La mansión de una de las cuatro familias más poderosas del país
que se vendió por hierro brasileño.
En unos meses se cumplirán 100 años del comienzo de
la construcción de la actual Embajada de Brasil, un “palacete francés” que
reluce en la aristocrática esquina porteña de Cerrito y Arroyo. El edificio
nació como residencia familiar gracias a la voluntad y a la billetera de
Celedonio Pereda y Pereda, médico y terrateniente argentino, pero sobre todo,
un hábil negociador.
En 1919, Celedonio se ilusionó con construir una
residencia a la altura del prestigio de su linaje. Este Pereda era la cabeza de
una de las cuatro familias más poderosas del país, toda una proeza lograda
debido a la capacidad de sus ancestros para conseguir tierras. Para esa época,
habían alcanzado 122 mil hectáreas del mejor campo a través de sucesivas alianzas
matrimoniales, y aprovechando los beneficios que le deparó la Conquista del
Desierto a la naciente oligarquía doméstica. Los Pereda supieron cómo triplicar
el patrimonio familiar a partir de las 76 mil hectáreas que ya habían
conseguido (vaya a saber uno cómo) en época de Rosas.
Como vemos, el dinero no era problema para Celedonio. Para él, como para los grandes terratenientes argentinos, el desafío era convertir ese oro en bronce. Para eso, y como en sus viajes por Europa, Pereda había quedado deslumbrado con las mansiones francesas. Compró el terreno en el que hoy se yergue la Embajada y contrató al arquitecto Louis Martin con la consigna de hacer una casa igualita al museo Jacquemart André, de París, y que tuviera una escalera, del primer piso al jardín, idéntica a la “escalier en fer a cheval” del castillo de Fontainebleau. Parecía fácil, pero apenas el arquitecto se puso a hacer los planos se dio cuenta de que todo no entraba en el terreno de los Pereda-Girado.
Como vemos, el dinero no era problema para Celedonio. Para él, como para los grandes terratenientes argentinos, el desafío era convertir ese oro en bronce. Para eso, y como en sus viajes por Europa, Pereda había quedado deslumbrado con las mansiones francesas. Compró el terreno en el que hoy se yergue la Embajada y contrató al arquitecto Louis Martin con la consigna de hacer una casa igualita al museo Jacquemart André, de París, y que tuviera una escalera, del primer piso al jardín, idéntica a la “escalier en fer a cheval” del castillo de Fontainebleau. Parecía fácil, pero apenas el arquitecto se puso a hacer los planos se dio cuenta de que todo no entraba en el terreno de los Pereda-Girado.
El Museo Jacquemart André había sido construido 25
años antes como residencia en lo que era el recién inaugurado Boulevard
Haussmann. Se trataba de un palacio con enormes perspectivas desde la gran
avenida y desde sus extensos jardines. Ni qué hablar de las escaleras en
herradura del castillo Fontainebleau, que eran monumentales.
Louis Martin trató de explicarle a Celedonio y a su
mujer que no había espacio para tanta cosa, pero cuando los Pereda vieron que
ni la escalera del Jacquemart se reproducía con la grandeza pedida, cambiaron
de arquitecto.
Hay que entender que esta familia tenía motivos
para estar ansiosa, la mayoría de sus compañeros de oligarquía estrenaban
mansiones y ellos estaban en veremos. A pocos metros de su terreno, los
Ortiz-Basualdo avanzaban con su fabuloso palacio (hoy, embajada de Francia),
los Errázuriz-Alvear ya casi terminaban su caserón en Avenida del Libertador
(hoy, Museo de Arte Decorativo), los Anchorena se pavoneaban en Plaza San
Martín con una bruta mansión (hoy, Palacio San Martín) y a pocas cuadras, sobre
la actual Avenida Alvear, ya deslumbraban la Residencia Maguire y la de
Fernández de Anchorena (hoy, sede de la Nunciatura). Para peor, habiendo
empezado casi al mismo tiempo, sus amigos Álzaga Unzue-Peña casi terminaban la
residencia que hoy es parte del hotel Four Seasons.
Cansado de sus desencuentros con el arquitecto
Martin, Celedonio Pereda contrató a Julio Dormal, un belga que había metido la
mano los finales del Teatro Colón. No se sabe cómo, pero Dormal convenció a los
Pereda de que milagros no se podían hacer. Así y todo, el Palacio no tendrá el
enorme frente del museo parisino ni la tremebunda escalinata del Fontainebleau,
pero sus cuatro mil metros cuadrados, sus 50 habitaciones y tres pisos y medio
lucen majestuosos.
Claro que la construcción llevó 17 años, en los que
los Pereda tomaron nota de que los tiempos estaban cambiando.
El crack del año 1929 hizo difícil mantener las
grandes mansiones y la oligarquía nacional comenzó a venderlas, primero al
Estado nacional, que ellos manejaban, y después a embajadas, cuando no las
demolían para construir edificios de renta.
Los Pereda terminaron su palacio en 1936 y dos años
más tarde recibieron al presidente brasileño Getulio Vargas, que quedó
fascinado con la mansión. En 1945, vendieron la joya familiar a los brasileños
a cambio de cuatro mil toneladas de hierro y el edificio que hasta entonces
usaban de embajada.
Después de haber convertido el oro en bronce, los
Pereda entendieron que era momento de cambiarlo por otro metal que, en plena
Segunda Guerra Mundial, valía como el oro.
Negocios son negocios.
Fuente: clarin.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario