ANTICIPO/
SILVINA OCAMPO:
"LA PROMESA" (FRAGMENTO)



"No tengo vida propia, tengo sentimientos. Mis experiencias no tuvieron importancia ni a lo largo de mi vida ni aun al borde de la muerte, en cambio la vida de los otros se vuelve mía"

SILVINA OCAMPO RETRATADA POR PEPE FERNÁNDEZ.


Soy analfabeta. ¡Cómo podría publicar este texto! ¡Qué editorial lo recibiría! Creo que sería imposible, a menos que suceda un milagro. Creo en los milagros.
"Te quiero y prometo que seré buena", yo solía decirle para conmoverla en mi infancia y mucho tiempo después cuando le pedía algún favor, hasta que supe que era "abogada de lo imposible". Hay personas que no comprenden que uno hable a una santa como a cualquiera. Si hubieran conocido todas mis oraciones dirían que son blasfemias y que no soy devota de Santa Rita.
Las estatuas o las estatuitas representan habitualmente a esta santa con un libro de madera, misterioso, en la mano que apoya sobre su corazón. No olvidé el detalle de esta actitud cuando le hice la promesa, si me salvaba, de escribir este libro y de terminarlo para el día de mi próximo cumpleaños. Falta casi un año para esa fecha. Comencé a inquietarme. Pensé que costaría mucho sacrificio cumplir con mi promesa. Hacer este diccionario de recuerdos a veces vergonzosos, humillantes, significaría dar mi intimidad a cualquiera. (Tal vez esta inquietud resultó infundada.)
No tengo vida propia, tengo sentimientos. Mis experiencias no tuvieron importancia ni a lo largo de la vida ni aun al borde de la muerte, en cambio la vida de los otros se vuelve mía.
Copiar sus páginas a máquina, pues no dispongo de dinero para pagar las copias a una dactilógrafa, significaría hacer un trabajo ímprobo (no dispongo de amigas desinteresadas que sepan escribir a máquina). Presentar el manuscrito a editores, a cualquier editor del mundo, que tal vez me negaría la publicación del libro para tener ineludiblemente que pagarlo con la venta de objetos que aprecio o con algún trabajo subalterno, el único del que sería capaz, significaría sacrificar mi amor propio.
Qué lejos están los días felices en que comía con mis sobrinitos en Palermo, en las hamacas, en el tobogán los comisarios y los masticables de chocolate blanco; épocas aquellas en que me sentía desdichada, que ahora me parecen felices, en que mis sobrinitos se ensuciaban tanto las manos al jugar con tierra, que al volver a la casa de mi hermana en lugar de bañarme o de ir al cine tenía que limpiarles las uñas con jabón Carpincho como si hubieran estado en el Departamento Central de Policía después de dejar las fatídicas impresiones digitales.
Yo que siempre consideré que era inútil escribir un libro, me veo comprometida a hacerlo hoy para cumplir una promesa sagrada para mí.
Me embarqué rumbo a Ciudad del Cabo hace tres meses en el barco Anacreonte, para reunirme con la parte menos tediosa de mi familia: un cónsul y su mujer, primos que siempre me protegieron. Todo lo que se espera con demasiada ansiedad se cumple mal o no se cumple. Enferma, tuve que volverme en cuanto llegué, por culpa de un accidente que tuve en el viaje de ida. Caí al mar. Resbalé de la cubierta en el sitio donde están los botes de salvataje cuando me inclinaba sobre la baranda para alcanzar un broche que se me había caído y que pendía de mi bufanda. ¿Cómo? No lo sé. Nadie me vio caer. Tal vez tuve un desmayo. Me desperté en el agua atontada por el golpe. No me acordaba ni de mi nombre. El barco se alejaba imperturbablemente. Grité. Nadie me oyó. El barco me pareció más inmenso que el mar. Felizmente soy buena nadadora, aunque mi estilo sea bastante deficiente. Pasado el primer momento de frío y de terror me deslicé lentamente en el agua. El calor, el mediodía, la luz me acompañaban. Casi olvidé mi situación angustiosa porque amo los deportes y ensayé todos los estilos en mi natación. Simultáneamente pensé en los peligros que me depararía el agua: los tiburones, las serpientes de mar, las aguas vivas, las trombas marinas. Me tranquilicé con el vaivén de las olas. Nadé o hice la plancha ocho horas consecutivas, esperando que el barco volviera a buscarme. A veces me pregunto cómo pude alimentar esa esperanza. Tampoco lo sé. Al principio el miedo que sentía no me dejaba pensar, luego pensé desordenadamente: acudían a mi mente maestras, tallarines, films cinematográficos, precios, espectáculos teatrales, nombres de escritores, títulos de libros, edificios, jardines, un gato, un amor desdichado, una silla, una flor cuyo nombre no recordaba, un perfume, un dentífrico, etc. ¡Memoria, cuánto me hiciste sufrir! Sospeché que estaba por morir o muerta ya en la confusión de mi memoria. Luego advertí, al sentir un ardor agudo en mis ojos debido al agua salada, que estaba viva y lejos de la agonía puesto que los ahogados, es sabido, a punto de morir son dichosos y yo no lo era. Después de desvestirme o de haber sido desvestida por el mar, pues el mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos, llegó un momento en que el sueño o el deseo de dormir se apoderó de mí. Para no dormirme, impuse un orden a mis pensamientos, una suerte de itinerario que ahora aconsejo seguir también a los presos, a los enfermos que no pueden moverse o a los desesperados que están por suicidarse.
Empecé mi itinerario de recuerdos con los nombres y la descripción minuciosa y a veces biográfica de las personas que en mi vida había conocido. Naturalmente que no acudían a mi memoria en un orden cronológico ni en un orden que respetara la jerarquía de mis afectos, acudían caprichosamente: los últimos eran los primeros y los primeros los últimos, como si mi pensamiento no pudiera obedecer los dictados de mi corazón. En mi memoria algunas personas aparecieron sin nombre, otras sin edad, otras sin fecha de presentación, otras sin la seguridad de que fueran personas y no fantasmas o inventos de mi imaginación. De algunas no recordaba los ojos, de otras las manos, de otras el pelo, la estatura, la voz. Como Shahrazad al rey Shahriar, en cierto modo conté cuentos a la muerte para que me perdonara la vida a mí y a mis imágenes, cuentos que parecía que no iban a terminar nunca. A menudo me da risa pensar ahora en ese ilusorio orden que yo me proponía y que me pareció tan severo en el momento de practicarlo. A veces me sorprendía la vívida presencia en mí de mi pensamiento formulado en una sola frase, era como una viñeta de esas que se intercalan al final del capítulo de un libro o que encabezan las páginas más importantes. Naturalmente que el orden se respeta de un modo diferente en la mente sola que en el papel cuando está escrito. Dentro de lo posible trataré de reconstruir en estas páginas el orden o desorden aquel que construí con tanta dificultad en mi mente, a partir del momento en que hallé en las aguas, como a través de un vidrio, una tortuga de mar parecida al sastre Aldo Bindo, que me hizo recordar por una caprichosa asociación de ideas a Marina Dongui (detrás del vidrio de una frutería), que, como él, tenía un lunar en la mejilla izquierda. Comencé a enumerar y a describir personas:

Marina Dongui

Marina Dongui, la vendedora de fruta, es la primera persona que se me presentó involuntariamente en el recuerdo. Rubia, blanca y nerviosa, se asomaba a la puerta de la frutería cuando yo pasaba con mi hermano, para guiñarle un ojo. Sus pechos parecidos a algunas frutas rebosaban de su escote y mi hermano se detenía para mirarla a ella: pero qué digo, no a ella, sino a sus pechos y no a las naranjas de ombligo, que costaban muy caras.
-Señorita Marina, ¿cuánto valen las naranjas? -decía mi hermano.
-Aquí está el precio -señalaba la etiqueta con su mano regordeta y tomando una naranja la mostraba acariciándola, con una sonrisa indecente para provocar sin duda a mi hermano, que es bárbaro.
Debajo de la falda azul se adivinaba la marca en los muslos de la faja que la ceñía demasiado. Las piernas sin medias tenían una piel muy lisa y blanca, roja como un damasco pecoso al acercarse a los zapatos, que eran siempre negros y con tacos finos como alfileres.
-Señorita Marina, deme media docena de naranjas.
-¿Por qué naranjas, si es la fruta que menos nos gusta? -protestaba yo, sintiendo el aguijón de los celos que me provocaba la infeliz de Marina.
La humillación de los celos es no poder elegir el objeto que los inspira.
Mi hermano Mingo se acercaba al mostrador sin escucharme y ahí, ostentando en su frente una vena que se marcaba sólo por la emoción, la arrinconaba contra los cajones; cuando ella sacaba la cuenta sobre el papel en que después envolvía las naranjas, él aprovechaba para tocarla. Era una relación de frutas, símbolo tal vez del sexo. Pero yo me salgo del tema que me he propuesto: describir personas y no situaciones ni relaciones.
La cara de mi hermano se me ha perdido; ni el color de sus ojos rayados como los bolones de vidrio azul y verdes se presenta a mi memoria.
Amar demasiado ciega el recuerdo, a veces.
¿Pero a quién amaba?

Aldo Bindo

Aldo Bindo era bajo, corpulento y blanco. Todos los domingos se dedicaba a la equitación. Sus anteojos brillaban en su cara como en un escaparate; tenía un mechón de pelo rizado y rubio y un mechón de pelo lacio y blanco en su cabeza alargada. No tenía edad. Con el centímetro puesto como una condecoración sobre los hombros, acudía corriendo de los fondos de la sastrería cuando le avisaban que yo lo esperaba. En el espejo, con el tailleur que yo ya tenía puesto, me miraba llena de alfileres, arrodillado a mis pies. Muchas veces volvía a tomar mis medidas como si no las conociera. Con un lápiz que era ya casi una uña anotaba las medidas en un papel madera que encontraba siempre en alguna silla. Cuando tomaba las medidas en mi pecho, con satisfacción tocaba ciertas protuberancias de la solapa sabiamente colocadas de un modo indecente, pero cuyos pormenores pertenecían a su profesión; cuando medía mis caderas, con cierta impaciencia hacía girar el centímetro para dejarlo caer con desencantado ademán, soltando una de las puntas que abarajaba con la otra mano para ponérselo de nuevo alrededor del cuello. Su mujer, junto al espejo, con una cara blanca y blanda como una informe miga de pan, le alcanzaba los alfileres y la tiza; a veces descosía una costura con enormes tijeras para que él con maestría tomara, como un cocinero una masa, el género descosido en sus manos y le aplicara alfileres para modificar un pliegue sin mejorarlo. Fruncía el entrecejo y, cuando estaba resfriado, el ruido de sus estornudos era contagioso hasta por teléfono. Sus manos parecían preferir la colocación de las mangas, todo lo que rodeaba el pecho de las clientas que no eran demasiado viejas, las solapas, los botones de la parte delantera del abrigo. Soplaba. Resoplaba. El ruedo, por el contrario, lo hacía sufrir. No bastaba que le aplicara unas rayas con tiza para que se sintiera libre de responsabilidad, medía con el centímetro los bordes hasta el suelo. Los zapatos que calzaba crujían siempre. Nunca pensé que tuviera pies con uñas o con dedos metidos adentro de esos impenetrables zapatos. Un día lo encontré en una playa y no lo reconocí de lejos, pero cuando le acomodó a su mujer la salida de baño en los hombros grité: "Ahí está Aldo Bindo", y corrí a saludarlo. Untada de aceite bronceador, su cara relucía con alegría, ¿pero el centímetro? ¿Cómo podía estar sin el centímetro? Unos minutos después vi que en la arena húmeda, con su dedo gordo del pie, mientras me hablaba, dibujaba un centímetro, hablándome con admiración de la señora de Cerunda.
En aquellos días yo me enamoré del mar como de una persona; llorando me arrodillaba para despedirme de él, para irme a Buenos Aires al concluir las vacaciones.



Otras obras

Viaje olvidado
(cuentos, 1937)

Antología de la literatura fantástica
(Con Bioy Casares y Jorge Luis Borges, 1940)

Los que aman, odian
(Novela, en colaboración con Adolfo Bioy Casares, 1946)

Autobiografía de Irene
(Cuentos, 1948)

Los nombres
(1953, Premio Nacional de Poesía)

El pecado mortal
(Cuentos, 1966)

La naranja maravillosa
(cuentos infantiles, 1979)

Las repeticiones
(Cuentos de publicación póstuma, en 2006)


Fuente: adn/Cultura LA NACIÓN


UNA ESCRITORA CONTEMPORÁNEA





Editorial
Por Hugo Caligaris
hcaligaris@lanacion.com.ar


La obra de Silvina Ocampo fue durante mucho tiempo un enigma para críticos que no sabían dónde ubicarla, si en el anaquel de las rarezas literarias, en el de los caprichos, en el de las misceláneas o en el de los "secretos mejor guardados" de las letras argentinas. Siempre con un poco de desconcierto, se analizaron los ingredientes de sus textos: inocencia, crueldad, humor negro, nonsense, un estilo que fluctúa a veces en una misma frase entre la lírica y la prosa. Al principio, sólo un puñado de observadores inteligentes -Italo Calvino, entre ellos- eran capaces de ver el espectáculo completo. Hoy es más fácil: Silvina murió en 1994, hace ya bastante más de tres lustros, y ya no tiene sentido pensar en ella como en una rareza. Las 142 páginas de su novela La promesa -hasta ahora, inédita- convencerán a cualquier lector de que la autora es una escritora contemporánea: por su originalidad y su franqueza, por su naturalidad sin impostaciones y por la verdad de sus sentimientos. Este número incluye un buen aperitivo mientras se espera la publicación de esta obra maestra.


Fuente: adn/Cultura LA NACIÓN


SILVINA OCAMPO INÉDITA



A más de un cuarto de siglo de su muerte, se publica, por fin, La promesa, la conmovedora novela en la que la escritora trabajó durante años y donde se refleja nítidamente su propia vida.

