Manuscrito
Por Hinde Pomeraniec / Para LA NACIÓN
No, de él no puede decirse que fue un artista incomprendido, que vivió sufriendo porque su arte era rechazado por su época y que recién a la hora de su muerte el mundo advirtió la riqueza de su legado. Joseph Mallord William Turner (1775-1851) disfrutó desde muy joven y durante su larga vida el reconocimiento de la crítica y también del público, logró hacer mucho dinero con su obra y marcó tendencias que se continuaron a lo largo del tiempo en la historia del arte. Turner es para muchos el mayor pintor inglés; ha sido también reconocido como un faro para lo que luego sería el movimiento impresionista y se lo conoce como "el pintor de la luz". Sus cielos y sus aguas tienen sello distintivo. Ver sus paisajes y respirar esos colores es convertir para siempre la mirada: ya nunca más habrá imágenes de la naturaleza que no remitan a sus obras.
Hijo
de un barbero y una madre que murió en un hospicio para enfermos
mentales, Turner nació en Londres, donde siguió viviendo aunque
alternaba con estancias en pequeños poblados en los cuales sus mecenas
tenían sus mansiones y también con viajes hacia otras localidades
europeas: nunca dejaba de acompañarse con sus libretas para abocetar lo
que luego serían sus acuarelas y óleos. Comenzó a pintar y a exhibir sus
obras en la pubertad; pronto fue nombrado miembro de la Royal Academy y
a los 17 años ya vivía de su trabajo. A sus cuadros los llamaba "mis
hijos" y aunque tuvo hijos reales, no los reconoció oficialmente. Su
pasión estuvo concentrada en el arte, en la perfección y en la
competencia. Tuvo dos hijas con su amante Sarah Danby, viuda de un
amigo, y en la vejez vivió acompañado por Sophia Booth, también viuda,
dueña del albergue de Margate, en la costa de Kent, en donde el artista
se alojaba con frecuencia: desde su cuarto favorito podía observar a sus
anchas un ángulo del Mar del Norte que lo fascinaba por la disposición
de la luz.
Turner, el romántico, lo pintó todo: la vida, la
muerte, el pasado remoto. Las aguas, los cielos, las montañas, los
bosques. El fuego, la nieve, las olas, las nubes: nada de la naturaleza
le resultó ajeno y su mayor interés estaba en las expresiones más
extremas de lo natural. En 1810, permaneció en campo abierto junto con
un amigo durante una tormenta de nieve en Yorkshire para experimentarla y
poder luego reproducirla. Décadas más tarde, se hizo atar por los
marineros al mástil del barco Ariel durante 4 horas en medio de una
furiosa tormenta que luego volcaría en "Tempestad de nieve en el mar",
de 1842.
Aunque
lo pintó todo, eligió no aparecer en sus pinturas. Se conservan algunos
autorretratos de juventud y una espalda iluminada en su estudio, en "El
artista y sus admiradores", de 1827. También puede verse su figura ya
envejecida y excéntrica pero pintada por William Parrott en "Turner on
Varnishing Day" (1846), una obra en la que se ve al artista de perfil,
de galera y con los pinceles en la mano, dando los últimos retoques
antes de la inauguración anual de la Royal Academy, el centro alrededor
del cual giraba la vida artística de la época. Es este Turner viejo y
caricaturesco el que reproduce Mr. Turner, la última película de Mike
Leigh, protagonizada por ese monstruo de vísceras y emociones que es el
gran actor inglés Timothy Spall.
Una
de las escenas más poderosas es la que recrea el momento en que Turner,
abrumado por la belleza y dimensiones de un cuadro del otro gran
paisajista inglés, John Constable, ingresa a la sala atropelladamente,
toma la paleta y pinta un manchón rojo, a la manera de un lacrado, sobre
las grises aguas del mar de su pintura, que había sido colgada al lado
de la de su colega. Quizás no sea tan atrevido pensar que gran parte del
esnobismo en el arte puede haberse consolidado allí ese mismo día,
entre los aplausos y grititos de entusiasmo de los asistentes a la
preinauguración de la muestra, todos esos que celebraron el gesto
envidioso e iracundo con el que Turner finalmente conseguiría opacar la
obra sobre la que Constable había trabajado trece años.
Su
obra favorita era "El 'Temerario', camino al desguace" (1838), que
recrea una escena de la cual fue testigo: el momento en que la célebre
nave a vela de la batalla de Trafalgar (1805) es remolcada por un barco a
vapor en su viaje final hacia la destrucción. La nostalgia es siempre
crepuscular: la modernidad adelante; atrás el pasado esplendoroso. No
casualmente éste es, también, el cuadro favorito de los ingleses. Otro
emblema de la apabullante modernidad es "Lluvia, vapor y velocidad", de
1844. Su asombroso juego de figuras vagas entre luces y sombras fue
cuestionado entonces por algunos como decadencia de estilo y, sin
embargo, terminaría siendo vanguardia pura.
Dicen que la última frase de Turner en su lecho de muerte fue "¡El Sol es Dios!". Merece haber sido cierto.
Fuente: lanacion.com
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