Por Laura Ramos
Tiene un aire extranjero, como de exiliado (la nórdica belleza de su rostro arrasada, o aniquilada, por un sufrimiento ominoso), parece menos hijo de un argentino que un desertor de la Legión Extranjera, un paria. Arturo Desimone nació en Aruba, una isla diminuta, un reino que fue colonia holandesa donde se habla el papiamento. En la escuela el idioma oficial es el holandés, pero en su casa dialogaba en inglés con su madre, arubeña descendiente de judíos ilustrados, polacos y rusos siberianos. Su padre, “un pianista argentino destrozado por el alcoholismo”, le transmitió un español desmañado, con un acento como de Europa del Este. En Aruba se hizo dibujante, un artista autodidacta que escribió su primer libro a los diecinueve años.
Tiene un aire extranjero, como de exiliado (la nórdica belleza de su rostro arrasada, o aniquilada, por un sufrimiento ominoso), parece menos hijo de un argentino que un desertor de la Legión Extranjera, un paria. Arturo Desimone nació en Aruba, una isla diminuta, un reino que fue colonia holandesa donde se habla el papiamento. En la escuela el idioma oficial es el holandés, pero en su casa dialogaba en inglés con su madre, arubeña descendiente de judíos ilustrados, polacos y rusos siberianos. Su padre, “un pianista argentino destrozado por el alcoholismo”, le transmitió un español desmañado, con un acento como de Europa del Este. En Aruba se hizo dibujante, un artista autodidacta que escribió su primer libro a los diecinueve años.
Su bisabuelo
argentino donó su casa al Partido Socialista y su abuelo, saxofonista
proletario y amante del jazz, dejó la Argentina en los años sesenta. Su
padre, discípulo de Vincenzo Scaramuzza, el mismo maestro de Martha
Argerich, se instaló en Aruba. Lo llamó Arturo por Arthur Rubinstein, a
quien luego consideró un haragán que no estudiaba tanto como él.
Dormitaba, bajo el sopor del whisky y el ronroneo de su aire
acondicionado que los conciertos de Bruno Gelber no lograban acallar, en
un cuarto contiguo al de su hijo. El padre maldecía a Rubinstein, a su
matrimonio con “la judía” y, sobre todo, a la mediocridad de Aruba, su
prisión. “Me humillaba todos los días”.
No era tanto el
desconcierto que despertaban sus dibujos o los rumores sobre sus padres
“locos de remate” lo que alejaba a sus compañeros de colegio. Era su
desprecio por las jerarquías y tabúes de la isla, mucho más político que
la frase “Me gustaría verte quemado vivo”, que dijo a los 13 años a un
chico que lo molestaba. Etnicamente era un rara avis en las
Antillas: aunque de un blanco septentrional, no respondía al tipo
holandés de las minorías neo-coloniales y mucho menos al de la mayoría:
morenos descendientes del indio caquetío y de otros mestizajes, al que
consideraba “como una raza de dioses superiores, mientras que a mí mismo
me veía como un parásito débil”.
Entre las chicas arubianas,
algunas hijas de narcotraficantes, fue creciendo una especie de leyenda
sobre su estirpe de perturbado. El atesoraba su ira y repetía un rezo
hebraico en el que pedía la muerte de su padre. Unos años más tarde,
mientras vivía en un barrio de inmigrantes holandeses, su rezo fue
escuchado: su padre se suicidó con una mezcla de whisky Black Label y
pastillas.
“El minotauro se había matado. Mi enemigo muerto”.
Luego de meditar en una torre, festejó, junto a un amigo palestino, con
una cena árabe y vino tinto. Ese diciembre la nieve bloqueó las
carreteras, y sintió exaltación al día siguiente, camino al aeropuerto
rumbo a Aruba, mientras escuchaba con una novia pianista la sinfonía n°
3 de Brahms que explotaba en la radio del taxi. Luego tuvo una
temporada de insomnio y de anorexia, llegó a vivir en la calle, pero:
“ese día en que me llamó mi madre para darme la noticia fue uno de los
mejores de mi vida”.
Había querido salir de la isla desde la
niñez. Los dos millones de turistas norteamericanos que llegaban cada
año le hacían pensar en La Habana antes de la revolución, con los
hoteles-casino y la prostitución exótica. A los 19 años viajó a Holanda,
que le pareció “una sociedad anti-poética, post-romántica, racional y
derechista”. Su novia holandesa lo llamaba, románticamente, “jij bent
een blanke neger”, algo así como africano blanco, en alusión a su acento
de negro o antillano, una especie de gitano.
Luego de la revolución de enero de 2011, en abril o fin de marzo, llegó a Túnez. Allí escribió Knowledge Liberation Fron
t, una novela sobre “el turista revolucionario” y la apropiación que
hizo Occidente de las revoluciones árabes del 2011 al transformarlas en
íconos del turismo “safari humanitario”. El narrador de KLF retrata la
revolución tunecina con el espíritu libertario de los voluntarios de las
brigadas internacionales que lucharon en la guerra civil española (hay
algo de aquel lirismo revolucionario en él).
Víctima de un
“romanticismo venenoso”, después de haber conocido el sexo con
prostitutas búlgaras en Holanda se enamoró trágicamente de las cultas
mujeres polacas, y luego de las tunecinas. Su condición de nómade lo
llevó una y otra vez a Polonia y a Europa del este, a Czesotochova, el
pueblo de su abuelo materno, donde visitó, con 28 grados bajo cero, el
cementerio judío destrozado y abandonado. Allí encontró las ruinas de la
casa de sus ancestros, que ahora habitan nuevos polacos hambrientos.
Arturo
Desimone, políglota, un huérfano, “o lo que los indios de acá llamaban
wacho”, desde hace dos años vive en un departamento del barrio de
Constitución que heredó de sus abuelos paternos. Pero no se quedará
mucho tiempo. El nomadismo fue el método que encontró para resistirse al
mundo anti-religioso actual, y una manera de vivir, como los poetas, no
domesticado.
Fuente: clarin.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario