Los artistas no sólo conmemoraron el belicismo y sus
batallas; también lo acicalaron para curar las heridas de los hombres
que padecieron o recuerdan los enfrentamientos.
Anghiari de Leonardo da Vinci. Victoria de los florentinos sobre los milaneses en el siglo XV .
Por Rafael Argullol
El que hubiera sido el espacio artístico más celebrado del mundo
estaba dedicado a la guerra. Me refiero a las dos grandes pinturas
murales encargadas por la Signoria de Florencia a Leonardo da Vinci y
Miguel Angel para conmemorar las batallas de Anghiari y Cascina, con
sendas victorias de las tropas florentinas.
Los encargos nunca
llegaron a buen término, para desesperación de los patrones, que ya
habían adelantado el dinero, porque Leonardo, según era frecuente en él,
utilizó una técnica no contrastada de pintura al fresco, con el
subsiguiente fiasco, y Miguel Angel, de acuerdo también con sus
costumbres, se entretuvo durante mucho tiempo con los cartones
preparatorios, sin decidirse a la realización final.
No podemos,
por tanto, contemplar ese espacio único, pero sí hacernos una idea de la
importancia constante de la guerra en la historia del arte. El
Renacimiento no fue, desde luego, una excepción y tanto Miguel Angel
como Leonardo, florentinos, habían tenido ocasión de aprender el
tratamiento del combate realizado por Paolo Uccello, con sus tres
variaciones sobre La batalla de San Romano.
Sin
embargo, el Renacimiento italiano no hizo sino llevar a una extrema
perfección la inmemorial tendencia artística a rememorar los hechos
bélicos. Es una tendencia sin excepciones: de un lado al otro del
planeta, en cualquier tradición mítica, en cualquier civilización,
encontramos materializada la innata inclinación humana a mezclar la
guerra con lo que con el tiempo hemos llamado arte.
Una visita al
British Museum o al Louvre, con los bajorrelieves asirios y los frisos
griegos, siempre va acompañada por el sonido de los tambores de guerra; y
otro tanto sucede, por supuesto, cuando uno se pierde por las
excepcionales salas del Museo Antropológico de México o por los
pasadizos de la Ciudad Prohibida de Pekín. Si nos remontamos más atrás
la herencia es la misma: junto a las escenas rituales y la caza, la
guerra ocupa el testimonio central de las pinturas rupestres del Magreb o
de la Península Ibérica.
Las razones no son difíciles de
comprender si recordamos la función de la violencia en la historia
humana, y la extrema cercanía entre sangre y poder. El arte conmemora y
embellece la guerra, elevando a la épica lo que en su cotidianeidad fue
horror, sufrimiento y muerte. Pero no hay que descartar asimismo una
función catártica: representando la guerra el hombre ha querido, en
cierto modo, curarse de sus heridas.
Y de hecho puede medirse el
grado de libertad y generosidad de una cultura en el tratamiento
artístico de los vencedores y de los vencidos. Las sociedades crueles
quieren aplastar a los derrotados incluso en las representaciones
mientras las sociedades libres –como la que se encarnó en la tragedia
griega– tienden a igualar en el arte a vencidos y a vencedores, la
actitud más noble que puede exhibir la condición humana.
Esta
misión conmemorativa y catártica del arte con respecto a la guerra,
estable durante milenios, se modifica notablemente en la época moderna.
Consecuentemente con los tiempos de la movilización total, inaugurados
por Napoleón Bonaparte y La Grande Armée, el arte, sin dejar de lado la
función rememorativa, tenderá a convertirse en testimonio directo de los
acontecimientos. Baudelaire considera, por ejemplo, a Constantin Guys
el “pintor de la vida moderna”, entre otras cosas, por su participación
en la guerra de Crimea como corresponsal bélico, avant la lettre .
Naturalmente,
esta inclinación presentista del arte en relación a la guerra se
acentúa de manera drástica con las nuevas tecnologías.
Es bien
significativo que la recién inventada fotografía experimentara
inmediatamente sus poderes en la Guerra Civil norteamericana. Desde ese
mismo momento, la fotografía toma el relevo de la pintura en el vínculo
privilegiado con la batalla, si bien esta última nunca abandona su
vertiente conmemorativa y catártica, de la que son una buena muestra los
cuadros expresionistas alrededor de la Primera Guerra Mundial o el
Guernica de Picasso. Con todo, en el siglo XX son la fotografía y luego
el cine los encargados de transmitir y multiplicar los efectos bélicos
ante una humanidad azotada por una violencia masiva sin precedentes.
Nuestra última centuria es barroca, una ópera negra que se encarna en multitud de obras maestras, de las que Apocalypse Now de Coppola sería una buena muestra.
Sin
embargo, en algún sentido también es abstracta y, así, la captación del
hongo atómico fue brutalmente depurada, como una aparición, como un
espectro. Mondrian hubiera podido pintar lo que captaron las cámaras en
Hiroshima, o, mejor, Malevich. Una imagen pura con efectos devastadores.
Todavía hoy hay una escuela de pintura japonesa dedicada exclusivamente
a ellos.
Fuente: Revista Ñ Clarín
Fuente: Revista Ñ Clarín
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