SILVINA OCAMPO

Por Hugo Beccacece
Para LA NACION

En el mar tan amado por ella, quiso, odió y, convertida en profetisa, sembró la dicha y la desdicha. Los barcos fueron el escenario donde transcurrieron algunos de los momentos más importantes en la vida de Silvina Ocampo. En los lujosos transatlánticos de otras épocas, cruzó muchas veces el océano, de Europa a Buenos Aires, de Buenos Aires a Europa. Desde la cubierta contemplaba el mar, detrás de los anteojos negros de montura blanca, los típicos anteojos de las hermanas Ocampo, que le servían para protegerse del sol y para espiar a su esposo, el apuesto Adolfo Bioy Casares. Los salones de esos palacios flotantes fueron el escenario donde vivió historias de amor, reales e imaginarias, a menudo tortuosas. Sus ocasionales compañeras de travesía le pedían con temeridad que les leyera las manos, porque "todo Buenos Aires" sabía que ella era vidente. Y ella lo hacía, según la ocasión, maliciosa, sincera hasta la impiedad o embustera como una chica traviesa. En los oídos ávidos de sus compañeras de viaje dejaba caer palabras terribles o venturosas, con esa voz hecha de temblores y entrecortada, que subía y bajaba quebrada por espasmos, que a veces prolongaba las vocales en signo de asombro, de dolor o de fingida admiración: una voz y una elocución inimitables, en la vida y en la literatura, que todos quienes la conocieron han tratado de imitar alguna vez. De uno de esos viajes volvió a Buenos Aires con Marta, la hija de Adolfito con otra mujer, que pasó a ser la hija del matrimonio. El mar es el paisaje espléndido y desierto donde transcurre La promesa (Lumen), la novela inédita que Silvina terminó mientras luchaba contra la enfermedad que carcomía su lucidez y sus fuerzas.
La trama de La promesa es simple: una pasajera se cae de un barco al mar y le promete a santa Rita que, si la salva, escribirá un libro, a pesar de ser analfabeta. La pasajera es buena nadadora y se mantiene a flote nadando o haciendo la plancha. Para no desesperar y hundirse, hace una especie de diccionario de recuerdos, una serie de retratos de personas que ha conocido. En esa galería, los perfiles se encadenan hasta formar la narración que tenemos entre las manos. Hacia el final, el agua que entra, cada vez con más frecuencia, por la boca de la Scheherezade marina anuncia el final inminente mientras la memoria reitera, sin advertirlo, las mismas palabras y las mismas imágenes. El movimiento de la conciencia se atasca y adquiere la lógica siniestra de la agonía o de una demencia repetitiva. Como señala Ernesto Montequin, a cuyo cuidado estuvo la edición, en las últimas páginas la voz del personaje, en la ficción, y la voz de la autora, en la realidad, coinciden. Esas frases fueron algunas de las últimas que Silvina Ocampo escribió sobre el papel casi a modo de espejo. "Los espejos son las puertas por las que va y viene la Muerte" (Jean Cocteau).
Montequin dice que entre 1988 y 1989 la escritora corrigió y completó el texto en el que había trabajado con largas intermitencias durante veinticinco años. Sin saberlo -o más bien, con la intuición oscura pero implacable de quien presiente cuál ha de ser su destino- contaba la historia de la protagonista y, al hacerlo, no hacía sino narrar su propio naufragio.
Ella se consideraba fea, a pesar de la belleza de su cuerpo, que el baile había modelado. Se quejaba de su boca que, con los años, según sus propios ojos, se había vuelto obscena. Sus amigos José Bianco y Enrique Pezzoni, a la hora de hablar en privado de la "fealdad" de Silvina, decían que, por el contrario, era muy atrayente. Y lo decían porque ellos habían caído en distintas oportunidades bajo el influjo de esa especie de hechicera. Era cierto que Silvina podía ser atractiva de un modo irresistible, pero había tenido la mala suerte de nacer en una familia donde había mujeres de una hermosura más convencional, casi clásica, como la de su hermana Victoria Ocampo. Sin embargo, apenas uno la veía moverse y, sobre todo, cuando desplegaba sus juegos de seducción, en los que se mezclaban la gracia, el don de la réplica, el lirismo, las asociaciones delirantes y la atención aplicada con que escuchaba a su futura presa como si no hubiera nada más importante en el mundo que la persona que la enfrentaba, uno comprendía que debía de ser difícil escapar de esas redes si ella decidía echarlas al agua. Además era de una delicadeza extrema. Esa mujer debía de acariciar con una suavidad y una precisión inolvidables. Una muestra de La promesa : "El mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos". A esas manos se refiere la poeta Alejandra Pizarnik en una carta a Silvina:
Oh Sylvette, si estuvieras. Claro es que te besaría una mano y lloraría, pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. [...] Yo adoro tu cara. Y tus piernas y surtout [sobre todo] tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero.
El amor, el sexo y el tormento de los celos recorren toda la obra de Silvina Ocampo. Ella, que admiraba al Proust de La prisionera y de La fugitiva , tuvo a su lado a Adolfo Bioy Casares, estímulo inagotable para que el deseo surgiera acompañado por el miedo a la traición. Fue la persona que más quiso en su vida, pero él, que correspondía a su modo esa pasión, no podía prescindir de la conquista continua de otras mujeres. Ella no terminó nunca de acostumbrarse a esas infidelidades, las toleraba, pero temía que él la dejara, algo imposible, porque ¿dónde podía encontrar Adolfito una mujer que pudiera compararse con Silvina? Por cierto, ella también tenía otros amores, como señaló su esposo en una entrevista (ya muerta Silvina), cuidadoso de que su esposa no apareciera como una más de las tantas víctimas de los maridos tradicionales.
Hoy, que se ha publicado buena parte de los Diarios de Bioy Casares y que siguen apareciendo obras inéditas de Silvina, resulta imposible no leer los textos de esa pareja literaria sin pensar en las referencias biográficas. Por ejemplo, en La promesa , se encuentra este pasaje: "Leandro necesitaba que Irene amara a otro ser que no fuera él mismo para interesarse un poco en ella. Es tan abrumador ser amado con exclusividad".
En el libro, hay un diálogo entre Leandro y su amante, Irene, que revela del modo más directo cómo amaba Silvina:
-¿Qué preferís: que te quieran o querer? - interrumpió Leandro [...].
-Querer - respondía Irene
-Quereme, entonces.
Y querer, en esas condiciones, es sufrir.
La definición del amor que se encuentra en La promesa no puede ser más cruda: "¿Qué es enamorarse? Perder el asco, perder el miedo, perder todo".
Para Silvina Ocampo, el asco era una sensación que acechaba amenazante en todo lo que la rodeaba, desde el olor de las flores marchitas de los velorios hasta la nata de la leche, que le provocaba arcadas. Pero esa colección de ascos también la atraía: le causaba curiosidad ver cómo los demás se comportaban ante las cosas "asquerosas". Y es cierto que el sexo, cuando no se desea, puede ser una experiencia repugnante, pero aun así produce fascinación. Gabriela, la niña de La promesa , piensa a menudo en esa experiencia por la que no ha pasado: "Lo que más deseaba en el mundo de su curiosidad era ver a un hombre y a una mujer haciéndolo". Esa misma curiosidad despertó la precocidad sexual y amorosa de Silvina Ocampo. En una entrevista que le hice en 1987 en la Revista de este diario, ella contaba:
Cuando tenía veinte años me decía: "Ay, cuándo tendré cuarenta o cincuenta para no enamorarme más, para no desear más a nadie, para vivir tranquila, sin preocupaciones, sin celos, sin angustias, sin ansiedad". Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguía enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Y ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrir lo que era. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer.
Por el amor, no sólo el de la pasión sexual, los personajes de Silvina Ocampo pueden ser crueles y rencorosos, como ella lo podía ser en la vida. El miedo de ser dejada por los seres que quería la llevaba a utilizar todo tipo de artimañas, a veces dañinas, para retenerlos. Quizá eso ocurría porque le costaba dejar de querer a quienes había amado. Dice en La promesa : "Lo peor es no dejar de querer del todo".
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo formaron durante mucho tiempo un trío literario que produjo la ejemplar Antología de la literatura fantástica . Pero Silvina nunca se sintió del todo cómoda en ese trío. Tenía una sensibilidad mucho más amplia y afinada que la de Borges y Bioy. A ellos sólo les interesaba la literatura; ella, en cambio, tampoco podía prescindir de la pintura ni de la música. La admiración declarada de Borges por el Réquiem alemán , de Brahms, no era sino una apropiación, no digerida, del gusto de Silvina por esa obra. Las Ocampo, o por lo menos tres de ellas (Victoria, Angélica y Silvina), tenían una pasión por Brahms, así como la tenían por Chopin.
Para Silvina Ocampo, había un solo modo de olvidarse de sus sospechas, de las "otras" que buscaban arrebatarle a Bioy, de los interludios amorosos con hombres y mujeres que la distraían del tormento de los celos: pintar y, sobre todo, escribir. En sus poemas, en sus relatos, ella era la que manejaba el destino de los personajes. Ella era la que les infligía la muerte, el ridículo o se asestaba a sí misma la puñalada de un recuerdo para después prodigar páginas de un humor invencible. Se convertía en la soberana de un reino cuyos habitantes tenían nombres improbables como Rodolfa, Cornelia, Cleóbula. En esa comarca imaginaria, todo era posible: la cursilería, la venganza, la impiedad, el impudor infantil o las enumeraciones caóticas en las que a una catedral y a un navío les sucedía la mención de los tallarines como una irrupción escandalosa.
Con todo, hasta en ese dominio, "su dominio", la reina sabía que estaba amenazada. La acosaba el temor de no llegar a terminar lo que estaba haciendo: un cuento, un poema, una fotografía no revelada, un retrato. "Siempre me pareció criminal dejar inconcluso algo que uno ha empezado", dijo alguna vez. Ése fue el temor que la llevó a terminar La promesa . En 1989, ya sabía que el olvido la asediaba y la llevaba a repetirse como a la narradora de su libro. El tiempo la castigaba con una traición inesperada: la de la memoria. Por eso conmueve leer el agradecimiento de esa mujer de La promesa que flota en el mar, ahogada por el agua de los recuerdos. "Gracias, Dios mío, por facilitarme la vida, por permitirme escribir hasta el último orgasmo y por haber escrito esta novela en tu honor." Dios debe de haberle abierto las puertas del Cielo de par en par ante ese homenaje estremecido.


