Por Laura Ramos
Muy de vez en cuando, si alguien lo invita a proyectar una de
sus películas o con el fin de conseguir algún repuesto para el
proyector, Claudio Caldini, tez quemada por el sol, rostro italiano,
silueta elegante, erguida, no habla con persona alguna durante semanas,
engrasa su bicicleta y se prepara para la travesía. La valija con sus
herramientas y rollos se ubica en la parte trasera, bien enlazada. El
vehículo atraviesa seis kilómetros, no todos de paisaje agreste, hasta
la estación de General Rodríguez, donde Caldini se sube al furgón del
tren local que viene de Mercedes y lo deja en Moreno. Allí debe hacer
una combinación con la línea Sarmiento que lo transporta a Plaza
Miserere, donde aborda el colectivo 41. El día que se estrenó la
película sobre su vida, además del 41 tuvo que tomar el 102 para llegar
al Malba.
A los seis años, su padre lo llevaba al taller de un
amigo en Villa Adelina, un cuarto pequeño con olor a resina donde se
apilaban tornillos, radios en desuso, válvulas de televisores y un
proyector de 35 milímetros. Los dos amigos coleccionaban rollos de
películas viejas rescatadas de fábricas de pintura, que a su vez las
habían comprado por pocos pesos, con el fin de recuperar el acetato, a
las distribuidoras de cine. Pero, para evitar que las películas fueran
comercializadas, antes de venderlas los distribuidores las rompían a
hachazos. (La hermosa película de Andrés Di Tella sobre Claudio Caldini
se llama, justamente, Hachazos.)
El cine que alimentó la
imaginación, pero sobre todo la percepción de Caldini, estaba formado
por restos plagados de intermitencias, saltos sonoros, coreografías
fragmentadas. Mientras su padre y su padrino pasaban las tardes
inclinados sobre la empalmadora intentando reconstituir las secuencias
originales, él veía un Ben Hur estrangulado, más heroico por la proeza técnica que le había devuelto la vida que por sus osadías romanas.
Esa
mirada puesta en el aspecto mecánico de la fotografía en movimiento fue
anticipatoria de su propia poética cinematográfica. (En los años 90, en
la península San Pedro de la Patagonia, ató una cámara súper 8 a unas
cuerdas y las revoleó como si se tratara de boleadoras. Después del
revelado notó el efecto estroboscópico: buscaba formas de la percepción
que escaparan al alcance del ojo humano.) Su valija contiene carretes de
película, filtros de colores, lupas de laboratorio de oculista,
anteojos de soldar, una hojita de afeitar y sobre todo cinta de
empalmar, la misma de su infancia. Son artefactos obsoletos, el mismo
súper 8, el único formato usado por Caldini, es una tecnología rescatada
de la obsolescencia. Cada proyección de sus filmes es un acontecimiento
que pone en riesgo su material, porque en el súper 8 sólo existen los
originales, no hay posibilidades de hacer copias. Cuando Caldini pinta
con un hisopo, fotograma por fotograma, o agujerea el celuloide, o al
armar complicados loops que van de un proyector a otro, está exponiendo
su obra a la muerte, porque en cada función se produce algún incidente
técnico. Por eso él lo llama “cine en vivo”.
A los veinticinco
años vivió en Auroville, una comunidad utópica, anarquista y espiritual
enclavada en Pondichery, India. Permaneció seis meses entre los bosques
abducido por la meditación, en silencio absoluto, hasta que volvió a
filmar. Durante los amaneceres y los crepúsculos se subía a la terraza
del ashram y filmaba la salida y la puesta del sol. Su trabajo procuró
recrear la conciencia contemplativa que había adquirido. Mi película
predilecta, entre su cine hindú, es Heliografía, que filmó
andando en bicicleta con la cámara en la mano: el film registra la
sombra del ciclista que se confunde con la sombra de los árboles de un
bosque.
El bullicio de la multitud que lo rodeó en un viaje en
tren de Madras a Nueva Delhi, después del prolongado retiro, le produjo
unas alucinaciones tan perturbadoras que tuvo que ser internado, en
París, en Ville Evrard, la residencia de descanso de Antonin Artaud.
De
regreso en Buenos Aires, participó de un seminario dictado por el
cineasta alemán Werner Nekes y volvió a hacer cine, ya provisto “del
dominio de un lenguaje cinematográfico propio e intransferible” (Hachazos , Andrés Di Tella).
Viajó
tres veces a la India; sus películas fueron abucheadas en un festival
de Villa Gesell y premiadas en París y en Madrid, para volver a ser
olvidadas. En Buenos Aires vagabundeó sin dinero y sin vivienda: una
lista enumera sus treinta y seis domicilios en una década. Hace seis
años lo contrataron como casero de una quinta abandonada en General
Rodríguez, donde recobró su temple de ermitaño. Este artesano de otra
era, con su arsenal de tecnología obsoleta, es considerado un genio
gótico del cine experimental. La noche del estreno del Malba tenía una
mirada de extrañeza. Cuando se atenuaron los aplausos y aclamaciones
salió caminando solo, en busca del 102 y del 41, que lo conducirían
hasta la bicicleta, amarrada con su cadena y su candado a un poste de la
calle La Rioja.
Fuente: clarin.com
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