Alfredo Williams expone en el Pabellón de las Artes de la UCA una veintena de figuras a la vez inocentes y monstruosas.
El caminante. Talla en poliestireno expandido, hierro, resina epoxi, masilla plástica y esmalte sintético. 104 x 49 x 73 cm.
Por Eduardo Villar
Produce inicialmente desconcierto el encuentro con las esculturas de
Alfredo Williams (Buenos Aires, 1955) expuestas en el Pabellón de las
Artes de la UCA, con curaduría compartida por Cecilia Cavanagh y Raúl
Santana. Los 18 ejemplares de este bestiario, que el artista –ganador
del Gran Premio Adquisición del Salón Nacional de Artes Visuales 2015–
bautizó con el inquietante nombre de Mutantes , impresionan por su
carácter contradictorio: el conjunto puede parecer al mismo tiempo el
sector de modernos juegos infantiles en una plaza de la ciudad o un
ejército siniestro a punto de atacar al visitante con recursos tan
desconocidos y letales como los de los invasores extraterrestres de una
película de ciencia ficción.
Por disparatadas que sean, hay algo
que se manifiesta inequívocamente humano en estas formas.
Anatómicamente, el único personaje parecido a un humano es “El
caminante” que recibe al público antes de ingresar en la sala misma, un
poco separado del conjunto. Hasta, se diría, desentendido de sus
“compañeros”, paseando, ocupado en sus asuntos. Separadas de él por un
panel –¿sería más apropiada en este caso la palabra “tabique”?–, el
resto de las figuras denotan cualquier cosa menos despreocupación.
Cuando los tienen, los títulos mismos de las obras –con los que se ha
preferido no acompañar las esculturas en las salas– distancian aun más a
“El caminante” de los otros: “La mueca”, “Partido al medio”,
“Suplicante amarillo”, “No me estoy cayendo”, sugieren situaciones no
precisamente favorables.
En uno de los textos del catálogo, Nelly
Perazzo aporta una mirada clave: “Subyace en estas figuras la
monstruosidad del hecho humano como víctima o victimario, porque siempre
son trágicas en realidad, monstruosamente trágicas. Pero resultan
amigables aun para los chicos”.
Siempre monocromas, de colores
brillantes, livianas –aun las de mayores dimensiones se pueden mover con
un dedo–, suaves al tacto, con algo de la apariencia del pop y el
cómic, las esculturas de esta serie de Williams son siniestras. Híbridos
de animales reales o mitológicos, humanos, máquinas, herramientas,
aparatos electrodomésticos, los une la inexistencia de simetría en sus
formas y la confusión respecto de la utilidad o función de sus partes:
es difícil saber si algo de esos cuerpos se trata de un pie o de una
plancha eléctrica; si eso que vemos es una cabeza o una sierra dentada;
si lo que corona un miembro es un dedo, una lámpara o una púa capaz de
las peores ferocidades imaginables. Su confusa combinación de curvas y
rectas, sus laberintos de terminaciones redondeadas o puntudas, de filos
o superficies planas, de dientes, cuernos, brazos, piernas y colmillos,
son ajenos a cualquier taxonomía. Y, sin embargo, algunas figuras
parecen reírse; otras parecen gritar de dolor. Nada es seguro en este
bestiario de Mutantes: uno baila, otro parece acostado con las piernas
muy abiertas (demasiado), otro corre; uno salta, parece a punto de
volar; otro posa sentado o de rodillas, se inclina, ruega.
En una
pared de la sala de exhiben bocetos de esta serie de esculturas,
dibujados por Williams en España, donde desde los 22 años vivió, como
tantos argentinos, entre 1977 y 1983. Décadas después, aquellos bocetos
hechos con birome y lápiz se convirtieron en este bestiario atroz.
Fuente: clarin.com
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