La irrupción masiva de la tecnologización no sólo ha
alterado la poética y los lenguajes del arte. También ha producido
cambios: el arte se mira a través de dispositivos.
Las fantasías futuristas son cosa del pasado. Este vertiginoso
presente tecnológico ocupa toda nuestra atención, y es cómodo no
imaginar ningún porvenir, ni siquiera aquel futuro de fábula cuyas
asombrosas proezas e invenciones solían verse desplegadas, con
estrambóticas rendiciones visuales y datos de aparente precisión
científica, en las revistas de actualidad y divulgación hasta bien
entrada la primera mitad del siglo XX. También, tanto las poéticas como
los lenguajes artísticos han visto alterarse su metabolismo por la
irrupción masiva y democrática de la tecnologización.
En una secuencia de Bande à Part
(Asalto frustrado, 1964), Jean Luc Godard hizo que sus personajes
atravesaran corriendo el Museo del Louvre con velocidad de maratonistas
aficionados en apenas 9 minutos y 43 segundos. Casi el mismo tiempo que
les insumiría recorrer todo el museo ahora, navegando por Internet y
cómodamente inmóviles. La tecnología nos ha hecho usuarios estáticos,
instalados en el paradojal dinamismo fijo de la situación óptica y
también casi maniáticos cultores de esa inmediatez, esa urgencia que
convierte al hecho, al objeto y su captación por parte del destinatario,
en fenómenos simultáneos. Es altamente improbable hoy apelar con algún
grado de credibilidad melancólica a aquellas fórmulas retóricas del tipo
de ¨cuando leas esto ya habremos llegado a…”, porque, tecnología
mediante, estar en un lugar, narrar o archivar el momento, y que alguien
sepa que hemos estado ahí, son sucesos sincrónicos. Un muy alto
porcentaje de visitantes que ingresan al Museo de L’Orangerie, donde
están emplazados en 360 grados los célebres lienzos panorámicos de Monet
que componen su prodigioso ciclo de Les Nymphéas, no demoran ni cinco
segundos promedio en la contemplación física directa de ese monumento a
la disolución del punto de vista único, y pasan a fotografiarlo con sus
cámaras digitales, con lo que acuden inmediatamente a recluir en el
congelamiento bonsai del encuadre la magnitud de la ruptura física con
los límites unívocos de la bidimensionalidad que propuso Monet. A toda
costa, hoy más que nunca, el recuerdo y su almacenaje disputan la
supremacía cognitiva con la percepción de la obra de arte. El añejo
tiempo de ansiosa espera entre el momento de la toma y la recepción de
la fotografía revelada se disuelve en el almacenamiento inmediato de la
imagen. La toma pronto se nos revela, como si allí y sólo allí se
produjera la revelación en sí del objeto captado. Es el propio
espectador quien es tomado por la casi irresistible magia acelerada del
proceso. Cada vez con más sofisticación, vemos y percibimos a través de
aparatos, en un efecto en abismo de la ya remanida certeza de que sólo
es real aquello reproducido o almacenado o mostrado a través de
mediaciones tecnológicas.
Mientras tanto, el arte y el mundo se
acercan en escala. Están a punto de quedar en una relación de uno en
uno, de ser a la vez el mapa y el territorio, como en las ruinas
circulares de Borges. Se sabe: hoy no es condición excluyente pintar o
fotografiar un paisaje; ahora se puede fabricarlo, trasladarlo e
instalarlo dentro de un museo, siempre y cuando se cuente con una
economía de medios desarrollada. Definitivamente, la tecnología depende
del capital, y viceversa, lo cual también se corrobora, aunque en menor
escala, en el caso de aquellos artistas que se apoyan más en la técnica y
no tanto en lo tecnológico. En ese sentido, es bueno recordar aquí la
economía de una de las primeras rupturas vanguardistas en el lenguaje y
las técnicas de la pintura, cuando Braque y Picasso resolvieron
incorporar a sus lienzos simples elementos cotidianos como hojas de
diarios, paños, cartones y sogas. Una vanguardia de recursos rústicos,
pobre, frente a la opulenta avanzada de tecnología de punta de la que se
vale universalmente el arte de este reciente giro del siglo (“la
vanguardia última –si es que se la puede llamar así– del siglo XX es la
del arte que se emparenta con la revolución más perdurable en un siglo
de revoluciones: la revolución tecnológica”, Michael Rush, “ New Media
in Late 20th Century” ).
Por otra parte, es bien sabido que los
artistas-usuarios sacan extraordinario provecho de los expansivos e
influyentes blogs y de las llamadas redes sociales, no sólo para colgar
en el espacio decenas de imágenes de la propia obra, sino para anunciar y
promocionar, con la masividad y la celeridad que ningún correo
terrestre o mailing virtual podrían garantizar, cualquier evento,
situación, o proyecto. La eficacia de este remedio contra el anonimato
es enormemente convincente, tanto como para que sus eventuales efectos
colaterales parezcan irrelevantes. La aluvional irrupción y circulación
de millones de datos e imágenes y la consecuente hipervisibilidad global
del conjunto amenaza con comprometer la visibilidad de cada eslabón, si
convenimos en que no basta que algo sea visible para que haya sido
verdaderamente visto. Inmersos en este fascinante Aleph tecno, se ha
acortado hasta casi la extinción nuestra persistencia perceptiva, y cada
vez es mas difícil recordar qué vimos de específico en ese flujo
incontenible. La tecnología también como ilusión óptica: somos millones
de “cartas robadas”. Como en el cuento de Poe, estamos tan a la vista
que nadie nos ve.
Fuente: clarin.com
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