Fuente: adn/Cultura LA NACIÓN

SOBRE LO BELLO Y LO TRISTE



Sin alejarse de su Chivilcoy natal, salvo para fotografiar a wichis y tobas, Daniel Muchiut ha retratado su aldea y ha pintado al mundo.

Sobre lo bello y lo triste

Por Marcos Zimmermann

Miguel Rodríguez, el extraordinario director de fotografía argentino nacido en Orán, responsable de las más exquisitas imágenes que se hayan realizado en nuestro cine, decía que los griegos habían construido la cultura más desarrollada con los medios más primitivos y, en cambio, los norteamericanos, la cultura más primitiva con los medios más desarrollados. Esta frase podría describir a muchas de las experiencias culturales que existen hoy en el interior de nuestro país que hablan de sus propias cosas solo a fuerza de la verdad que contienen sus mensajes. Este es el caso de Daniel Muchiut, un sorprendente fotógrafo nacido en Chivilcoy.
Desde esa ciudad y apartado de las posibilidades que puede brindar la capital de nuestra nación a un artista, Muchiut viene desarrollando una prolífica obra fotográfica para la cual casi nunca ha necesitado salir de su pueblo, ni renovar el austero equipo fotográfico con el que realiza desde hace años todo su trabajo. Allí, Muchiut ejercita sin descanso su pasión por retratar los aspectos menos vistosos de su pueblo, para convertirlos en piezas fundamentales a la hora de contar y entender algunos rasgos de nuestro país. Pero, además, lo singular de su trabajo es que, al mirar cualquiera de los más de veinte ensayos fotográficos que ha construido durante otros tantos años, uno se da cuenta de que, en realidad, más que relatar su propio lugar, sus fotografías hablan del mundo.
Es que las razones de esta universalidad de su obra son, por cierto, misteriosas. Quizás sea que no existe en ella nada de folclórico y mucho menos la exaltación de lo pampeano. Lo cierto es que sus ensayos podrían ser transportados a otras latitudes sin perder validez, sentido, ni sustancia, aunque al mismo tiempo, al mirar cada una de sus fotografías, uno tiene la certeza de estar frente a un trabajo profundamente argentino.
La clave está, me parece, en el ascetismo esencial que tiene Muchiut para enfrentar la realidad que lo toca y la manera directa que eligió siempre para contarla. Quizás sea su capacidad de mostrar con sencillez lo más profundo –algo de lo que solo son capaces los grandes artistas– aquello que acerca el trabajo de Muchiut a esa manera que tenían los griegos de construir su mundo, y que exaltaba la frase de Rodríguez.
Muchiut tiene un origen pobre. El mismo relata que vendió su bicicleta para comprar su primera cámara fotográfica. Que uno de sus abuelos llegó desde Italia después de la Primera Guerra. Que, el otro, se mudó a Chivilcoy desde Trenel (un diminuto pueblo de La Pampa) expulsado por una gran sequía, para vivir apenas bajo un toldo precario de chapas durante largo tiempo. Que su padre conoció a su madre en un sencillo baile del pueblo.

