Cuadernos privados
Por Laura Ramos
Otra vez, el escenario de las correrías de la clase patricia es el Teatro Colón. ¿Será la categoría de experiencia
que no puedo menos que otorgar a mis visitas al Colón la que me impulsa
a volver una y otra vez a escribir sobre el teatro dorado y escarlata,
italiano, argentino y francés? Pero mi teatro Colón -el del telón de
Guillermo Kuitca, el que me hace llorar de emoción los domingos a la
mañana, cuando voy a las funciones gratuitas del Salón Dorado después de
los after hours de las discotecas, impregnada aún del olor del
alcohol y de la ilusiones perdidas -no es el mismo Colón de Eugenio
Cambaceres, el gran escritor dandi de la generación de 1880. En el
apogeo de la ilusión capitalista de la Argentina de fines de siglo XIX,
de su entrada triunfal al mercado mundial y a la modernización, fueron
necesarias, dice Josefina Ludmer, las fábulas de identidad nacionales.
Había que narrar el presente para constituir una identidad. El Estado
liberal clamaba por cuentos de educación y de matrimonio que moldearan
su figura. Y el Teatro Colón fue el decorado natural de la nueva ciudad
moderna y modernizadora.
La novela Sin rumbo , de
Cambaceres, transcurre entre el Teatro Colón, el Club del Progreso y una
estancia de La Pampa. Andrés es un joven cínico, violento y
entristecido de la aristocracia porteña, sin ambiciones ni motivaciones
para vivir, un dandi amargo y suicida. Un digno hijo del ganado y de las
mieses, diría mi padre. El Colón de don Andrés es el de la ópera Aída
, una platea bañada por la luz cruda del gas y una cazuela que le evoca
una gran jaula de urracas, el Colón de “la raya sucia del paraíso”.
Para mí, en cambio, el paraíso, ubicado en el último piso del teatro,
cerca de la cúpula pintada por Soldi, pertenece a la escenografía de los
cuentos de adolescencia de mi madre, de la bohemia proletaria que
lustraba los centavos cada comienzo de mes para ir a escuchar -tirados
en el piso, cerraban los ojos para oír mejor- la sinfonía número 40 de
Mozart.
Para el escritor del Estado liberal, el paraíso se
representa en “la espantosa, atroz, infernal explosión de ruidos del
ambiente de los inmigrantes italianos del Colón”. El teatro Colón y el
Club del Progreso son motivos literarios en el aristócrata Cambaceres, y
es su amigo Miguel Cané quien define su papel entre la juventud
ilustrada de la época: “Esa avant scéne ! Eugenio Cambaceres, con
el atractivo de su talento, de su gusto artístico, de su exquisita
cultura, de su fortuna, de su aspecto físico, pues todo lo tenía ese
hombre que parecía haber nacido bajo la protección de un hada
bienhechora, era el jefe incontestado”.
Don Andrés busca refugio,
en su amarga misantropía, en las frivolidades y halagos que le brinda la
vida ligera del soltero, su belleza nórdica -rubio, ojos azules, de
alta estatura- y los beneficios pecuniarios de la estancia paterna. Sus
aventuras transcurren en los clubes, en los salones de juego, en los
teatros, y sobre todo en las bambalinas: “en el comercio de ese mundo
aparte, donde el oficio se incrusta en la costumbre y donde la farsa
vivida no es otra cosa que una repetición grosera de la farsa
representada”.
El patroncito Andrés convierte al palco del Colón en una garconniére hasta el punto de enamorarse de una prima donna
, Marietta Amorini, que se llama como una griseta de Honorato de
Balzac. Pero su enamoramiento es fugaz, y le sigue un hastío tal que le
acomete la idea del suicidio. Su hermano literario Genaro Piazza, el
héroe raído, pobre e inmigrante de la otra novela de Cambaceres, En la sangre
, es tan cínico y violento como su colega estanciero, y ambos, el
patricio y el inmigrante, profanan con su lujuria el palco del Colón.
A
diferencia de los liberales que nacieron en el exilio, Cambaceres, como
Lucio V. Mansilla, experimentó el rosismo y su cultura popular. Pero
además Cambaceres vivió en París. Esa combinación entre lo criollo y lo
europeo es una de las marcas de la “alta” cultura. Cambaceres y
Mansilla, cuyos padres hacían fortuna bajo el régimen de Rosas mientras
que sus colegas perdían las suyas en el exilio de Montevideo o Chile,
fueron una especie de aristócratas criollos, dice Ludmer. Y su obra
literaria, si seguimos esa lógica, podría ser consagrada como la
escritura aristocrática latinoamericana del siglo XIX.
Fuente: clarin.com
Fuente: clarin.com
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