesa. Hacer este diccionario de recuerdos a veces vergonzosos, humillantes, significaría dar mi intimidad a cualquiera. (Tal vez esta inquietud resultó infundada.)
No tengo vida propia, tengo sentimientos. Mis experiencias no tuvieron importancia ni a lo largo de la vida ni aun al borde de la muerte, en cambio la vida de los otros se vuelve mía.
Copiar sus páginas a máquina, pues no dispongo de dinero para pagar las copias a una dactilógrafa, significaría hacer un trabajo ímprobo (no dispongo de amigas desinteresadas que sepan escribir a máquina). Presentar el manuscrito a editores, a cualquier editor del mundo, que tal vez me negaría la publicación del libro para tener ineludiblemente que pagarlo con la venta de objetos que aprecio o con algún trabajo subalterno, el único del que sería capaz, significaría sacrificar mi amor propio.
Qué lejos están los días felices en que comía con mis sobrinitos en Palermo, en las hamacas, en el tobogán los comisarios y los masticables de chocolate blanco; épocas aquellas en que me sentía desdichada, que ahora me parecen felices, en que mis sobrinitos se ensuciaban tanto las manos al jugar con tierra, que al volver a la casa de mi hermana en lugar de bañarme o de ir al cine tenía que limpiarles las uñas con jabón Carpincho como si hubieran estado en el Departamento Central de Policía después de dejar las fatídicas impresiones digitales.
Yo que siempre consideré que era inútil escribir un libro, me veo comprometida a hacerlo hoy para cumplir una promesa sagrada para mí.
Me embarqué rumbo a Ciudad del Cabo hace tres meses en el barco Anacreonte, para reunirme con la parte menos tediosa de mi familia: un cónsul y su mujer, primos que siempre me protegieron. Todo lo que se espera con demasiada ansiedad se cumple mal o no se cumple. Enferma, tuve que volverme en cuanto llegué, por culpa de un accidente que tuve en el viaje de ida. Caí al mar. Resbalé de la cubierta en el sitio donde están los botes de salvataje cuando me inclinaba sobre la baranda para alcanzar un broche que se me había caído y que pendía de mi bufanda. ¿Cómo? No lo sé. Nadie me vio caer. Tal vez tuve un desmayo. Me desperté en el agua atontada por el golpe. No me acordaba ni de mi nombre. El barco se alejaba imperturbablemente. Grité. Nadie me oyó. El barco me pareció más inmenso que el mar. Felizmente soy buena nadadora, aunque mi estilo sea bastante deficiente. Pasado el primer momento de frío y de terror me deslicé lentamente en el agua. El calor, el mediodía, la luz me acompañaban. Casi olvidé mi situación angustiosa porque amo los deportes y ensayé todos los estilos en mi natación. Simultáneamente pensé en los peligros que me depararía el agua: los tiburones, las serpientes de mar, las aguas vivas, las trombas marinas. Me tranquilicé con el vaivén de las olas. Nadé o hice la plancha ocho horas consecutivas, esperando que el barco volviera a buscarme. A veces me pregunto cómo pude alimentar esa esperanza. Tampoco lo sé. Al principio el miedo que sentía no me dejaba pensar, luego pensé desordenadamente: acudían a mi mente maestras, tallarines, films cinematográficos, precios, espectáculos teatrales, nombres de escritores, títulos de libros, edificios, jardines, un gato, un amor desdichado, una silla, una flor cuyo nombre no recordaba, un perfume, un dentífrico, etc. ¡Memoria, cuánto me hiciste sufrir! Sospeché que estaba por morir o muerta ya en la confusión de mi memoria. Luego advertí, al sentir un ardor agudo en mis ojos debido al agua salada, que estaba viva y lejos de la agonía puesto que los ahogados, es sabido, a punto de morir son dichosos y yo no lo era. Después de desvestirme o de haber sido desvestida por el mar, pues el mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos, llegó un momento en que el sueño o el deseo de dormir se apoderó de mí. Para no dormirme, impuse un orden a mis pensamientos, una suerte de itinerario que ahora aconsejo seguir también a los presos, a los enfermos que no pueden moverse o a los desesperados que están por suicidarse.
Empecé mi itinerario de recuerdos con los nombres y la descripción minuciosa y a veces biográfica de las personas que en mi vida había conocido. Naturalmente que no acudían a mi memoria en un orden cronológico ni en un orden que respetara la jerarquía de mis afectos, acudían caprichosamente: los últimos eran los primeros y los primeros los últimos, como si mi pensamiento no pudiera obedecer los dictados de mi corazón. En mi memoria algunas personas aparecieron sin nombre, otras sin edad, otras sin fecha de presentación, otras sin la seguridad de que fueran personas y no fantasmas o inventos de mi imaginación. De algunas no recordaba los ojos, de otras las manos, de otras el pelo, la estatura, la voz. Como Shahrazad al rey Shahriar, en cierto modo conté cuentos a la muerte para que me perdonara la vida a mí y a mis imágenes, cuentos que parecía que no iban a terminar nunca. A menudo me da risa pensar ahora en ese ilusorio orden que yo me proponía y que me pareció tan severo en el momento de practicarlo. A veces me sorprendía la vívida presencia en mí de mi pensamiento formulado en una sola frase, era como una viñeta de esas que se intercalan al final del capítulo de un libro o que encabezan las páginas más importantes. Naturalmente que el orden se respeta de un modo diferente en la mente sola que en el papel cuando está escrito. Dentro de lo posible trataré de reconstruir en estas páginas el orden o desorden aquel que construí con tanta dificultad en mi mente, a partir del momento en que hallé en las aguas, como a través de un vidrio, una tortuga de mar parecida al sastre Aldo Bindo, que me hizo recordar por una caprichosa asociación de ideas a Marina Dongui (detrás del vidrio de una frutería), que, como él, tenía un lunar en la mejilla izquierda. Comencé a enumerar y a describir personas:
Marina Dongui
Marina Dongui, la vendedora de fruta, es la primera persona que se me presentó involuntariamente en el recuerdo. Rubia, blanca y nerviosa, se asomaba a la puerta de la frutería cuando yo pasaba con mi hermano, para guiñarle un ojo. Sus pechos parecidos a algunas frutas rebosaban de su escote y mi hermano se detenía para mirarla a ella: pero qué digo, no a ella, sino a sus pechos y no a las naranjas de ombligo, que costaban muy caras.
-Señorita Marina, ¿cuánto valen las naranjas? -decía mi hermano.
-Aquí está el precio -señalaba la etiqueta con su mano regordeta y tomando una naranja la mostraba acariciándola, con una sonrisa indecente para provocar sin duda a mi hermano, que es bárbaro.
Debajo de la falda azul se adivinaba la marca en los muslos de la faja que la ceñía demasiado. Las piernas sin medias tenían una piel muy lisa y blanca, roja como un damasco pecoso al acercarse a los zapatos, que eran siempre negros y con tacos finos como alfileres.
-Señorita Marina, deme media docena de naranjas.
-¿Por qué naranjas, si es la fruta que menos nos gusta? -protestaba yo, sintiendo el aguijón de los celos que me provocaba la infeliz de Marina.
La humillación de los celos es no poder elegir el objeto que los inspira.
Mi hermano Mingo se acercaba al mostrador sin escucharme y ahí, ostentando en su frente una vena que se marcaba sólo por la emoción, la arrinconaba contra los cajones; cuando ella sacaba la cuenta sobre el papel en que después envolvía las naranjas, él aprovechaba para tocarla. Era una relación de frutas, símbolo tal vez del sexo. Pero yo me salgo del tema que me he propuesto: describir personas y no situaciones ni relaciones.
La cara de mi hermano se me ha perdido; ni el color de sus ojos rayados como los bolones de vidrio azul y verdes se presenta a mi memoria.
Amar demasiado ciega el recuerdo, a veces.
¿Pero a quién amaba?
Aldo Bindo
Aldo Bindo era bajo, corpulento y blanco. Todos los domingos se dedicaba a la equitación. Sus anteojos brillaban en su cara como en un escaparate; tenía un mechón de pelo rizado y rubio y un mechón de pelo lacio y blanco en su cabeza alargada. No tenía edad. Con el centímetro puesto como una condecoración sobre los hombros, acudía corriendo de los fondos de la sastrería cuando le avisaban que yo lo esperaba. En el espejo, con el tailleur que yo ya tenía puesto, me miraba llena de alfileres, arrodillado a mis pies. Muchas veces volvía a tomar mis medidas como si no las conociera. Con un lápiz que era ya casi una uña anotaba las medidas en un papel madera que encontraba siempre en alguna silla. Cuando tomaba las medidas en mi pecho, con satisfacción tocaba ciertas protuberancias de la solapa sabiamente colocadas de un modo indecente, pero cuyos pormenores pertenecían a su profesión; cuando medía mis caderas, con cierta impaciencia hacía girar el centímetro para dejarlo caer con desencantado ademán, soltando una de las puntas que abarajaba con la otra mano para ponérselo de nuevo alrededor del cuello. Su mujer, junto al espejo, con una cara blanca y blanda como una informe miga de pan, le alcanzaba los alfileres y la tiza; a veces descosía una costura con enormes tijeras para que él con maestría tomara, como un cocinero una masa, el género descosido en sus manos y le aplicara alfileres para modificar un pliegue sin mejorarlo. Fruncía el entrecejo y, cuando estaba resfriado, el ruido de sus estornudos era contagioso hasta por teléfono. Sus manos parecían preferir la colocación de las mangas, todo lo que rodeaba el pecho de las clientas que no eran demasiado viejas, las solapas, los botones de la parte delantera del abrigo. Soplaba. Resoplaba. El ruedo, por el contrario, lo hacía sufrir. No bastaba que le aplicara unas rayas con tiza para que se sintiera libre de responsabilidad, medía con el centímetro los bordes hasta el suelo. Los zapatos que calzaba crujían siempre. Nunca pensé que tuviera pies con uñas o con dedos metidos adentro de esos impenetrables zapatos. Un día lo encontré en una playa y no lo reconocí de lejos, pero cuando le acomodó a su mujer la salida de baño en los hombros grité: "Ahí está Aldo Bindo", y corrí a saludarlo. Untada de aceite bronceador, su cara relucía con alegría, ¿pero el centímetro? ¿Cómo podía estar sin el centímetro? Unos minutos después vi que en la arena húmeda, con su dedo gordo del pie, mientras me hablaba, dibujaba un centímetro, hablándome con admiración de la señora de Cerunda.
En aquellos días yo me enamoré del mar como de una persona; llorando me arrodillaba para despedirme de él, para irme a Buenos Aires al concluir las vacaciones.
Viaje olvidado
(cuentos, 1937)
Antología de la literatura fantástica
(Con Bioy Casares y Jorge Luis Borges, 1940)
Los que aman, odian
(Novela, en colaboración con Adolfo Bioy Casares, 1946)
Autobiografía de Irene
(Cuentos, 1948)
Los nombres
(1953, Premio Nacional de Poesía)
El pecado mortal
(Cuentos, 1966)
La naranja maravillosa
(cuentos infantiles, 1979)
Las repeticiones
(Cuentos de publicación póstuma, en 2006)