Sobre lo bello y lo triste.

Luego su adolescencia fluctúa entre el dibujo y la política. Esto lo lleva a dejar el secundario, que recién ahora está terminando casi junto con sus hijos. Más tarde, empieza a trabajar como fotocromista en una imprenta y, tiempo después, le llega la primera oportunidad de hacer fotografías por encargo de la misma imprenta.
En esa época realiza sus primeras fotografías de plantas. –Andaba por los alrededores de Chivilcoy y me gustaba fotografiarlas. Veía cosas en sus formas: monstruos, cuerpos de mujeres –dice Muchiut, confirmando una imaginación con la que luego, en 1999, fue capaz de realizar una larga serie de fotografías de girasoles agonizantes en homenaje a la guerra de Kosovo e inspirada en “La soledad de los cuervos” del japonés Masahisa Fukase.
Y un día, en una caminata, se topa con un horno de barro que fabrica ladrillos y lo comienza a fotografiar durante más de un año. El resultado: “Hombres de barro” (1989/1990/2001) su primer ensayo completo, compuesto por unas veinte fotografías en donde los cuerpos de los trabajadores se confunden con la tierra y la tierra con sus cuerpos en una especie de espejo doble de barro que refleja la verdadera cara de la marginalidad, pero que también hace alusión al material con el que, según una antiguo mito, fue construido el primer hombre... y el primer ensayo de Muchiut. “Pertenezco a la misma clase que mis fotografiados y esto me facilita el contacto. Siento que, tal como decía Eugene Smith, mis fotografías le podrían dar cierta voz a quienes no tienen voz”. De ese modo, Daniel ha construido sus ensayos como quien teje la trama del dolor.
Poco después, parte para el norte de la Argentina, para realizar las únicas imágenes realizadas fuera de Chivilcoy que existen en su obra. En el primer viaje, en 1992, fotografía algunas comunidades aborígenes wichis y tobas de paraje El Colchón y Techat, del Chaco. En el segundo y tercero, en el año 1996, retrata las comunidades de Misión Tacaglé y San Martín II de Formosa. En ambos trabajos se sintetizan, para Muchiut, su manera de protesta artística por los controvertidos festejos de los quinientos años del descubrimiento de América. Uno de estos trabajos termina con una serie de diez retratos tomados en primerísimo plano, absolutamente conmovedores, en donde diversos integrantes de la comunidad pilagá de San Martín II van transformándose en otros. La serie comienza con el rostro de un niño y termina con un abuelo. Relatan un crecimiento. Y, aunque se trata de diferentes personas, parecen el mismo personaje envejeciendo. Como si en un acto de chamanismo fotográfico, Muchiut lograra fundir una etnia entera en una sola sangre.


Sobre lo bello y lo triste.

