El mundo de la infancia y sus juegos reviven como un  sueño en una muestra de Claudio Gallina, que evoca con nostalgia la  mirada ávida y curiosa con que los chicos observan la realidad. Pero no  esquiva su relación con la crueldad.
La sala doce del Centro Cultural Recoleta se ha convertido en  una cápsula del tiempo que lleva sin escala a la niñez. De eso sabe  bien, no hay dudas, Claudio Gallina, que en esta serie de pinturas,  tintas, instalaciones y objetos, abandonó las escuelas y los interiores  de sitios reales como el Metropolitan de Nueva York o el Palacio  Farnesio –que en sus obras eran más bien espacios ficcionales– y se  metió con paisajes fantasmagóricos, hechos a partir de fotos, que por la  luz del sol pleno, de nuevo, parecen irreales. Son como ilustraciones  de cuentos que uno intuye sin happy end . Ahí está la pintura “Calesita retro”, de metal, inestable. Hay también un subi y baja hecho con pupitres intervenidos con liquid paper   y materiales varios por los chicos, que Gallina viene usando hace  tiempo. Los impactos de gomera taladran pinturas, tintas, cuadernos,  transforman a ese hombre árbol de fábula de una inolvidable pintura en  blanco móvil de la cándida violencia infantil. No preocuparse: son sólo  agujeros que moldearán esos cuerpos como de arcilla, frágiles y al  tiempo pura potencia: cada huella irá amasándolos. Como a ese niño  Cristo en papel que hace equilibrio entre casitas, un tema que hace  tiempo captura al artista: el sueño, nada menos, de la casa propia. Y en  la pared continua, de un golpe, nos lleva a la alegría de una chica  colgada de un arnés hecho a puro garabato. 
Cuenta Gallina que esta nueva serie está inspirada en el libro Homo Ludens,  de Johan Huizinga, “y en el juego como hecho cultural, como una forma  de relacionarse, como límite entre la niñez y la adultez. El juego es  más que un fenómeno meramente fisiológico, es una función llena de  sentido”, dice Gallina, quien se propuso investigar la psicología del  juego, su espíritu competitivo, las relaciones de poder que oculta y su  impacto en los vínculos interpersonales.
En ese camino, Gallina,  que hace años viene poniendo el foco en los chicos, se metió con aristas  poco edulcoradas de lo lúdico, con recuerdos cero naïf. Si uno le  pregunta qué recuerda de la infancia, no duda: “La absoluta libertad, la  vida en la calle”. Y sigue: las exploraciones por ese Palermo nada  fashion donde creció. Y, claro, la escuela: desde la primaria hasta  Bellas Artes, siempre pública. 
En las obras de Gallina los temas  más personales siempre se cruzan con los sociales: en una pintura de  principios de 2000, por ejemplo, entre los chicos de la fila del colegio  emerge la silueta de un desaparecido; en otra, un piquete en plena aula  detiene la escena infantil. En “Esperando una respuesta” (2005), un  gran óleo sobre tela, el foco está puesto en la crisis de la educación y  en “Pizarroncito”, los problemas de matemática para resolver incluyen  cuestiones sociales de coyuntura y otras más estructurales sobre la  distribución del ingreso. 
En sus obras anteriores, Gallina jugó  con la estética de ilustración de manual, escribió copiando la  caligrafía de los chicos. Nos llevó, junto a los personajes, escaleras  arriba para dibujar o formar torres humanas y saltar sin red hasta el  cielo de una rayuela infinita. Entre pupitres y monigotes, los chicos se  deslizaban sobre pizarrones pura mancha expresionista o se lanzaban de  los balcones. Hay en esa serie de obras juego compartido y, al tiempo,  soledad. La arquitectura real se confunde con el mundo mágico de esos  chicos, donde hay alegría, sí, pero donde habita también una profunda  pena. En ese espacio fronterizo el juego hace perder la razón mientras  el disciplinamiento institucional anestesia los sentidos. 
Con  escaleras interminables y alumnos empequeñecidos ante pizarrones  monumentales, en otras obras el artista logró meternos en la piel de los  chicos. Si el lector volvió alguna vez a las aulas de su colegio  primario o secundario recordará la increíble sensación al constatar que  esos pupitres y pizarrones que parecían enormes, eran en realidad  diminutos. Que el patio y la escuela eran más chicos que lo que  recordábamos.
Los chicos de sus pinturas lucían guardapolvos  blancos impecables (pueden recordar a los delantales blancos,  almidonados, de Santoro: inolvidables exoesqueletos protectores). Chicos  de clase media que alguna vez apostó con fuerza a la escuela pública.  Están los cuadernos tapa dura tela araña azul que las madres conservaban  como tesoro. Los cuadernos intervenidos por Gallina son una joyita. Un  golpe emocional a primera vista: ahí está ése que fuimos y que hoy somos  incapaces de reconocer. 
Si bien el juego está presente en las  obras anteriores del artista, en esta serie el foco ya no son las aulas:  los chicos se meten en paisajes ficcionales, se eyectan del aula, dejan  el guardapolvo en casa. La imagen es menos exuberante. Y aunque Gallina  no se priva de usar una variedad de materiales que van desde grafito  hasta acrílicos, desde tintas hasta pupitres, el resultado da la  impresión de una mayor economía de recursos plásticos, de una síntesis.  La paleta y la luz son diferentes a las de sus trabajos previos, pero la  sensación que experimentamos, esa de meternos en el submundo de la  infancia, extraño mix de candidez y tristeza, permanece intacta.
FICHA
Homo ludens
Lugar: Centro Cultural Recoleta (sala 12), Junín 1930.
Fecha: hasta el 8 de abril.
Horario: lunes a viernes, 14 a 21; sábados, domingos y feriados, 10 a 21.
Entrada: gratis.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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