Exposición.
57 obras adquiridas en su momento por Quinquela Martín y que hoy pertenecen a la colección del Museo muestran el apego incondicional del artista a la más pura tradición figurativa.
57 obras adquiridas en su momento por Quinquela Martín y que hoy pertenecen a la colección del Museo muestran el apego incondicional del artista a la más pura tradición figurativa.
Benito Quinquela Martín. Día luminoso. Óleo de 1958. |
Las obras del patrimonio del museo Benito Quinquela Martín se muestra bajo un nuevo guión: en sus salas principales se expone Arte argentino en la colección del Museo Quinquela Martín
, 57 trabajos pertenecientes a la colección del museo, muchos de ellos
conocidos pero no frecuentemente exhibidos. Agrupados en los núcleos Paisajes, Retratos y La tradición boquense
, la selección celebra lo mismo que el museo y las ideas de Quinquela:
la tradición figurativa. Esto se mantuvo a rajatabla: mientras el
artista vivió, la entrada al museo de obras abstractas estuvo prohibida.
Por eso aparecen en la muestra obras importantes de artistas
figurativos, como Eduardo Sívori, Antonio Berni, Pío Collivadino, Raquel
Forner, Guillermo Butler, Antonio Alice, Fortunato Lacámera y Emilio
Centurión, entre otros.
Como se sabe, la colección del Quinquela
fue creada por el propio Quinquela Martín, quien no quería “refugiarse
en la extravagancia” al armarla, según él mismo decía (esto es, hacía la
vista gorda a los nuevos lenguajes y las vanguardias). “La mayoría de
las obras que pertenecen al museo las fue comprando él mismo”, explica
Víctor Fernández, director de la institución. “A partir de los años 20
Quinquela hizo mucho dinero con la venta de sus pinturas. Fue entonces
cuando adquirió parte de este patrimonio. Otra parte pasó a integrar el
acervo del museo mediante el Premio Quinquela Martín , que el
pintor creó en 1952 como parte de los Premios que formaban el Salón
Nacional de Artes Plásticas”, explica el director. La gran mayoría de
las obras pasaron a integrar la colección de esa manera, con Quinquela
destinando un dinero para los premios adquisición que llevaban su
nombre. Estos existieron hasta el año 79, dos años después de su muerte.
Un pequeño porcentaje de las obras expuestas son donaciones
realizadas por artistas, algunos amigos y otros extranjeros. A estos
últimos, Quinquela los conoció durante sus viajes al exterior, el
primero de ellos a Río de Janeiro cuando el artista tenía 31 años, en
1921, y a partir de 1923, durante sus diversos viajes por Europa.
En
la primera sala de la muestra aparece una obra extraña dentro del
conjunto: una figura en cerámica esmaltada, “Promesante jujeña”, del
escultor Luis Perlotti. A tamaño natural, seria, con los brazos cruzados
bajo su manto de colores, los ojos entrecerrados, esta mujer es única
en el grupo de trabajos: casi podría relacionarse más con la sala de
mascarones de proa que con el resto de esculturas, pinturas, grabados y
dibujos que integran la exposición. Perlotti –quien adquirió sus
primeras herramientas artísticas trabajando en una ebanistería; luego,
asistiendo a los cursos nocturnos de la mutual Unione e Benevolenza
(creada en 1858) y más tarde, a los talleres de la Asociación Estímulo
de Bellas Artes– se juntaba con Quinquela en La Peña del Tortoni. Sus
trabajos fueron, generalmente, influidos por las tradiciones americanas y
del Altiplano. En la cerámica expuesta en la muestra se ve
perfectamente.
Otra obra interesante para detenerse en el
recorrido de la exposición es “Alrededores de Ushuaia” (1952) del
platense Guillermo Martínez Solimán. Empastada, de gran escala, de
gestos violentos, definen el paisaje fueguino de manera emocional, en
una época en que muy pocos artistas reparaban en él.
El temple
sobre cartón de Guillermo Butler “Amanecer en Córdoba” también merece un
vistazo por su paleta, por su composición armónica y serena –tan propia
de Butler, quien había recibido una fuerte influencia de Cézanne
durante su estancia en la colonia artística de Worpswede, en Alemania, a
principios de los años 20– y porque difiere del resto de los paisajes
que se exponen: figura y fondo son integrados en un todo, a través de la
luz, de un “clima” meditativo con eje en la naturaleza, tan central en
la obra de Butler. Al costado de este trabajo se encuentra otro muy
distinto, “Tarde primaveral” con un cerezo en flor a pleno, un trabajo
del cordobés José Malanca, del año 42.
En la sala siguiente, ya dentro del núcleo de la exposición Retratos
, toda una pared pintada de anaranjado expone pequeñas pinturas de
cabezas: retratos, como lo detalla el título. Allí, el “Retrato de
Butler”, de Antonio Alice (1923), el “Autorretrato” de la pintora y
poeta santafesina Emilia Bertolé (1937) y “Niños humildes” de Facio
Hebeqer ( sin fecha), llaman la atención. Pero cerca se destacan dos
magníficos óleos de gran tamaño: “El niño y su moneda” ( 1951)
de Antonio Berni; y especialmente “El manto rojo” (1941), de Raquel
Forner. La expresión dramática, trágica, el escorzo del cuerpo de la
mujer, y el uso de un color significativo simbólicamente (el rojo),
caracterizan la obra de Forner y convierten a éste en un trabajo fuerte.
Emilia Bertolé. Autorretrato de la poeta y pintora. Oleo de 1937. |
Imposible ignorar, un poco escondido –no se ve a primera vista al entrar a la exhibición– el enorme lienzo de Eduardo Sívori, “La muerte del marino” (1888). Comprado por Quinquela Martín como “La muerte de un paisano " , el artista de La Boca no dudó en cambiarle el nombre para que fuera más adecuado al contexto: la comunidad portuaria boquense de entonces sentiría más próxima la muerte de un marino que la de un simple paisano.
En la misma sala, esos dos pequeños, exquisitos, metafísicos
óleos del gran Fortunato Lacámera, “Biblioteca casera” (1938) y
“Serenidad” (1948), los dos de la etapa en que el pintor observaba el
interior de su casa lentamente, con detenimiento, antes que los paisajes
ribereños. Una frágil mesa con algunos papeles y libros, cercanos a un
frasco vacío; y una pera reflejándose sobre la superficie de madera (la
cortina ondulando suavemente por detrás, son los colores de la tarde)
explican el clima de los interiores de La Boca, sus tiempos.
“Cocina
casera” (1956), el óleo de Eugenio Daneri, y “Apuntes sobre mi madre”
(1935), de Miguel Carlos Victorica, marcan un buen cierre de la
exposición, cierta despedida. Que nunca es, en realidad, una despedida
final, tratándose del Museo Quinquela Martín: su casa y su taller
–ubicados en el último piso del museo– abiertos al público, siempre son
un must , la posibilidad de adentrarse en una rara avis como fue
Quinquela. Su piano pintado, las paletas manchadas, sus fotos familiares
–esas con los padres adoptivos–, su prensa de grabado; y la información
sobre la Orden del Tornillo, mediante la que premiaba a artistas a
través de un ritual: vistiendo un traje de almirante, les entregaba “el
tornillo que les faltaba” y hacía girar al homenajeado mientras con un
bastón lo golpeaba en el hombro y le decía: “Bueno, ya estás
atornillado, ¡pero no te lo ajusté mucho porque eso no es bueno!”
Además de esta información, en su casa-taller se exhiben sus numerosos e
inmensos óleos con escenas del puerto de La Boca en apogeo. Y ahora que
el museo está, por primera vez en décadas, destapando las ventanas,
estos paisajes de Quinquela se duplican en ellas, aggiornados, con
escenas vivas, móviles, contemporáneas. Y la casa-taller y la exhibición
cobran un nuevo sentido. Quizás, en parte, el barrio no haya cambiado
tanto.
FICHA
Arte argentino en la colección del museo Quinquela Martín
Lugar: Museo Quinquela Martín, Av. Pedro de Mendoza 1843
Fecha: hasta diciembre
Horario: martes a domingos de 11 a 17.30
Entrada: gratuita
El artista que se debía al barrio
Hay aspectos no tan conocidos de Benito Quinquela Martín; por
ejemplo, su primera infancia triste. Abandonado por sus padres, fue
criado en la Casa de los Niños Expósitos. Allí, al cumplir 7 años, lo
adoptan Manuel Chinchella –un cargador de leña del puerto– y Justina
Molina –analfabeta y entrerriana–. A los 17 se inicia en el arte con
Alfredo Lazzari, conoce a Lacámera y Facio Hebequer. Más tarde, en 1916,
será Pío Collivadino quien lo guiará e identificará como “el pintor de
La Boca y de su puerto”.
Pero uno de sus rasgos más importantes
fue su gran impronta como gestor cultural de La Boca (algunos lo
llamaron “animador cultural”). En los años 30 fundó La peña, espacio de
encuentro de artistas; en 1933 compró el terreno que luego donó al
Estado para la construcción de una escuela-Museo (esa cercana a
Caminito) y un museo de Bellas Artes (donde había instalado en los
últimos pisos su taller y su casa, aún es posible visitarlos allí).
También cedió terrenos para un instituto odontológico y una escuela de
artes gráficas.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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