Aquella tarde en San Jerónimo, al sur de Santa Fe, se jugaba el
clásico sancarlino. Después de un córner que terminó en rebote para su
equipo, a Guillermo Boccardo la pelota le cayó en los pies. El pibito
–el 10 en la espalda, un mechón rubio sobre la frente–, corrió y corrió,
y en ese contraataque levantó el polvo del potrero. “Desde afuera del
área le metí un zapatillazo que terminó en un gol al ángulo memorable”,
repasa Guille. Poco queda de ese nene que festejaba los goles del Club
Infantil de Fútbol metiéndose en el barro. Espalda erguida, cuello
largo, 18 años: lo recuerda vestido con calzas y suspensor. Este año lo
convocaron para formar parte del Ballet Estable del Teatro Colón, uno de
los más prestigioso del mundo.
Para esa época –2003–, lo
invitaron a hacer una recorrida por el mítico teatro. Quedó hipnotizado.
No recuerda si lo encandiló el oro de las molduras, el telón que caía
pesado sobre el escenario o la pana roja de las butacas. A esa altura,
con 11 años, ya repartía el tiempo entre la escuela de danzas de su
pueblo y el fútbol. Era delantero de su equipo. Pero la danza clásica lo
apasionaba. “Mi mamá me anotó para dar el examen. Fueron tres: el
técnico, el físico y el de ritmo. A los días me aceptaron como alumno.
Sentía que no estaba preparado, pero quise hacerlo”, cuenta Guille.
La
mudanza no fue sencilla. Los Boccardo no tenían suficiente dinero para
que su hijo del medio se fuera con algo de plata. Patricia y Carlos, sus
papás, descontaban la posibilidad de acompañarlo: Guille empezaría su
carrera solo, en la gran ciudad. Al día siguiente de la noticia, el
cartel de venta colgaba del espejo del Citroën blanco. Era la ofrenda –y
el sacrificio– de papá, mecánico. Alguien del pueblo se lo llevó por
$900. Patricia hizo empanadas y pastelitos y salió a venderlos.
Guillermo juntó botellas y cartones. Y cuando terminaba febrero se bajó
del micro, de noche, en Retiro. Era alto pero todavía no había cumplido
los 12.
“Me asustaba el ruido las sirenas de las ambulancias. La
terminal de Retiro me daba miedo. Estaba perdido con tantas líneas de
colectivos y no entendía las combinaciones de subtes. Pero sobre todo le
tenía pánico a la exigencia, presión y disciplina que impone la escuela
del Colón”, confía el bailarín, mientras se estira las medias blancas,
parte reglamentaria del uniforme. Primero vivió en la casa de un
compañero, hasta que el intendente de su pueblo le ofreció instalarse en
lo de unos familiares en Congreso. Después vivió en pensiones en Flores
y en Once. Hoy comparte un departamento en La Boca con su hermana y
futbolistas.
Guillermo ya pisó el escenario del Colón. Fue
figurante en Manón. Figurante es quien actúa en vez de bailar. “Fui
cochero, lacayo y mendigo. Son papeles importantísimos para cualquier
alumno del Colón. Pero –confiesa– que yo quería bailar”.
Todos
los días desde hace siete años, Guillermo ensaya y estudia por la mañana
y la noche.Son ocho horas diarias, menos los domingos. En el corte de
la tarde, va al gimnasio o toma clases particulares de danza clásica.
“Hay que despejarse de la vida en la clase y en el ensayo. No hay
problemas de plata, familia ni novias. Lo que hay es un piano que marca
un ritmo y un cuerpo que se mueve. El maestro nos dice: yo les doy la
llave, pero la puerta deben abrirla ustedes”.
Y una tarde, una
igual a las anteriores, rutinaria y exigente, alguien lo paró en el
pasillo. “Alumno, dígame su nombre”. Quien preguntaba era una de las
maestras que dirige a los mejores bailarines del Colón. “Guillermo
Boccardo”, contestó. “Mañana lo necesito para ensayar con el Ballet
Estable. Sea puntual”. Esa fue su puerta.
Ahora, en el Ballet, la
tarea de Guillermo es aprender cada uno de los pasos de las variaciones
masculinas. Es el reemplazante de cualquier figura. Y es, también, un
paso para convertirse en el príncipe del Lago de los Cisnes o de
Cascanueces.
Es un día dorado, pero el sol no toca el telón
cortafuego del escenario del Colón. Debajo está la fosa, un agujero
musical donde dormita el arpa en su estuche negro. En la sala, bajo los
palcos mudos, se mueven las franelas repasando las molduras. Las butacas
ordenan la geografía desde el imperativo de la pana roja. Y entre todo,
Guillermo, que ahora se despega del piso en un salto y parece una
gacela.
BILLY ELLIOT, EL CINE LO CONTÓ
Estrenada en 2000, Billy Elliot cuenta la historia de un chico de 11 años cuyo padre, viudo y minero en la Inglaterra en crisis de los primeros 80, lo anota para que aprenda a boxear. Pero Billy, lejos de interesarse por los golpes, queda cautivado con la clase de danza que dictan al lado. A escondidas, comienza a practicarla. Tiene talento. Enterado, su padre se escandaliza, pero luego afloja y lo acompaña a la Royal Academy. Con música de T-Rex y de The Clash, y con 3 nominaciones al Oscar, resultó un retrato lleno de magia y ternura.
BILLY ELLIOT, EL CINE LO CONTÓ
Estrenada en 2000, Billy Elliot cuenta la historia de un chico de 11 años cuyo padre, viudo y minero en la Inglaterra en crisis de los primeros 80, lo anota para que aprenda a boxear. Pero Billy, lejos de interesarse por los golpes, queda cautivado con la clase de danza que dictan al lado. A escondidas, comienza a practicarla. Tiene talento. Enterado, su padre se escandaliza, pero luego afloja y lo acompaña a la Royal Academy. Con música de T-Rex y de The Clash, y con 3 nominaciones al Oscar, resultó un retrato lleno de magia y ternura.
Fuente: clarin.com
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