Pablo Gianera
Hace tres meses casi exactos, el 5 de
diciembre del año pasado, el mundo musical se conmovió cuando el director
Nikolaus Harnoncourt hizo circular una nota manuscrita que empezaba diciendo:
"Mis fuerzas físicas exigen la cancelación de mi planes futuros". Fue
triste enterarse entonces del retiro de los escenarios del gran maestro, pero
nadie esperaba que el protagonista de una de las aventuras más apasionantes de
la interpretación musical en el siglo XX se extinguiera tan pronto. Ayer, sin
embargo, su mujer, Alice, dio a conocer la noticia. "El sábado Harnoncourt
expiró, rodeado de sus seres queridos. Tenemos la mayor tristeza y la mayor
gratitud. Fue una relación maravillosa."
"Con él termina una época", dijo también Thomas Angyan, Intendant del Musikverein, la sala vienesa que era también un poco la casa del director. ¿Cuál es esa época que termina? La de un pionero, junto con Gustav Leonhardt, de las corrientes de interpretación historicista, que nos enseñaron a tocar y a escuchar de otra manera la música del barroco y del primer clasicismo. Aunque seguramente le disgustaría que se lo definiera como tal, Harnoncourt fue una especie de lúcido arqueólogo musical, alguien dedicado a limpiar críticamente la pátina de equívocos interpretativos que se acumularon durante siglos en el repertorio antiguo. Con la fundación, en 1953 y en colaboración con su esposa, de la agrupación Concentus Musicus Wien, la práctica de la música antigua salió por primera vez a la luz pública y, por decirlo así, se profesionalizó.El problema con el que se topó Harnoncourt en su momento fue cómo ser fiel a una música (la antigua) que dejó de tocarse durante siglos y se convirtió en una lengua extranjera.La respuesta fue que la fidelidad al texto no debía asfixiar la fidelidad a la obra: una interpretación es fiel a la obra "cuando se acerca a la idea que tuvo el compositor cuando la creó". Es aquí donde empieza propiamente la utopía arqueológica, cuya primera medida consiste en modificar la visión deformada por la óptica romántica del siglo XIX e institucionalizada en los conservatorios, cuya irrupción, después de la Revolución Francesa, borró la relación entre maestro y discípulo.En esa línea, Harnoncourt, además de un director fuera de serie, fue el más honesto de todos. Pero deja no solamente un ejemplo de integridad artística, sino también grabaciones que son ya de referencia y un pensamiento que precipitó en los escritos y entrevistas reunidos en El diálogo musical, La música como discurso sonoro y La música es más que las palabras, libros a lo que habrá que volver una y otra vez.Había nacido en 1929, en Berlín, pero era austríaco hasta la médula (le gustaba decir que cuando dirigía las sinfonías de Anton Bruckner sentía "el olor de la tierra") y el corazón de su repertorio, que conoció primero como violonchelista, era la música centroeuropea y específicamente vienesa, de Schubert a los Strauss. Solía decir que no existía ninguna versión históricamente correcta o simplemente auténtica: "Es algo imposible, ilusorio, un debate de charlatanes". Después de todo, la obra no era para él la letra, sino lo que se esconde detrás de las notas: el sentido. Tal vez era ésa la verdadera obsesión del director, que ponía en acto sus ideas con versiones que renunciaban a la lisura habitual con que se escuchan Mozart, Haydn o Beethoven en las salas de concierto y ofrecía lecturas escarpadas (basta pensar en su idea de la sinfonía Heroica como crítica del heroísmo), plenas de claroscuros. Supo llevar las lecciones antiguas a un repertorio no necesariamente antiguo.El propio Harnoncourt condensó su sabiduría en una especie de divisa que cualquier intérprete, sea o no sea historicista, podría grabarse a fuego: "Tenemos que saber qué es lo que la música quiere decir para saber qué es lo que nosotros queremos decir con ella".
"Con él termina una época", dijo también Thomas Angyan, Intendant del Musikverein, la sala vienesa que era también un poco la casa del director. ¿Cuál es esa época que termina? La de un pionero, junto con Gustav Leonhardt, de las corrientes de interpretación historicista, que nos enseñaron a tocar y a escuchar de otra manera la música del barroco y del primer clasicismo. Aunque seguramente le disgustaría que se lo definiera como tal, Harnoncourt fue una especie de lúcido arqueólogo musical, alguien dedicado a limpiar críticamente la pátina de equívocos interpretativos que se acumularon durante siglos en el repertorio antiguo. Con la fundación, en 1953 y en colaboración con su esposa, de la agrupación Concentus Musicus Wien, la práctica de la música antigua salió por primera vez a la luz pública y, por decirlo así, se profesionalizó.El problema con el que se topó Harnoncourt en su momento fue cómo ser fiel a una música (la antigua) que dejó de tocarse durante siglos y se convirtió en una lengua extranjera.La respuesta fue que la fidelidad al texto no debía asfixiar la fidelidad a la obra: una interpretación es fiel a la obra "cuando se acerca a la idea que tuvo el compositor cuando la creó". Es aquí donde empieza propiamente la utopía arqueológica, cuya primera medida consiste en modificar la visión deformada por la óptica romántica del siglo XIX e institucionalizada en los conservatorios, cuya irrupción, después de la Revolución Francesa, borró la relación entre maestro y discípulo.En esa línea, Harnoncourt, además de un director fuera de serie, fue el más honesto de todos. Pero deja no solamente un ejemplo de integridad artística, sino también grabaciones que son ya de referencia y un pensamiento que precipitó en los escritos y entrevistas reunidos en El diálogo musical, La música como discurso sonoro y La música es más que las palabras, libros a lo que habrá que volver una y otra vez.Había nacido en 1929, en Berlín, pero era austríaco hasta la médula (le gustaba decir que cuando dirigía las sinfonías de Anton Bruckner sentía "el olor de la tierra") y el corazón de su repertorio, que conoció primero como violonchelista, era la música centroeuropea y específicamente vienesa, de Schubert a los Strauss. Solía decir que no existía ninguna versión históricamente correcta o simplemente auténtica: "Es algo imposible, ilusorio, un debate de charlatanes". Después de todo, la obra no era para él la letra, sino lo que se esconde detrás de las notas: el sentido. Tal vez era ésa la verdadera obsesión del director, que ponía en acto sus ideas con versiones que renunciaban a la lisura habitual con que se escuchan Mozart, Haydn o Beethoven en las salas de concierto y ofrecía lecturas escarpadas (basta pensar en su idea de la sinfonía Heroica como crítica del heroísmo), plenas de claroscuros. Supo llevar las lecciones antiguas a un repertorio no necesariamente antiguo.El propio Harnoncourt condensó su sabiduría en una especie de divisa que cualquier intérprete, sea o no sea historicista, podría grabarse a fuego: "Tenemos que saber qué es lo que la música quiere decir para saber qué es lo que nosotros queremos decir con ella".