Es la de Nuestra Señora de Guadalupe, una belleza arquitectónica con más de 100 años.
Por Eduardo Parise
En todo viaje, las bellezas arquitectónicas suelen ser uno de los principales atractivos. Y muchas veces, la atención se centra en imponentes obras que se relacionan con la religión. Buenos Aires no es la excepción y hay templos que se destacan en toda la Ciudad por su belleza o por su historia. Sin embargo, hay algunos que pasan desapercibidos, inclusive hasta para los propios vecinos. Uno de esas construcciones monumentales pocas veces admiradas es la Basílica del Espíritu Santo y Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, toda una tradición en el viejo barrio de Palermo.
En todo viaje, las bellezas arquitectónicas suelen ser uno de los principales atractivos. Y muchas veces, la atención se centra en imponentes obras que se relacionan con la religión. Buenos Aires no es la excepción y hay templos que se destacan en toda la Ciudad por su belleza o por su historia. Sin embargo, hay algunos que pasan desapercibidos, inclusive hasta para los propios vecinos. Uno de esas construcciones monumentales pocas veces admiradas es la Basílica del Espíritu Santo y Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, toda una tradición en el viejo barrio de Palermo.
La devoción por esta
virgen en ese barrio surgió cuando inmigrantes llegados a fines del
siglo XIX promovieron la creación de una capilla que se inauguró en
1890. Seis años después, se nombraba como primer párroco al padre
Antonio Ernst, miembro de la Congregación del Verbo Divino, que se
encargaba de administrarla. La congregación, de origen alemán, estaba en
el país desde 1899. La capilla ya estaba bajo la advocación de la
virgen de Guadalupe, patrona de México y Filipinas y considerada
“emperatriz de América”.
En apenas unos años más, la capilla ya
resultaba chica para aquel barrio en continuo crecimiento. Por eso
decidieron la construcción del nuevo templo. La piedra fundamental (está
detrás del altar mayor) se colocó en 1901 y se inauguró en 1907, en ese
lugar donde confluyen la calle Paraguay con Guatemala, frente a la
actual plaza Güemes. En esa pequeña plazuela, actual centro de siete
bocacalles, supo haber una pequeña laguna, extensión de algún bañado del
entonces no muy lejano arroyo Maldonado.
La Basílica impacta. De
típico estilo románico con una planta de cruz latina (una nave central,
dos laterales y un crucero), afuera se destacan las dos torres que miden
54 metros de alto. Con una ligera tendencia gótica expuesta en esa
altura, en cada una de ellas hay un imponente reloj, cuya máquina es de
origen alemán. El carillón tiene tres campanas. Más arriba de los
relojes, están los campanarios propiamente dichos que contienen cinco
campanas fundidas en el pueblo de Bochum, también en Alemania.
No
es extraño, porque la mayoría de los materiales usados en la
construcción de la Basílica llegaron desde Europa: el granito negro
puesto en las columnas es de Austria; las baldosas, de Alemania y los
brillantes vitreauxs, de Francia. También hay materiales nacionales como
los mármoles y las maderas. En el frontis se destaca la imagen de
Jesucristo en la cruz, como símbolo del calvario. Todo el edificio fue
pensado por el padre Juan Beckert, un arquitecto integrante de la
Congregación.
En el interior hay siete altares que se reparten en
la gran nave central (mide 53 metros de largo por 20 ancho) y en las
naves laterales. La altura interior ronda los 20 metros y el crucero, de
punta a punta, alcanza los 43 metros. En el altar de la virgen de
Guadalupe hay una imagen que fue traída desde México. Y se dice que todo
el conjunto de la Basílica es el símbolo de “la Teología puesta en
piedra”, porque en cada columna hay un símbolo y en cada arco, una
interacción.
La fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe se celebró
el jueves último. Y la ceremonia se repite en cada 12 de diciembre (en
México, el santuario de Guadalupe, ubicado en el cerro del Tepeyac del
Distrito Federal, es visitado ese día por más de 5 millones de
personas). Es una manera de recordar a esa imagen y evocarla en un
edificio impresionante que ya superó el siglo de existencia en ese
antiguo Palermo, un barrio con mucho pasado y muchos personajes que
también dejaron su huella.
Es el caso de Evaristo Francisco
Estanislao Carriego, un chico que a los 14 años llegó a la zona con su
familia, para instalarse en una casa en lo que hoy es la calle Honduras,
entre Bulnes y Mario Bravo. Su vida fue muy breve pero intensa: murió
enfermo de tuberculosis el 13 de octubre de 1912. Tenía apenas 29 años.
Por entonces ya se lo conocía simplemente como el poeta Evaristo
Carriego, el alma del suburbio. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com
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