Más tarde viene “La fábrica” (1993/1994) un trabajo sobre los fantasmas de una industria abandonada en Chivilcoy, hecho a fuerza de “no comprarme pantalones nuevos y sí papel fotográfico”, confiesa. Eran los tiempos del menemismo y junto con los cierres de fábricas a partir de las cuales quedaba mucha gente sin trabajo, Muchiut crea un ensayo simbólico y especialísimo: “Vida de perros” (1994/1995). Y, si parecía que después de Elliot Erwitt no podría haber nada nuevo en fotografía sobre estos animales, Muchiut demuestra lo contrario. Porque, a diferencia de los perros de Erwitt, los de Muchiut son perros trabajadores. Así, una jauría de animales cazadores de liebres, pertenecientes a la misma gente despedida de la fábrica que antes había fotografiado, constituyen este exquisito ensayo sobre el amor, la necesidad y la violencia, que transforma lomos, colas o las cabezas multiplicadas de estos animales en composiciones casi abstractas y metafóricas sobre el hambre que signaba aquella época en el interior de la Argentina. Descubrí que los perros hablaban tanto o más que las personas acerca de la violencia y de la desesperanza.
“Los hijos de la tierra” (1996), “El geriátrico” (1995/1996), “Cenizas” (1997) y “La mirada del adiós” (1998) y varios otros trabajos se hilan en un continuo productivo, sucesivo e irrefrenable, de aquellos años. Más tarde, su ensayo “La vida de Oscar”, realizado entre el 2000 y 2001, toma a un hombre que salió de la cárcel adonde había sido enviado por error, para vivir en un automóvil abandonado, en las afueras de Chivilcoy. El trabajo es un retrato de la pobreza extrema. En él, las bolsas de residuos se mezclan con el hombre hasta desdibujar sus límites. “A menudo me he preguntado cómo pude hablar tanto desde un lugar tan chico como Chivilcoy”, se pregunta de repente Muchiut. “Seguramente sea la necesidad”, reflexiona enseguida.
Cuando creía que casi todo estaba dicho surgen “Simplemente María” (1998/2001) y “El matador y María” (2001/2002) su primer trabajo en color. En el primero retrata a María que lucha por su hijo y en el segundo, a un trabajador de un matadero y una prostituta. “Esta es una historia que merecía ser contada –repite Muchiut, refiriéndose a la mujer doliente. Aunque, casi conjuntamente, me surgió la necesidad de hacer un trabajo sobre la sangre después de los hechos que terminaron dramáticamente con la caída de De la Rua –explica.
Este trabajo es, a mi juicio, el más fuerte que hizo Daniel Muchiut. Un matadero en el que se mezclan bestias y hombres retratados sin concesiones. Cuerpos de animales mutilados y sangre, sangre y más sangre. Conmovedor, violentísimo y, a la vez, extraordinariamente sensible. Los dos últimos trabajos de Muchiut se vuelven más introspectivos. En el primero, se introduce en el Instituto médico Dr. Roberto Vacarezza, una clínica que se había cerrado hace años en Alberti, un pueblo cercano a Chivilcoy, y cuyos muebles, objetos y enseres habían quedado congelados en el tiempo, en el mismo sitio en que estaban el día que se había cerrado el lugar. Allí habla sobre el pasado, sobre el recuerdo y elabora una reflexión del tiempo que siente que pasa, que fluye, que se va.
En “La casa”, expuesto en la Fotogalería del Teatro San Martín, Muchiut se vuelve conceptual, que retoma en “Pariente”, un trabajo que rescata la memoria familiar a través de unas fotos y cartas antiguas que encontró en una caja y que fotografía bajo el agua, casi como haciendo un parangón con un naufragio de algo que no sabe determinar, pero que lo llama desde un lugar recóndito e indeterminado.
Cuando finalmente le pregunto cómo ve el futuro de la fotografía argentina, Muchiut responde con cautela. “No quisiera cometer errores en mi lectura. Estoy lejos de Buenos Aires y sería fácil equivocarme. Pero creo que el tiempo va jugando a favor de los autores que admiré y en los que creí. Habría que esperar, de todos modos, para ver qué es lo verdadero y qué no. Los espejitos de colores que ofrece el mercado, tarde o temprano juegan en contra del autor. Lo verdadero, en un momento surge. Lo que no tiene sustento, en cambio, decanta solo…” Parto para Buenos Aires. La noche comienza y el mismo campo que vi pasar a la ida me parece ahora lleno de cosas. Más poblado de seres reales y sufrientes. Quizás sea el efecto que han dejado las fotografías de Muchiut. Un fotógrafo cuya materia de arte surge del interior mismo de la Argentina. Que necesita andar poco por el mundo para contar lo que sucede en todo el mundo. Un observador austero en los medios pero justo en la mirada, que consigue expresar la realidad cruda a través de fotografías sensibles.
Imágenes todas que transforman a este fotógrafo pobre en un artista riquísimo.


Fuente: clarin.com


¿LO HABRÁN HECHO A PROPÓSITO?



Inauguramos hoy esta sección "¿Lo habrán hecho a propósito?", donde publicaremos cosas que nos parecen que están mal hechas o resueltas de los espacios públicos, alrededor de los edificios patrimoniales, de los monumentos de la Ciudad de Buenos Aires y mil etcéteras más, productos de la torpeza, del descuido, del desconocimiento, de no observar con la debida atención, de los atropellos de la incultura y la falta de educación, del maltrato al patrimonio de todos hecho por vándalos y también por funcionarios a cargo de diferentes áreas con responsabilidad sobre cada tema.
La sección incluirá fotos mostrando lo que se critica, las correspondientes explicaciones de por qué se critica y la solución que proponemos para corregir el problema señalado.




FALTA DE RESPETO POR UNA OBRA DE ARTE

El lugar: la Plaza Rodríguez Peña (rodeada por la Avenida Callao y las calles Rodríguez Peña, Marcelo T. de Alvear y Paraguay). A esta linda fuente que está sobre la Avenida Callao al 900, justo a la izquierda de la avenida bajo las copas de los árboles a través del cual se puede ver el Palacio Pizzurno, sede del Ministerio de Educación de la Nación, la taparon con un puesto de venta de diarios y revistas y con un cartel publicitario de los típicos con el formato antiguo municipal. A nuestro criterio, insólito e inadmisible.
La fuente, por fuerza mayor, ya tiene dos rejas: una más baja alrededor y otra, la más alta, la del perímetro de la plaza. Ya son suficientes obstáculos entre los ojos del observador y la fuente. Como si eso fuera poco, hace un tiempo le pusieron los dos elementos señalados, tapando los principales puntos desde los cuales se la puede ver. Ésto parece hecho a propósito para tapar la fuente. La foto es más que elocuente.
La foto muestra cómo se ve la fuente si uno se para entre el puesto de diarios y ella. Ahora la ve sólo el diariero desde su puesto. Así se la debería ver desde los autos que pasan por Callao y desde la vereda de enfrente. La solución, es más que obvia: el puesto de venta de diarios debería ser corrido a la vereda del lado par de Callao, donde están los edificios y al cartel publicitario, habría que correrlo adonde no incomode para ver algo interesante, sea esta fuente o cualquier otra cosa digna de ser bien vista y disfrutada por todo el Mundo. Y quedaría solucionada esta falta de respeto por esta obra de arte.
..............................................................................................P. L. B.

LO QUE COMPRÓ EL MUSEO REINA SOFÍA
EN LA XXX EDICIÓN DE ARCO,
LA FERIA DE ARTE MADRILEÑA




El Museo de Arte Contemporáneo más importante de España invirtió en la feria de Madrid casi 700.000 euros. Su director se interesó por una sola creación de las Vanguardias históricas: 'Les fumeurs', de André Masson, dedicando el grueso de su presupuesto a completar huecos en el ámbito del Arte conceptual. Destacan las 98 fotografías que el artista vasco Ibon Aranberri presentó en 2007 en la Documenta de Kassel.

Fuente: noticiasarteseleccion.com

LOS HORNOS DE HITLER:
EL PRIMER TESTIMONIO DE UNA SOBREVIVIENTE



Los hornos de Hitler: El primer testimonio de una sobreviviente
La autora del libro, Olga Lengyel, vivió el horror de Auschwitz, donde asesinaron a su familia. Lo contó al mundo en 1947.


OLGA LEGYEL. UNA IMAGEN DE LA AUTORA TOMADA DESPUÉS DEL HORROR.

Cuando en 1943 un comandante alemán, quebrado por su conciencia, el alcohol y la sed de compañía, le habló sentado en el living de su propia casa en Cluj (actual Rumania), de eufemismos como tratamiento especial, liquidación, experimentación y solución final , con los que los nazis aludían a horrorosas muertes, Olga Legnyel no le creyó. No pensó que pudiera existir una maquinaria tan perfecta y aceitada para matar a millones. Supo que estaba equivocada cuando ya era tarde. Al enterarse de la deportación de su marido, el doctor Miklos Lengyel, para “trabajar en un hospital en Alemania”, decidió acompañarlo junto a sus hijos y sus padres. Recién cuando los subieron a todos a los vagones hacinados que los llevarían a Auschwitz entendió su error. Suyo fue en 1947 el primer testimonio de un sobreviviente de Auschwitz-Birkenau, y se llamó Las cinco chimeneas . En México lleva más de 60 ediciones, en Argentina acaba de publicarse por primera vez.
Las cinco chimeneas eran los hornos crematorios de Birkenau en los que se quemaban los cuerpos de millones, incluidos los hijos de la autora. Los eufemismos eran la norma para referirse al exterminio de judíos. Incluso por parte de los mismos judíos: las compañeras de cautiverio de Lengyel llamaban “panaderías” a los hornos.
Con el pasar de los años los eufemismos se dejaron atrás, y en sus siguientes reediciones en múltiples idiomas el libro de Lengyel pasó a llamarse Los hornos de Hitler . Menos poético, pero mucho más claro.
Allí, se podían reducir 360 cadáveres a cenizas cada media hora, y 17. 280 cadáveres cada 24 horas. A ellos se sumaban los casi 8 mil muertos que todos los días eran enterrados en fosas comunes. En total, los nazis producían alrededor de 24 mil cadáveres por día.


FÁBRICA DE MUERTE. LAS IMÁGENES MUESTRAN EL HORROR DE LOS LAGER.

El valor literario de Los hornos de Hitler no desentona con el incalculable valor testimonial del libro. El drama de la autora-protagonista colabora con el dramatismo de la historia. Desde la desacertada decisión de acompañar a su marido, con toda su familia, hasta el colosal error de decir que su hijo era menor de edad para evitarle los trabajos forzados –los que no podían trabajar eran asesinados–, hasta su trabajo en la enfermería, la propuesta de cambiar sexo por animales y la resistencia y los pequeños gestos de humanidad en medio de la degradación más absoluta. “Cuando un libro que ofrece un testimonio tiene además un valor estético dice más acerca de la complejidad del tema, porque la búsqueda formal en el decir deja más al descubierto en este caso lo imposible del relato”, explica la poeta y crítica literaria argentina Sara Cohen, quien ha reflexionado sobre algunos testimonios.
Para Jennifer Lemberg, coordinadora de la Memorial Library creada por Lengyel en Nueva York, la estética importa porque es otra herramienta que ayuda a recordar . “El libro de Olga sigue teniendo un profundo impacto debido a que fue escrito poco después de la guerra, proporciona una mirada cruda de la experiencia de las mujeres en los campos”, asegura Lemberg.
Es extraño, sin embargo, el desconocimiento generalizado que existe sobre el libro entre los estudiosos del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial en Argentina. Para Mario Feferbaum, presidente del Museo del Holocausto en nuestro país, el “olvido” del libro de Lengyel se debe a que la explosión sobre la “temática” fue recién en 1960, cuando el ideólogo de la solución final, Adolf Eichmann, fue secuestrado por los agentes de la Mossad en la provincia de Buenos Aires.
El de Lengyel comparte algunos rasgos característicos con testimonios imprescindibles, como Si esto es un hombre , de Primo Levi. La culpa por sobrevivir, por no haber sabido evitar llegar a los campos o no haber hecho lo suficiente para salvar a otros, son algunos de ellos.
Olga Lengyel era rumana y médica. Sobrevivió a la muerte de su marido, sus hijos y sus suegros. En Auschwitz trabajó en la enfermería y colaboró en la rebelión que destruyó uno de los hornos crematorios .
Einstein le dijo a Lengyel: “usted ha prestado un verdadero servicio al permitir que hablen los que ya están silenciados y casi olvidados”, omitió decir que el servicio también se lo prestó a la literatura.

Fuente: clarin.com